Opinión
Frente al antisemitismo, Palestina libre

Los muros contra los, las y les otres, como el construido por Israel, se erigen como hipérbole del miedo a la pérdida de control en el interior de cada cual y en el Estado.
Galeria Acampada Palestina Madrid - 13
Intervención en una estatua en la acampada universitaria propalestina en Madrid. Álvaro Minguito
1 jun 2024 05:42

“Los antisemitas serán nuestros mejores amigos,
y los países antisemitas nuestros aliados”.

Theodor Herzl

En la tarde del pasado sábado 25 de mayo, en la acampada por Palestina en la Universidad Complutense de Madrid se lanzaba una alerta por la presencia de un grupo fascista amenazando al estudiantado con palos. La policía detuvo finalmente a tres de estos neonazis, de quienes se ha informado que pertenecen al grupo ultra Núcleo Nacional, caracterizado por sus proclamas antisemitas y su revisionismo respecto al Holocausto. Los ataques de grupos supremacistas nazis a las acampadas universitarias comenzaron en Estados Unidos y se han ido extendiendo por Europa en las últimas semanas.

El martes 28 de mayo, tan solo dos días después de la espantosa matanza del campo de refugiados de Rafah, con decenas de personas asesinadas y quemadas vivas, incluidos niños/as, Santiago Abascal, líder de Vox, se reunía en Israel con Benjamin Netanyahu para defender su “firmeza” y su derecho a lanzar “operaciones de autodefensa”. Le acompañaba el europarlamentario de Vox, Herman Tertsch, hijo de un destacado militante de las SA a finales de los años treinta.

Franco alababa en 1939 la expulsión de las y los sefarditas de la península, describiendo a los judíos como “una raza marcada por la codicia”. Ya entonces los fascistas eran conspiranoicos. En los primeros años cuarenta, los años del Holocausto, el franquismo actuaría contra el supuesto complot judeo-masónico mediante censos policiales de personas judías en estrecha colaboración con el régimen nazi. Hoy los nostálgicos del franquismo corren a estrechar la mano de Netanyahu tras su última matanza, y resulta tristemente coherente.

Recuerdo escuchar a otros niños en Madrid, cuando era pequeño, utilizar la palabra “judío” como un insulto para calificar a alguien de cierta racanería. Es algo que hace apenas unos meses volví a escuchar a una mujer en una cafetería. España es un país donde el antisemitismo ha perdurado, de manera latente, desde los progromos iniciados en Sevilla en 1391 y la expulsión de los judíos de 1492, hasta las persecuciones franquistas. Pervive en el lenguaje y en expresiones peyorativas como estas, pervive en el auge de la extrema derecha. Desde la teoría decolonial, Aníbal Quijano ha señalado el antisemitismo hispano, en tiempos de las primeras limpiezas étnicas modernas contra judíos y musulmanes, como el momento de “la invención de la raza”. Aquello habría dado inicio a una racialización de las personas que atravesaría el sistema colonial y su estructura política, social y económica, hasta nuestros días.

A nadie se le escapa que, como país de hondas tradiciones católicas, los prejuicios “contra el pueblo que mató a Cristo” se cuelen inevitablemente por los intersticios del animal mito-histórico que somos. Más allá del odio religioso o el nacionalismo, Hannah Arendt insistía en comprender el antisemitismo moderno atendiendo también a su contemporaneidad, pues con el transcurso del tiempo aparecían nuevos rasgos.

Para Arendt, en el antisemitismo moderno toma gran importancia la moderna teoría conspiranoica de “la secreta Judá”, una supuesta fuerza internacional dominante a inicios del siglo XX

Al menos desde la Ilustración, los debates en torno a la llamada cuestión judía en Europa nos han ayudado a pensar la identidad en el marco de las exigencias asimilacionistas y las rendiciones ante ello. Arendt consideraba que la Ilustración suministraba la base teórica del antisemitismo moderno al transformar toda la pluralidad de las diversas personas de origen judío en la abstracción universal del judío. Lo que se esgrimía como renuncia a la superstición religiosa, derivada de los deseos de emancipación frente al Antiguo Régimen, escondía también sin embargo la continuidad de un proyecto teológico-político de raíz cristiana en el marco de las nuevas identidades nacionales. El proyecto moderno resultaba refractario a una comunidad sin Estado como la judía, desarmada y perseguida, habituada a reacomodarse en la cohabitación cultural, abierta a la diferencia, conocedora y respetuosa de la alteridad desde la propia experiencia de redefinición continua, así como especialmente sutil en sus críticas al marco de la razón de Estado que arrasaba con cualquier otra concepción de la política en Europa.

