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Opinión
¿Cómo acabar con el negocio de la vivienda?

Las movilizaciones en torno al problema de la vivienda continúan. Esta vez con una jornada de movilización estatal. El 5 de abril, habrá movilizaciones en las principales ciudades del Estado bajo el lema de “Acabemos con el negocio de la vivienda”. Y hay varias cosas que celebrar aquí, además del hecho de que el problema de la vivienda siga convirtiéndose en motivo de movilización y politización, y no en mero sufrimiento individual.
Primero, que la iniciativa sea esta vez de sindicatos de vivienda, y no de los partidos socialdemócratas o sus apéndices (encabezados por las grandes burocracias sindicales), que buscaban dirigir anteriores movilizaciones según sus intereses electorales (como en Madrid el 13-O y el 9F). Es decir: únicamente contra Ayuso, eximiendo al gobierno central que ellos mismos ocupan. Según estos agentes, en un ejercicio de malabarismo político, el problema de la vivienda radicaría únicamente en la negativa de Ayuso a aplicar una Ley de Vivienda presentada como la panacea (en realidad, es la propia Ley, vacía de contenido, la que lo permite, ya que delega en las CCAA la decisión de declarar o no zonas tensionadas). Esto ya se analizó críticamente aquí.
No hay que olvidar que la situación no es muy diferente en aquellas comunidades con “gobiernos progresistas”. El caso paradigmático es Cataluña, que se sitúa a la cabeza en desahucios por habitante
Por otro lado, no hay que olvidar que la situación no es muy diferente en aquellas comunidades con “gobiernos progresistas”. El caso paradigmático es Cataluña, que se sitúa a la cabeza en desahucios por habitante y compite con Madrid por el primer puesto en alquileres impagables pese a ser la clara líder en declaración de zonas tensionadas.
Segundo, es también un acierto que se den bajo un lema contundente y claro, planteando la necesidad de acabar con el negocio inmobiliario. Señalar al negocio inmobiliario y que la vivienda sea una mercancía permite identificar la raíz del problema y a sus responsables: quienes se lucran con ese negocio y los políticos que lo defienden. Cabría entonces preguntarse: ¿Qué es eso del negocio inmobiliario? ¿Qué significa acabar con él? ¿Cómo se hace eso? Este artículo trata de contrastar distintas respuestas que suelen darse a cada una de ellas.
¿A qué llamamos “negocio inmobiliario”?
Puede parecer una pregunta muy tonta. Pero merece la pena detenernos en ella. Empecemos por aclarar lo que no es. El negocio inmobiliario no son los grandes fondos buitre extranjeros, no es la gran banca. No es alquileres por las nubes. Esto son, claro, parte del negocio de la vivienda o consecuencias de este. Son, de hecho, agentes y fenómenos importantes. Pero no son el todo. El negocio de la vivienda es mucho más amplio, en él participan fondos buitre y bancos, pero también promotoras y constructoras, inmobiliarias e intermediarios de distinto tipo y tamaño, empresas de alarmas y de matones fascistas de la “desokupación”, instituciones y empresas públicas, un sin fin de grandes, medianos y pequeños rentistas... y así podríamos seguir un buen rato. Precios de alquiler y compra por las nubes, sí, pero también desahucios legales e ilegales, hacinamiento e infravivienda, cortes de suministros, filtros racistas y clasistas en el acceso, etc. Y ese negocio deriva de que la vivienda se produce como se producen y gestionan los recursos en el sistema capitalista: como mercancías, como algo por lo que hay que pagar para que sea rentable.
