We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Opinión
El problema ruso
Por una vez todos nosotros nos encontramos compartiendo los deseos apenas disimulados del Pentágono, la Casa Blanca y la totalidad del establishment occidental: ¡ojalá un grupo de boyardos pudiera unirse en Moscú en un precioso complot a la antigua para derrocar a Putin y poner fin a una guerra cuyos objetivos siguen siendo difíciles de comprender! Por boyardos me refiero a los altos mandos de las fuerzas armadas y/o a los oligarcas multimillonarios y sus contactos en los servicios de inteligencia y seguridad, a todo un establishment cada vez más incómodo con el hiperactivismo militar de su líder. Sin embargo, incluso si Putin cayera y se detuviera su aventura en Ucrania, persistiría un enorme dilema: el problema de Rusia con el cual Occidente no se ha enfrentado desde el colapso de la Unión Soviética. Dicho en pocas palabras, ¿qué lugar debe ocupar Rusia en un orden mundial más o menos estable? Dadas las vicisitudes del pasado, los Estados pequeños y medianos vecinos de Rusia —desde Lituania hasta Polonia pasando por el resto de los antiguos satélites soviéticos— anhelan que desaparezca del mapa geopolítico. Ello, sin embargo, no es posible.
Una solución alternativa fue planteada por Zbigniew Brzezinski, cuando sugirió convertir a Rusia en un ramillete variado de territorios, abogando incluso por el desmembramiento de Siberia: “Una Rusia laxamente confederada —compuesta por una Rusia europea, una República siberiana y una República del Extremo Oriente— se hallaría en mejores condiciones de cultivar relaciones económicas más estrechas con sus vecinos”. Esta solución era, como mínimo, problemática debido a la presencia de China en el sur de Siberia. Basta con echar un vistazo al mapa: China, un país superpoblado de 1.400 millones de habitantes, cuyas tierras cultivables se hallan sometidas a un alto grado de desertización, limita al norte con Siberia, un interminable espacio de 13 millones de kilómetros cuadrados, que alberga una población de tan sólo 35 millones y posee inmensas reservas minerales y de tierras, que podrían convertirse en fértiles con el deshielo del permafrost. Por sí sola, la presión demográfica sugiere el desplazamiento futuro de las masas humanas. Para la superpotencia emergente, una Siberia empequeñecida y aislada no sería más que un irresistible bocado digno de devorar, un hecho que Estados Unidos encontraría difícil de digerir.
Rusia es simplemente demasiado grande como para convertirse en otro vasallo estadounidense como los demás, pero es demasiado débil para ser una potencia mundial
En cualquier caso, incluso amputada, la Rusia europea seguiría siendo el mayor Estado a este lado de los Urales. En resumen, nuestro irresoluble problema sigue ahí: Rusia es simplemente demasiado grande como para convertirse en otro vasallo estadounidense como los demás, pero es demasiado débil para ser una potencia mundial. No olvidemos que el PIB de Rusia (1,49 billones de dólares) es inferior al de Italia (1,89) y sólo ligeramente superior al de España (1,28). En comparación, el PIB de Alemania es de 3,8 billones de dólares, el de Japón de 5,1 billones, el de China de 14,7 billones y el de Estados Unidos de 20,9 billones. Como escribió Joseph Brodsky en 1976, “junto con todos los complejos de una nación superior, Rusia tiene un gran complejo de inferioridad característico de un pequeño país”.
Estados Unidos no reconoció ni afrontó el problema de Rusia en 1991 tras salir victorioso de la Guerra Fría, pero sí resolvió brillantemente el dilema similar planteado por Japón después de 1945, cuando el enemigo se integró en el nuevo orden mundial. Por supuesto, Japón fue agasajado con dos bombas atómicas para inculcarle una lección indeleble, mientras que, a pesar de todo, no fue posible hacer algo similar con la URSS. Durante la década de 1990, Estados Unidos, victorioso, no logró encontrar un lugar para la Rusia postsoviética. Ahora todos culpan al pasado. Retrospectivamente, unos pocos están dispuestos a admitir que la expansión de la OTAN (y de la UE) hacia el este fue excesivamente precipitada; incluso un liberal ahormado en la Guerra Fría como Thomas Friedman ha escrito que Estados Unidos y la OTAN no son “espectadores inocentes” en la crisis de Ucrania (The New York Times, 21 de febrero de 2022).