Esta animadversión hacia una tradición de pensamiento alternativa tan potente como la judía era necesaria a la hora de impulsar un proyecto europeo sustentado sobre el Estado-nación moderno, el capitalismo y el colonialismo que, como bien explica entre otras Silvia Federici, bajo el control del patriarcado, habría dado comienzo en torno a la fecha simbólica de 1492. En vísperas de las revoluciones industriales, agitando dialécticamente las emancipaciones contenidas en la Ilustración, tomaría nuevos bríos enfrentando entre otras la cuestión judía.

Las imposibles exigencias de asimilación siguen hoy cerniéndose sobre las personas migrantes en nuestro país mediante el racismo institucional, de las redadas a los CIE, todo ello con el trasfondo de una estructura política y socioeconómica racializada. Bajo la promesa de la naturalización ciudadana, se esconde nuevamente la secularización en falso del Estado moderno, heredando las funciones que las hermandades y los predicadores tuvieron en su momento a la hora de buscar la cristianización de quienes seguían la fe judía.

Para Arendt, en el antisemitismo moderno toma gran importancia la moderna teoría conspiranoica de “la secreta Judá”, una supuesta fuerza internacional dominante a inicios del siglo XX. Durante 2.000 años el pueblo judío careció de Estado propio o lengua unificada, y en vísperas de la I Guerra Mundial su carácter anacional y sus vínculos internacionales les hicieron especialmente sospechosos. “La abierta antipatía por los judíos” corría en paralelo con “el horror por los invertidos”, explicará también Arendt. La fobia hacia la diferencia que habitaba en el complejo interior del individuo europeo en la época de las grandes guerras explicarán buena parte de las monstruosidades de aquel entonces.

Del mismo modo, hoy la extrema derecha acusa conspirativamente de casi todo a las “élites globalistas”, colando subrepticiamente bajo el espantajo de la Agenda 2030 a “los lobbies” feministas, ecologistas, LGTBI y progresistas. Los muros contra los, las y les otres, como el construido por Israel, nos dice Wendy Brown, se erigen como hipérbole del miedo a la pérdida de control en el interior de cada cual y en el Estado. Los flujos e influencias nos atraviesan, desestabilizan nuestras identidades, por eso nos cerramos cada vez más.

Una posible continuidad más del antisemitismo con la extrema derecha actual reside en la reacción frente a las fantasías de omnipotencia y las promesas incumplidas del neoliberalismo. Ante el fracaso de lo prometido, es decir, la soberanía individual y colectiva, el buen trabajo o la prosperidad material, ante el engaño de habernos creído que vendría la felicidad del fin de la historia tras el apocalipsis/salvación de la Modernidad, que diría Bruno Latour, hay que encontrar un chivo expiatorio. Igual que hoy la islamofobia se agita por la extrema derecha como la responsable de este malestar social de época, a finales del siglo XIX, explica Arendt, buena parte de la clase media-baja de países como Alemania, Austria o Francia, encontrarían en las personas judías a las culpables de que la expansión del capital de aquellos años no llegara hasta ellos: “Friedrich Engels observó una vez que los protagonistas del movimiento antisemita de su tiempo eran nobles, y su coro, el aullante populacho de la pequeña burguesía”.

Como rescata López Chaves, en 1944 a Arendt le llegaron a censurar un artículo titulado “El sionismo. Una retrospectiva”, aduciendo que su texto podía contener contenido antisemita. Releerlo hoy resulta instructivo. En realidad Arendt, tras colaborar desde su exilio parisino con una entidad sionista en los años 30, criticaría la corriente sionista triunfante de Theodor Herzl y Leo Pinsker: i) por retomar las mismas estructuras del Estado-nación europeo, basado en en la exclusión de quien no perteneciera a la nación dominante; ii) por la disculpa de estos sionistas hacia los antisemitas que consideraban a los judíos “una nación aparte”, a quienes llegan a solicitar incluso ayuda para integrarse como una más en la comunidad de las naciones; iii) por primero ignorar, y después atacar, a la población árabe de Palestina.