Remarcar la diversidad de agentes y la naturaleza estructural del problema podría resultar superfluo si no fuese por la extensión de un relato interesado que, ante la dificultad de identificar un único enemigo claro, decide simplemente inventarse el diagnóstico: el mercado de la vivienda estaría copado por una élite de grandes fondos buitre (extranjeros para más inri), grandes bancos y enormes rentistas cuya especulación, usura y avaricia sería la causa del problema de la vivienda. Se trataría de un exceso, una desviación. De paso, el problema se tiende a reducir a aquellas expresiones que afectan también a las clases medias (dificultades para independizarse, por ejemplo), excluyendo o dejando en un segundo plano las que se ceban más bien con sectores más precarios de la clase trabajadora (el hacinamiento, el acoso y las coacciones de las empresas de desokupación, etc).
En Madrid el 85% del mercado del alquiler está en manos de propietarios particulares, de los cuales el 90% puede ser clasificado por sus niveles de renta entre las clases medias
Este relato reúne dos elementos que convienen mucho a los partidos reformistas, que por tanto no dudan en propagarlo. Les permite señalar un enemigo externo al que ellos dicen poder poner coto a través de su actividad gubernamental (cosa que, por otra parte, no ha ocurrido de momento en un grado mínimamente significativo, pese a que están en el gobierno desde hace dos legislaturas). De esta forma, pueden ganarse a distintos sectores de la clase trabajadora y las clases medias afectados. Pero les permite también hacerlo sin problematizar el rol de estas clases medias, que constituyen gran parte de su base electoral, cuyos intereses aspiran a representar, y que participan también del negocio inmobiliario. Por poner un ejemplo, en Madrid el 85% del mercado del alquiler está en manos de propietarios particulares, de los cuales el 90% puede ser clasificado por sus niveles de renta entre las clases medias.
El problema de estos relatos no es solo que sean falsos, sino las conclusiones políticas a las que conducen. Si el problema de la vivienda es generado por una reducida élite oligárquica, bastará con eliminarla o poner coto a su actividad especulativa y su avaricia para resolver el problema. Si se reduce a los alquileres elevados, bastará con dar ayudas económicas (que terminan en manos de los rentistas), o con unas tímidas regulaciones para que los inquilinos puedan pagar. Si el problema es la avaricia de los rentistas que ponen precios “desproporcionados”, no se cuestionará la explotación, la imposición de sueldos de miseria ni la precarización de las condiciones de trabajo, eximiendo a los empresarios en general, pequeños y grandes, de su responsabilidad directa en la división de la sociedad en clases y la desposesión estructural de la clase trabajadora.
Si el problema son grandes fondos buitre extranjeros, habrá que ponerles trabas a estos que no apliquen para los pequeños o “buenos” rentistas, o incluso darles ayudas o exenciones fiscales porque, pobrecitos, no van a tener que soportar ellos el peso de una crisis generada por otros, no son una ONG. A las ONG y empresas “sociales”, por otro lado, también habrá que darles subvenciones por gestionar recursos de miseria como albergues temporales, ya que conviene ocultar esa miseria, y no hay mejor forma de hacerlo que convirtiendo también su gestión en un negocio rentable.
Si el problema es de escasez (aunque según el INE haya 3,8 millones de viviendas vacías en todo el Estado) bastará estimular la construcción de la única forma posible en el marco capitalista actual: facilitando y alimentando el negocio de la vivienda con una (des)regulación favorable y con subvenciones millonarias en forma de suelo y dinero públicos a constructoras, promotoras e inmobiliarias. Bajo los eufemismos de “colaboración público-privada” y “vivienda asequible”, en este tipo de medida convergen las políticas de vivienda del PP a Sumar pasando por el PSOE.
Y sobre el resto, sobre el hacinamiento al que se aboca a los sectores más precarios (como la clase trabajadora migrante), sobre los desahucios por parte de pequeños y medianos rentistas o la propia vivienda pública, sobre la discriminación clasista y racista en el acceso la vivienda pública o al mercado del alquiler, o sobre la violencia y los desahucios ilegales de los grupos de desokupación fascistas, bastará con guardar silencio.