Constatar estos hechos puede parecer un ejercicio fútil de remembranza histórica. Pero en estos casos es útil repensar nuestra relación con el pasado. Tal vez se habrían aliviado las masacres, las heridas y las cicatrices de la Partición india (y se habría frenado el ascenso de Narendra Modi al poder), si se hubiera cuestionado críticamente el marco empleado por los británicos para dividir la India en función de la religión: vale la pena recordar a este respecto que la primera partición no tuvo lugar en 1947, sino cuarenta y dos años antes, en 1905, cuando se separó Bengala Oriental, de mayoría musulmana, de Bengala Occidental, de mayoría hindú. Del mismo modo, dado el estado de inestabilidad y guerra endémica que experimenta Oriente Próximo desde hace un siglo, tal vez también deberíamos reexaminar las fronteras trazadas arbitrariamente a puerta cerrada en 1916, totalmente abstraídas de las realidades de la geografía humana del territorio, por la arrogancia de un funcionario británico y de otro francés —Mark Sykes y François-Georges Picot— en su plan de desmembramiento y posterior asignación de las respectivas áreas de influencia del moribundo Imperio otomano a sus respectivos países.
Al crear una sociedad de gánsteres, Estados Unidos pedía implícitamente que Rusia fuera gobernada por un policía o un espía. Con Putin, obtuvieron ambos
Que recordar el pasado no es una tarea ociosa lo demuestra, a contrario, el hecho de que al término de la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos había extraído una óptima lección del Tratado de Versalles (1919) mediante el cual los vencedores de la Primera Guerra Mundial impusieron a Alemania unas reparaciones tan opresivas que la paz dio lugar a una inflación galopante y a un nacionalismo revanchista, que encontraría su expresión en el nazismo: después de 1945 Estados Unidos nunca pidió a Alemania ni un céntimo en concepto de reparaciones, sino que financió su reconstrucción. Tampoco habría estado de más recordar, frente a las ruinas de las Torres Gemelas en septiembre de 2001, que fue Estados Unidos quien inicialmente financió y apoyó a Osama bin Laden.
Global
Militarización Las guerras eternas que comenzaron tras el 11 de septiembre de 2001
Sin embargo, lo que precisamos en este caso no es necesariamente un examen del pasado, sino un análisis del fracaso que está ante los ojos de todos. Este fracaso consiste en la doble incapacidad, por un lado, de construir una entidad rusa capaz de encontrar un lugar —una función, una voz— en el orden mundial posterior a la Guerra Fría y, por otro, de garantizar la transición estable de Rusia desde una economía estatista a una economía de mercado estructurada por parte de la principal potencia capitalista. Un reducido número de ingenuos comentaristas percibió en el gansterismo ruso de la década de 1990 una reedición de la época de los robber barons [barones ladrones] estadounidenses a finales del siglo XIX, pero, en el primer caso, los magnates estadounidenses reinvertían sus beneficios en Estados Unidos, financiando sus universidades y bibliotecas, mientras que todo lo que han hecho los oligarcas rusos es exportar su capital y sus activos al extranjero, mientras empobrecen su patria. Al crear una sociedad de gánsteres, Estados Unidos pedía implícitamente que Rusia fuera gobernada por un policía o un espía. Con Putin, obtuvieron ambos.