Arendt criticará que el sionismo se construya sobre la hipótesis del antisemitismo eterno a la hora de regir, “como una ley desconocida”, las relaciones entre judíos y no judíos. Con la afirmación de Herzl de que “la nación es un grupo humano (…) cohesionado por un enemigo común” —tan schmittiana antes de Schmitt, y que Arendt considerará “absurda”—, los últimos huecos de la fortaleza nacional estaban completos. Por eso Herzl afirmaba que los antisemitas serían sus amigos, porque les ofrecían la base de su cohesión. Los sionistas se convirtieron en los auténticos heraldos de la asimilación: al fin eran un pueblo como cualquier otro, una nación más en busca de su Estado. Allí estarían protegidos. Con los plutócratas, denunciará Arendt, subidos al mismo barco que las clases populares. Sin ningún anhelo genuinamente democrático, y con los sindicatos judíos despreocupados de la suerte de los trabajadores árabes. A toda esta operación de retirada nacional del sionismo, mientras se busca la protección imperial, primero de los turcos y luego de los británicos, indiferentes también hacia la suerte del resto de judíos del mundo, nuestra autora la denomina como “cobarde”.

Arendt se integraría en el fracasado proyecto político binacional de Judah L. Magnes y el Ihud previo a 1948, desde donde trataría de impulsar la posibilidad de imaginar nuevas formas políticas diferentes al Estado nación. En el homenaje que escribe sobre Magnes, Arendt se lamentaba de que la tradición de justicia del pueblo judío, que había sido “la piedra angular de su existencia espiritual y comunitaria”, se hubiera esfumado durante la construcción del Estado de Israel.

Efectivamente, la riqueza del pensamiento judío nos ha proporcionado recursos contra la omnipotencia en política pues, como explica en este caso Eric Voegelin, se considera a Yahvé como un locus de poder alejado de la Tierra. Para llegar a él no había puentes, es decir, no hay pontificado alguno en el judaísmo. La política no puede ser divinizada. Esto conecta con los antídotos frente a la idolatría recogidos en narraciones centrales de la Torah como la del becerro de oro. Ojo cuando construimos pequeños dioses de barro con nuestras manos, nos dice. Al mismo tiempo, no nos es posible ver al auténtico Dios, más allá de como zarza ardiente. Esto nos da cuenta de una tradición que cuida más el oído, lo musical y sus silencios, que lo visual. Sensible a la riqueza de la vida nocturna y los sueños, la tradición de los profetas resulta reticente a la vigilia y la vigilancia, a las plazas mayores y de toros cristianas, donde a todas y todes se ve. Así, en las juderías contamos con patios y callejuelas, donde solo sabemos si viene alguien si aguzamos el oído. No es por tanto casualidad que Arendt hiciera tanto hincapié en su teoría política a la escucha cuando rescataba la isegoría ateniense. Atenas y Jerusalén como origen dual del pensamiento occidental que el antisemitismo a menudo ha querido borrar.

Desde el mismo mes de octubre del pasado año asistimos a multitudinarias manifestaciones de personas judías frente al genocidio de Israel, especialmente en ciudades norteamericanas. Teóricas de origen judío como Judith Butler o Naomi Klein critican, apelando precisamente a lo más valioso de la tradición de pensamiento judío, la política de ocupación colonial, apartheid y genocidio israelí. Butler, en la apertura de su obra Parting Ways. Jewishness and the Critique of Zionism, es lo suficientemente inteligente y atenta como para matizar que esta tradición no es la única que se puede blandir frente al sionismo en la región. Siguiendo aquí al pensador de origen palestino Edward Said, y en una línea reconocidamente arendtiana, Butler propone pensar la convergencia de dos tradiciones de pensamiento semitas, perseguidas, en una política que se desprenda del nacionalismo, basada en los derechos humanos de las personas refugiadas y en la protección contra toda violencia. Para ello muy posiblemente habría que recuperar también la lectura de Frantz Fanon de la situación colonial, su apuesta por el fin de la cultura nacionalista y los dualismos blanco/negro a la hora de construir nuevas comunidades políticas que dejen atrás la terrible tradición europea del Estado moderno colonial, patriarcal y capitalista.

Por el temor a lo que esta alternativa significa, porque hoy el antisemitismo sigue anidando en el pensamiento de los nuevos fascismos como un molde desde el que destruir la diferencia, los neonazis atacan las acampadas universitarias por Palestina. Esta es la razón también de que los líderes políticos posfranquistas rindan honores a Netanyahu.

Combatir hoy al antisemitismo implica por todo ello decir también Palestina libre.

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