Confundir así la parte por el todo (o inventarnos el relato) conduce a que el rechazo que generan las expresiones más extremas del problema no sirvan para señalar e impugnar la lógica general, la raíz que los genera, sino para legitimarlas. La vivienda como mercancía, la propiedad privada, la división de la sociedad en clases se dan por buenas, por supuestas, o por inevitables, reforzando la idea de que estas manifestaciones extremas son excesos o desviaciones corregibles a través de parches desde el Estado.
Bajo los eufemismos de “colaboración público-privada” y “vivienda asequible”, en este tipo de medida convergen las políticas de vivienda del PP a Sumar pasando por el PSOE
Y no solo se legitima la vivienda como mercancía, sino el proceso de empobrecimiento de las clases trabajadoras y parte de las clases medias: el reverso de que el centro lo ocupen los problemas relacionados con el alquiler es la normalización de que muchos sectores no podrán aspirar siquiera a la vivienda en propiedad, una modalidad de acceso que ni ha sido nunca universal ni está exenta de problemas (como el endeudamiento o las oleadas de desahucios por ejecuciones hipotecarias), pero que daba mayor estabilidad a sectores hoy abocados salarios cada vez más bajos, inflación, alquileres inestables y viviendas de peor calidad. Diciendo esto no se está proponiendo volver a una supuestamente idílica sociedad de propietarios o de clases medias, sino que se señala que incluso quienes solo se proponen poner parches y sostener la posición de las clases medias, en realidad aceptan acríticamente su proceso de empobrecimiento y pretenden únicamente edulcorarlo.
Es con este tipo de relatos que los partidos políticos capitalistas, de izquierdas y de derechas, utilizan la crisis de vivienda para seguir alimentando el negocio de la vivienda que la genera. Para seguir haciendo de la vivienda una mercancía rentable para sus mismos responsables. Aunque discrepen sobre su precio o gestión, ninguna fuerza política de las hoy existentes da aquí la nota discordante. Oculto entre una diversidad, un conflicto y un antagonismo que son solo aparentes, ese es el gran consenso político: que la vivienda siga siendo un negocio.
¿Qué significa acabar con el negocio de la vivienda?
Sigamos con otra obviedad: acabar con el negocio de la vivienda no es lo mismo que regular ese negocio. No es estipular qué precio debe tener la vivienda ni con qué número de viviendas se puede hacer negocio, o distinguir entre quién puede y quien no hacer negocio con la vivienda, no es pautar como ese negocio va a seguir existiendo. Hagamos un paralelismo: acabar con la esclavitud no consiste en regular cuantos esclavos puede tener cada esclavista o cuantos latigazos puede darles, ni en que solamente el Estado o empresas que trabajen para él puedan utilizar esclavos. Significa que nadie más sea esclavo, y que nadie pueda tener esclavos. Acabar con el negocio de la vivienda significa que nadie más tenga que pagar para acceder y disfrutar de una vivienda en condiciones dignas, que se deja de hacer negocio con la ella, de obtener beneficio económico de poseer o gestionar viviendas vivienda o los medios para construirlas. Acabar con el negocio de la vivienda significa, por tanto, instaurar un sistema de vivienda de acceso universal, gratuito y de calidad.
Respecto a esto, dos apuntes. Primero: la posibilidad de un sistema de vivienda de estas características no es un sueño utópico. Existen ya hoy las capacidades para garantizarlo. Existen ya los recursos materiales, conocimientos, tecnologías que lo hacen posible. El desarrollo histórico y los últimos siglos de desarrollo capitalista han desplegado una capacidad productiva nunca antes vista en la historia: a diferencia de épocas pasadas donde sí se daba una escasez material, hoy ese no es el problema. Pongamos solo un ejemplo: los 3,8 millones de viviendas vacías en todo el Estado. Ciudades como Madrid y Barcelona tienen vacías en torno al 10% del total de viviendas, lo que supone cientos de miles de viviendas vacías allí donde el problema se presenta de forma más aguda. Lo único que impide poner esas capacidades y recursos al servicio de las necesidades sociales, son las relaciones capitalistas que todo lo convierten en un negocio a costa de la destrucción ambiental, la explotación y desposesión de la clase trabajadora, y el Estado que las blinda.