La responsabilidad no sólo recae, sin embargo, en Estados Unidos: Europa tampoco ha sido un espectador inocente. La potencia estadounidense tal vez no ha sabido reconfigurar su imperio para acomodar a Rusia en el mismo, pero sólo ha lidiado con este problema durante los últimos treinta años. Europa, por el contrario, lleva tres siglos sin tomar una decisión sobre Rusia. Esta ha sido invitada algunas veces a los foros de las grandes potencias europeas (el Congreso de Viena de 1815, por ejemplo), pero por lo demás la potencia rusa se ha visto relegada a Asia (especialmente en las consideraciones sobre su llamado “despotismo oriental”, título de la famosa obra de Karl Wittfogel). Como observan Alexei Miller y Fyodor Lukyanov, “durante más de tres siglos Rusia fue representada en el discurso europeo de dos maneras”. Una es la del “bárbaro a las puertas”. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, la propaganda anticomunista italiana evocaba incesantemente a los cosacos dando de beber a sus caballos en las fuentes de la Plaza de San Pedro (téngase en cuenta que los cosacos siempre se han identificado con Ucrania, desde Pugachev y el Taras Bulba de Gogol). Hoy la imagen de los “bárbaros a las puertas” sigue siendo tan actual como siempre.
Sin embargo, el segundo papel que suele atribuirse a Rusia es más interesante. Para Miller y Lukyanov, es
el del “eterno aprendiz”. En la Europa medieval, el aprendiz dependía totalmente del maestro artesano, que era el responsable de su instrucción. A algunos aprendices se les permitía crear y presentar su propia obra maestra para que todo el gremio juzgara sus méritos y, en caso de aprobación, se convirtieran en miembros del mismo. En el caso de Rusia, el discurso europeo ha insistido invariablemente en que “el aprendiz no está todavía lo suficientemente preparado”. El papel de eterno aprendiz era (y lo sigue siendo) una trampa en la que Europa se posiciona invariablemente como la instructora, que cambia los criterios de evaluación una y otra vez para perpetuar así el papel de aspirante de Rusia.
Esta actitud —la del profesor que suspende constantemente a Rusia en sus exámenes y la manda a septiembre– es evidente en las dudas albergadas por Alemania sobre si su Ostpolitik [política hacia el este] constituye una normalización de los lazos o, por el contrario, representa el primer paso hacia un nuevo Drang nach Osten [política de expansión hacia el este]. Quizá Europa también debería haber resuelto hace tiempo la relación entre la Unión Europea y su inmanejable vecino.
Uno de los efectos más abominables a largo plazo de esta guerra es que está legitimando, a través de la destrucción magnánimamente causada por la santa alma rusa, el recrudecimiento del nacionalismo en Europa
Por supuesto, Rusia también es un problema para los rusos, que ha sido alimentado por ella misma. Basta con comparar las reacciones de Rusia y China ante la supremacía estadounidense. Durante treinta años, China ejerció la moderación política (desde 1980, cuando Deng Xiaoping lanzó su programa de reformas, hasta el ascenso de Xi Jinping en 2012), mientras se centraba en la expansión de su economía mediante el desarrollo de nuevos recursos industriales y tecnológicos. Sólo después comenzó a levantar la cabeza. Esta estrategia también le ha permitido hacer incursiones en el campo del soft power (construyendo infraestructuras para el Tercer Mundo, por ejemplo, y estableciendo vínculos comerciales muy sólidos con África y América Latina). Así, en el caso chino, el gasto militar fue animado por el crecimiento del PIB y la inversión pudo centrarse en las tecnologías punteras. Rusia, en cambio, concentró todos sus recursos en el área de la defensa y siguió siendo exportadora de materias primas en casi todos los demás sectores. El PIB per cápita de China y Rusia es prácticamente el mismo, en torno a los 10.000 dólares anuales, pero la diferencia tecnológica e infraestructural existente entre ambos países es abismal.
