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Ya no sabemos ni contar lo que nos pasa. Hemos normalizado que los contratos se renuevan con la frecuencia con la que la ropa interior se lava en la lavadora. Cambiamos tanto de compañeros que ni de coña nos acordamos de los nombres de todos. Sus rostros se diluyen como los desconocidos con los que te abrazas una noche de borrachera. Al menos, en el colegio y en la uni, te daban una orla para poder recordarles. Graduación de 2012. Contratación de octubre de 2020.
Los jóvenes que vamos de curro en curro no hemos experimentado esa sensación tan bien representada en películas como Los lunes al sol o Full monty. Somos demasiado bisoños para haber encadenado meses improductivos, en los que la vida, orientada al trabajo, parece ponerse en suspenso y se cuestiona su sentido. ¿Qué soy sino un trabajador? ¿A qué me dedico? ¿Para qué sirvo?
Algunos de nosotros no hemos tenido tiempo para hacernos esas preguntas. Hay quien dirá que eso ya es un privilegio. En el currículum lo exhibimos más o menos orgullosos. ¿Experiencia? Tres páginas y media. ¿Versatilidad? Toda. ¿Flexibilidad? Circense.
Acostumbrados a este oca a oca, a solo estar un lunes de cada dos al sol, aplicamos ansiosos a cada oferta de mierda de Job Today, actualizamos nuestro currículum en Linkedn y aceptamos pagar cursos falsos y másters carísimos para que nos cuenten horas de prácticas. Otra credencial que sumar a la hoja de servicios. Más cursos que CCC, más curros que Homer Simpson.
La mejor fotografía del mercado de trabajo la dan las multitudes de aspirantes que se presentan para ganar una plaza en Correos. Aprobar unas oposiciones es la nueva casa en Torrevieja
Un trabajo, por muy precario y basura que sea, sigue siendo un plan. El plan. La razón por la que levantarse pronto por las mañanas. La respuesta ante el horrible interrogante con el que te abordará tu familia en Navidad. ¿Qué haces con tu vida? ¿A qué te dedicas? ¿Para qué sirves? De entre todas las opciones posibles (“estoy en la FNAC mientras me sale algo de lo mío”, “terminando el máster y el curso de photoshop en ruso por correspondencia”, “hago prácticas a cambio de experiencia y cartas de recomendación”) nunca está la de “nada, prefiero esperar a dedicar mi tiempo a una ocupación tan indigna, absurda, precaria, temporal y mal pagada que me dan ganas de llorar y robar”.
A pesar de que el trabajo, con derechos y sin ellos, nos machaca, nos quita horas para lo importante, nos deprime, nos impide ver a los nuestros y hace de nuestra vida una especie de triatlón inacabable, no somos capaces de escapar de su capa de ozono. No somos masocas, solo tenemos el vicio, como se suele decir, de comer. De cotizar. De aspirar a una pensión. De tirar pa'lante.
La mejor fotografía del mercado de trabajo la dan las multitudes de aspirantes que se presentan para ganar una plaza en Correos. Aprobar unas oposiciones es la nueva casa en Torrevieja. Somos capaces de sacrificar los mejores años de nuestra existencia para poder saber con certeza que, de lunes a viernes y de 7:00 a 15:00, habrá un ordenador, un café y una silla de escritorio que llevarán nuestro nombre. Tenemos el vicio de comer, o incluso de procrear y casarnos. La brillantísima sociedad del siglo XXI, que sabe preparar un helado en medio minuto con hidrógeno líquido, todavía no ha considerado seriamente pararse a reflexionar sobre este viaje desbocado a ninguna parte.
El recientemente fallecido David Graeber definía con acierto a los trabajos de mierda no como aquellos que suelen considerarse una basura (los riders, los teleoperadores, las limpiadoras, etc) sino como “empleos tan carentes de sentido, tan innecesarios o tan perniciosos que ni siquiera el propio trabajador es capaz de justificar su existencia, a pesar de que, como parte de las condiciones de empleo, dicho trabajador se siente obligado fingir que no es así”. Los jóvenes que somos dados de alta y de baja en la seguridad social somos especialmente conscientes de esa paradoja: pasamos de empleos sin sentido que nos traen por la calle de la amargura a suplicar y penar por recuperarlos.
Global
David Graeber sobre mitos antropológicos, tecnoutopías y ecofascismo
Cuando el trabajo es un privilegio, su búsqueda una jungla, su conservación una utopía y su alternativa una inexistencia, parece que cuestionar su razón de ser es secundario. Antaño los trabajos proporcionaban identidad, certezas, relatos vitales, pasado, presente y futuro. Ahora son una patada hacia adelante en la que entras, sales, te abres paso a codazos y sobrevives porque, a pesar de los helados con hidrógeno líquido, no se nos ha ocurrido una idea mejor para gastar nuestro tiempo.
Hablar de trabajo, como de dinero, es un tabú. Por eso, cuando lo tienes, te da no se qué quejarte. Eres un privilegiado. Todos los meses llega una nómina a tu cuenta corriente. Puedes pagar la luz, el agua, la casa. Comprarte ropa en Primark. Tomarte una caña.
A cambio de esos lujos de conde, duque y marqués… ¿quién no sacrificaría horas de sueño, amigos, o se expondría a tumba abierta a la ansiedad, el estrés, el aburrimiento, el cabreo o la alienación? Son gajes del oficio, heridas de guerra, externalidades negativas. Lo bueno, además, de la intermitencia es que no tienes demasiadas oportunidades de rendirte y mandarlo todo al carajo. Cada dos lunes, podrás respirar, reflexionar y disfrutar de tu descanso forzoso mientras, con un precioso bronceado, improvisas otro plan. Un guión definitivo que, como se canta en una canción infame con treinta y ocho millones de escuchas, no tenemos más remedio que olvidar.
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Una reflexión muy buena y necesaria en los tiempos que corren. Hoy más que nunca:
¡¡PUTO TRABAJO!!
Me hace gracia lo de "más curros que Homer Simpson" cuando precisamente el trabajo de Homer es hoy una utopía inalcanzable: un trabajo útil, ya que genera energía para el pueblo de Springfield; bien pagado, pues Homer mantiene a una familia de cinco personas con su sueldo, incluyendo casa y coche; un trabajo que no requiere cualificación, y que, pese a ser un inútil integral, Homer ha conseguido mantener durante 20 años. Muchos matarían hoy día por la vida de Homer.
Los empresarios hacen zapping con los trabajadores en empresas satelites de importantes conglomerados que a su vez hacen zapping con ellos ,al final queda una estela de deudas a proveedores clientes y trabajadores.
Es la nueva economia de juguetes rotos