Ciudades como Madrid y Barcelona tienen vacías en torno al 10% del total de viviendas, lo que supone cientos de miles de viviendas vacías allí donde el problema se presenta de forma más aguda
Segundo: esto, pese a ser ya hoy materialmente posible, es fácil tacharlo de maximalista. Es tan evidente que no es realizable en el marco del sistema capitalista, como que este sistema no se va a derrumbar mañana. “¡No podemos esperar a acabar con el capitalismo para solucionar este drama!”, se nos podría decir. En realidad, los comunistas tampoco queremos esperar. Pero claro, eso al capitalismo le importa poco. Analizar de forma realista y rigurosa cual es la raíz del problema de la vivienda y concluir que su solución requiere de un cambio estructural que, efectivamente, es todavía lejano, no implica caer en un derrotismo nihilista, ni un rechazo a la lucha por reformas o mejoras parciales realizables en un futuro más cercano, que puedan aliviar un poco la situación. Implica, solamente, que si queremos resolver el drama de la vivienda de raíz, debemos pensar en los medios necesarios para ello, en cuál es la estrategia y las herramientas adecuadas para avanzar en esa dirección, sin renunciar al objetivo final por más que sea todavía un horizonte lejano.
¿Cómo acabamos con el negocio de la vivienda?
Empecemos de nuevo con como no se puede acabar con el negocio de la vivienda. Podemos pensar que aunque determinada reforma concreta (como la paralización de los desahucios o la regulación de los alquileres, por decir alguna) no acabe con él ni solucione el problema de raíz, esto si puede hacerse con una acumulación progresiva de reformas. A continuación, voy a tratar de argumentar que esto es imposible. Para prevenir la acusación de maximalismo o radicalismo vacío, explicito desde ya que esto no significa que la lucha por reformas estén necesariamente reñidas con ese objetivo final, sino que de hecho, si se dan ciertas ciertas condiciones en las que luego entraremos, pueden ser una herramienta más para avanzar hacia él, y una fundamental. Pero abordemos la cuestión de una forma más general antes de entrar en esos matices.
De poco nos sirven los ejemplos que nos dan las reformas que hay actualmente sobre la mesa, pues son más propaganda electoral que verdaderas reformas con efectos tangibles. Esto es lo que vemos cuando los partidos progresistas y su ecosistema mediático presumen de que las regulaciones del precio del alquiler han hecho bajar en Cataluña el precio del alquiler un 5,9%, pero obvian que esa estadística deja fuera el 65% de la oferta en Barcelona sobre la que la Ley no establece limitación alguna (los alquileres temporales o por habitaciones).
Pensemos en reformas más ambiciosas. Podemos tomar de ejemplo las reivindicaciones de la movilización del 5A: bajada de alquileres, paralización de desahucios, desmantelamiento de las empresas de desokupación... Sin duda, mejorarían sustancialmente las condiciones de vida de la clase trabajadora y las condiciones para seguir luchando. ¿Cuál es el problema?
En primer lugar, que estas reformas no las conseguirá el reformismo con su papel de gobernante de los estados capitalistas. Realmente, el reformismo por sí mismo nunca ha conseguido nada significativo: cuando aparentemente lo ha hecho, como en la Europa post II Guerra Mundial con la construcción de los Estados del Bienestar, esas reformas eran en realidad concesiones que se hacían por la existencia de un movimiento obrero fuerte que constituía un peligro revolucionario y disponía de un contramodelo en el bloque socialista (por muchas críticas o límites que le queramos y debamos señalar a estas experiencias). Sin esa amenaza, y más en una situación de crisis que no permite grandes despilfarros, las clases dominantes no tienen por qué plantearse concesiones significativas y el reformismo fracasa una y otra vez. No parece, por tanto, que ese tipo de reivindicaciones que aparentemente podrían aplicarse de inmediato, vayan a hacerlo realmente. Incluso para conseguir este tipo de reformas, necesitamos un movimiento revolucionario que amenace su orden político y económico, y no solo cambiar al partido en el gobierno o la presión desde luchas sectoriales por esas mejoras inmediatas.
Los partidos progresistas presumen de que las regulaciones del precio del alquiler han hecho bajar en Cataluña el precio del alquiler un 5,9%, pero obvian que esa estadística deja fuera el 65% de la oferta en Barcelona, los pisos temporales y el alquiler por habitaciones
Por otro lado, porque aun en caso de alcanzarse, mientras los recursos para satisfacer nuestras necesidades (como las propias viviendas) estén en manos de empresarios y rentistas, y mientras estos cuenten con el respaldo del Estado para la defensa de su propiedad privada e intereses, estos recursos seguirán secuestrados. Seguirán siendo utilizados en función de intereses privados (y no para la satisfacción de necesidades sociales) y el problema se expresará de una forma u otra.
Estamos acostumbrados a ver a rentistas y tertulianos escandalizarse en platós de televisión y amenazar con retirar las viviendas del mercado si se toman medidas que limiten su negocio. Evidentemente no lo hacen: saben que esas medidas sobre las que ponen el grito en el cielo no hacen ni cosquillas a sus intereses económicos, y su intención es únicamente la guerra cultural contra toda medida que cuestione la sagrada libertad del mercado. Pero la cuestión es que podrían hacerlo. Podrían incluso utilizarlo a la manera de los cierres patronales, para agravar la crisis como medida de presión en defensa de sus intereses. También podrían desplazar ese negocio, como ya se ve con el alquiler de temporada y por habitaciones, podrían dejar de alquilarlas y venderlas, podría también generarse un mercado negro. A esto, los defensores de la vía reformista, propondrían responder con una escalada de regulaciones y sanciones que limitasen cada vez más su capacidad de maniobra. Lanzarán incluso su órdago: la expropiación. Y a su vez, los sectores más radicales o movimentistas propondrán que esa expropiación ponga las viviendas bajo control de sindicatos o cooperativas de vivienda. En estas últimas se aprecia cierta lucidez que apunta a la necesidad de arrebatar a las clases propietarias el control de los recursos para ponerlos al servicio de las necesidades sociales. Pero aun así, es un arma de doble filo.
Quienes defienden esta postura de que una acumulación progresiva de reformas, vengan estas del propio Estado o de la lucha sindical, pueden terminar provocando cambios estructurales como sería el acabar con el negocio de la vivienda, parten de una concepción equivocada del Estado como un aparato neutral que puede tomarse y usarse para esos fines. Pero el Estado actual es un Estado de clase, un Estado capitalista. Esto no significa que sea un ente absolutamente monolítico, o el administrador privado de un puñado reducido de burgueses y rentistas, sino que puede integrar reivindicaciones de otras clases y sectores como más convenga a la estabilidad del régimen, siempre que estas tengan cabida dentro de un “pacto social burgués” que mantenga en pie lo fundamental: la propiedad privada y el poder en manos de los capitalistas. Si no tenemos en cuenta esto, las reivindicaciones aparentemente más ambiciosas como la expropiación de viviendas y su gestión por los sindicatos de vivienda, se convierten en una propuesta de integración de estos sindicatos en el Estado capitalista, como ocurre ya con las grandes burocracias sindicales como CCOO y UGT.
Si queremos acabar con el negocio de la vivienda, no se trata solo de proponer reivindicaciones o luchar por mejoras concretas, cosa que se puede hacer desde las luchas sectoriales, sino de proponer un modelo de sociedad y una forma de autogobierno en que también las reivindicaciones más ambiciosas puedan realizarse, en la que sea posible que la vivienda deje de ser un negocio y garantizar un bienestar universal. Ese modelo de sociedad de bienestar y derechos universales, sin clases ni opresiones y en donde los recursos materiales, como las viviendas, se pongan al servicio de las necesidades sociales de forma democrática es a lo que llamamos socialismo.
Pero la forma de gobierno para llegar a él no puede ser el Estado capitalista, que está estructuralmente atado a la defensa de la propiedad privada y la acumulación capitalista. El Estado no es capitalista solo porque lo gobiernen capitalistas, sino que depende de que la economía vaya bien (es decir, que al capital le vaya bien) para financiarse a través de impuestos y poder hacer gasto social o mantener su propia estructura administrativa y represiva (o pagar los intereses de los préstamos adquiridos en los mercados financieros). La acumulación de capital es el suelo que pisa y del que se alimenta. Aunque el Estado pudiese en términos ideales desmercantilizar parcialmente la vivienda a través de un amplio parque de vivienda pública, sostener ese sistema dependerá de que al capitalismo le vaya bien para que no sea desmantelado con la próxima crisis y poder financiarlo, cosa que haría a través de la explotación de la clase trabajadora aquí o en la periferia global.
Además, los Estados liberales tienen como uno de sus pilares la propiedad privada como derecho sobre el que se sostienen todos los demás, manteniendo la esfera económica separada de la política, y también la separación de poderes blinda ese derecho al control democrático. Es decir, ni en el más “democrático” de los Estados capitalistas se decide democráticamente qué se va a producir y cómo se va a distribuir. Se asume que no es competencia del Estado sino del mercado y de los propietarios decidir qué hacer con su propiedad privada. Esto incluye, claro, la vivienda.
Partiendo de esta caracterización del Estado y de la vieja consigna según la cual “la emancipación de la clase trabajadora será obra de la clase trabajadora misma”, ¿cuál es entonces la alternativa al dominio político y económico de los capitalistas? La conquista del poder político por parte de la propia clase trabajadora organizada, entendiendo como tal la destrucción del aparato del Estado capitalista (la disolución de su policía, su ejército, su judicatura, su burocracia, etc) y la instauración de una nueva forma de gobierno en que la mayoría explotada tenga democracia plena y pueda imponer sus intereses a la minoría explotadora.
A esa nueva forma de gobierno es a lo que llamamos Estado Socialista. Esta forma de gobierno no elimina mágicamente las clases y opresiones, sino que da a la clase trabajadora el poder político de forma que pueda aplicar un programa de transición al socialismo. Permite expropiar y socializar la riqueza, decidir en común y democráticamente qué se produce y cómo se distribuye, decidir racionalmente a qué necesidades sociales se atiende con los recursos disponibles.
Solo a través de esta conquista del poder político es posible implantar un sistema de vivienda de acceso gratuito y universal. Solo al destruir el Estado y construir un Estado Socialista, se acaba con esa separación entre política y economía que mantiene la propiedad privada en un pedestal fuera del control democrático por parte de la sociedad, y es posible implantar las medidas que permitan avanzar en esa dirección: la policía que hoy defiende la propiedad privada y ejecuta los desahucios quedaría disuelta y estos se podrían prohibir de manera efectiva, se podría legalizar totalmente la ocupación de viviendas vacías, se podría expropiar y socializar vivienda de grandes propietarios o destinada a usos antisociales, así como los recursos para su mantenimiento, se podría eliminar todo filtro discriminatorio en el acceso a esas viviendas socializadas, etc.
Esta conclusión no cambia mucho si pensamos que esa acumulación de reformas o pequeñas victorias no vendría de la mano del estado y los partidos reformistas, sino que podría obtenerse a través de la autoorganización, la lucha sindical o la acción directa, o de una combinación de estas dos vías. No hay táctica sindical o herramienta de acción directa que pueda rebajar poco a poco el precio de la vivienda hasta reducirlo a cero o que pueda ir okupando una casa tras otra hasta liberarlas todas de las garras del mercado, ni una combinación de ambas que disuada a los propietarios de hacer negocio con la vivienda. Pensar que esto es posible olvida la existencia del Estado, pues su función es la defensa de la propiedad privada y no va a quedarse de brazos cruzados observando: usará su monopolio de la violencia para reprimir estos movimientos con la dureza que sea necesaria mucho antes de que se acerquen siquiera a este objetivo. Quien no asuma conscientemente la necesidad de la lucha política revolucionaria para la destrucción del Estado, y se dote de las herramientas necesarias para ello, está condenado bien a la irrelevancia, bien a la represión que lo desarticule o impida avanzar, o bien al reconocimiento mutuo que legitima al Estado y limita la amplitud de las conquistas a lo asumible por este. Este problema estratégico no se resuelve con innovaciones tácticas o herramientas sindicales.
Construir las herramientas
Decir lo anterior tampoco significa que esa vía para pelear por mejoras inmediatas, la de la organización y la lucha contra empresarios y rentistas, no sea superior a la del lobby de presión institucional, el partido reformista enquistado en el Estado o los intentos de conciliar intereses de clase. Para los comunistas siempre es motivo de celebración que una mejora provenga de la organización y el conflicto. Estas pueden servir como escuela de lucha, incluso aportar mucho a esa lucha política revolucionaria que sí permita apuntar a la superación del orden político y económico capitalista y superar el problema de raíz. Los comunistas nunca rechazado por principio la lucha por reformas o la lucha económica y sindical. Al contrario, estas pueden ser una buena forma de unificar a la clase trabajadora, enfrentarla a la burguesía y los rentistas, y tomar conciencia de la necesidad de un cambio estructural. Pero para que la lucha por reformas cumpla estas funciones y sirva así a los objetivos finales, en lugar de ser un reparto de migajas a cambio de sumisión o un medio para integrar y desactivar esas luchas, se tienen que dar una serie de condiciones:
Primero, deben señalar contradicciones capitalistas, vinculando cada problema concreto con su raíz estructural, y la insuficiencia de las propias reformas. Debe generarse la conciencia de que es imposible conseguir soluciones definitivas dentro del capitalismo, a la par que señalar la utilidad de la organización y la lucha para obtener mejoras. Esto no implica que no puedan celebrarse pequeñas victorias, pero la celebración autocomplaciente y su exageración alimentará la ilusión de que es posible solucionar el problema de la vivienda a través de parches. Cada reforma, aunque se celebre, de ser señalada como algo limitado, parcial y temporal.
En segundo lugar, deben combatir cualquier forma de división o discriminación y guiarse por criterios de universalidad y gratuidad. Porque, además de ser coherentes con nuestro objetivo (acabar con toda forma de opresión), el poder de la clase trabajadora reside en su asociación, mientras que el del capital, reside en mantener la competencia y la división entre nosotras. No podemos luchar por mejoras para unos a cambio de empeorar las condiciones para otros, ya que eso contribuye a esa división. Las luchas concretas tienen que contribuir a combatir las opresiones que dividen a la clase y a eliminar las divisiones entre sectores o estratos, como puede ser las divisiones entre hipotecados, inquilinos y okupas, o entre nativos y migrantes.
En tercer lugar, la lucha por reformas y las reformas obtenidas deben mejorar las condiciones para la organización. Si no hay soluciones reales dentro del capitalismo y necesitamos extender la organización para acabar con él, no podemos aceptar “mejoras” a cambio de empeorar las condiciones para organizarnos, a cambio de desarmarnos. Esto es algo muy amplio, que incluye reforzar las propias organizaciones de lucha como los sindicatos. Pero también que debe ponerse siempre encima de la mesa la lucha por los derechos políticos, por espacios en los que organizarnos o contra la represión, no centrándonos únicamente en reivindicaciones económicas.
En cuarto lugar, las reformas deben ser a costa de la ganancia de empresarios y rentistas. De nada nos sirve que se redistribuya miseria entre pobres, o se endeude más el Estado y lo terminemos pagando con recortes más adelante, las mejoras reales solo pueden provenir de asaltar la ganancia capitalista. No sirve a nuestros objetivos, por poner un ejemplo muy obvio, que se den “ayudas al alquiler”, ya que es dinero que igualmente se nos cobra a través de impuestos y termina en el bolsillo de los rentistas. Si planteamos algún tipo de reforma en el que paguemos menos alquiler, no pueden quitárnoslo por otro lado: tienen que ser los rentistas los que pasen a ganar menos, sin contrapartidas. Por el mismo motivo, no nos vale con el desenlace vivido en Casa Orsola, comprada por el Ayuntamiento de Barcelona garantizando el beneficio para el propietario. Hoy nuestras luchas no hacen ni cosquillas a la ganancia a nivel global, pero aun así remarcar esto contribuye a unificar a la clase trabajadora y enfrentarla a burgueses y rentistas, ya que permite explicitar que son ellos quienes tienen que vivir peor para que se pueda garantizar un bienestar mayor para el resto.
Muchas de las reivindicaciones y consignas que este 5 de abril se ponen sobre la mesa cumplen, de hecho, con estos criterios. Pero hay otra condición, otra tarea inmediata y urgente, que movilizaciones y movimientos de este tipo no pueden abordar por sí solas. Hemos insistido ya en que la única vía para la implantación de un sistema de vivienda gratuito, universal y de calidad es la conquista del poder político. Hace falta dar también una lucha política revolucionaria, consciente de la necesidad de la superación del capitalismo y de la conquista del poder político para ello.
Esta lucha no puede librarse directamente desde las propias luchas económicas o sectoriales, como la lucha por la vivienda. Estas siempre serán diversas, agruparán a toda persona que quiera luchar contra los rentistas por sus intereses inmediatos. Y esto es positivo, ya que permite una primera experiencia de organización y lucha a quien no tiene por qué ser consciente todavía de la raíz estructural del problema de la vivienda. Pero implica también que no todos serán revolucionarios. De hecho, el sentido común hegemónico es el reformista, por lo que los revolucionarios serán una minoría. Así, los objetivos finales, la propuesta de un modelo de sociedad alternativo al capitalismo, no puede surgir directamente de estos sindicatos. Esto no es una crítica a la actividad o voluntad de sus militantes individuales, sino una limitación objetiva de las luchas económicas, de los sindicatos.
¿Quién puede entonces poner encima de la mesa esos objetivos finales? La organización política revolucionaria. Una alternativa política revolucionaria, un partido propio de la clase trabajadora y que represente sus intereses, de un partido revolucionario opuesto a todos los partidos capitalistas. Y que sea parte de todas las luchas de la clase trabajadora en defensa de sus intereses, fortaleciéndolas al tiempo que señala la raíz de las miserias que combaten y los medios para acabar con ellas, cambiando ese sentido común reformista hoy hegemónico por uno revolucionario. Esta es la herramienta fundamental capaz de dar cuerpo y servir de altavoz a esa lucha política revolucionaria, de plantear un modelo de sociedad alternativo al capitalismo, en donde también las reivindicaciones más ambiciosas sean realizables.
Algo así, todavía no existe hoy. Y sin ello, por más que las luchas económicas o sectoriales adopten los criterios antes mencionados en su lucha por reformas y por más que adopten un discurso radical, seguirán siendo los partidos reformistas los que podrán seguir capitalizando estas luchas. Seguirán integrando nuestras reivindicaciones en su programa de reforma a través del Estado que fracasará una y otra vez en dar soluciones reales, desmovilizando por el camino.
Construir esta alternativa política revolucionaria es, por tanto, la más urgente de las tareas.