Desde el punto de vista de la eficiencia, los capitalismos de Estado chino y el ruso no pueden competir en absoluto. Las causas de ello quizá se expliquen mejor por la longue durée: las virtudes de la tradición confuciana en el primero frente a la selección intencionada de cuadros incompetentes en el segundo (durante el mandato de Brézhnev, los funcionarios eran premiados por sus defectos: su pasividad, su falta de iniciativa, su disposición a actuar sumisamente). Otro factor relevante ha sido la enorme fuga de cerebros registrada tras el colapso de la URSS, que desencadenó quizá el mayor éxodo de científicos de la historia jamás registrado reminiscente del sufrido por Alemania durante la década de 1930. El resultado, hasta ahora, ha sido la aparición de un grupo dominante que nunca ha constituido una clase dirigente.
Detrás de cada una de estas causas hay otro problema sin resolver, el del excepcionalismo ruso. Normalmente, cuando se invoca el excepcionalismo se hace referencia a Estados Unidos, el “faro de la esperanza”, la bíblica “ciudad sobre la colina”, su “destino manifiesto”. De hecho, todo Estado que aspira a la hegemonía se considera excepcional. (Será necesario volver sobre este sentimiento. En cuanto al individuo, dado que la propia vida es única y dado que cuando esta termina todas las demás vidas terminan con ella, es natural que cada uno de nosotros viva la suya como si fuera excepcional; es igualmente obvio que este excepcionalismo se extiende, por ejemplo, a la propia ciudad: no se me ocurre una ciudad en el mundo, por muy fea o fétida que sea, cuyos ciudadanos no se sientan privilegiados por haber nacido en ella o no glorifiquen líricamente la poética de la aglomeración urbana en la que viven. El sentimiento crece entonces hasta abarcar la totalidad de la región o del propio país de nacimiento. Toda patria es “el país más bello del mundo”. Al final, los ciudadanos se convierten en víctimas de la mitología de su ciudad, como los miembros de un Estado se convierten en víctimas de su mito nacional).
El hecho es que los franceses, los ingleses y los alemanes son idiosincrásicamente portadores sanos del excepcionalismo nacional (me refiero a portadores sanos en el mismo sentido que decimos portadores sanos del VIH). Incluso los chinos, que empiezan a dominar la escena mundial, han construido una narrativa única de excepcionalismo (que ya analicé en Sidecar-NLR). El excepcionalismo ruso también tiene su propia historia. Por buenas —y más a menudo malas— razones, cada nación ha monopolizado una cualidad específica del espíritu humano: Estados Unidos se ha apropiado de los sueños (“el sueño americano”); los británicos, del humor; Francia, del refinamiento (l'esprit de finesse); Alemania, del orden (“la disciplina alemana”); Italia, de la creatividad; España, del orgullo...
Pero sólo los rusos han ido a por todas con su reivindicación de la totalidad del espíritu, esto es, el «alma rusa» (russkaia dusha). Dostoievski fue su abanderado (“el alma rusa encarna la idea de la unidad panhumana [vsechelovecheskogo uedineniia], de amor fraternal”). En su Discurso de Pushkin (8 de junio de 1880), se desata completamente:
Llegar a ser un verdadero ruso, llegar a ser plenamente ruso (y hay que recordarlo), no significa más que llegar a ser hermano de todos los hombres, llegar a ser, si se quiere, el hombre universal. [...] Creo que nosotros —no nosotros, por supuesto, sino nuestros hijos venideros— comprenderemos todos, sin excepción, que ser un verdadero ruso significa, en efecto, aspirar a reconciliar por fin las contradicciones de Europa, a encontrar la resolución de la tristeza europea en nuestra alma rusa panhumana y unificadora, significa aspirar a incluir en nuestra alma mediante el amor fraternal a todos nuestros hermanos. Al fin, ¡tal vez Rusia pronuncie la última palabra de la gran armonía general, de la comunión fraternal definitiva de todas las naciones según la ley del evangelio de Cristo!
Díganles esto a los ucranianos que actualmente están bajo las bombas rusas.
Lo cierto es que ninguno de los grandes escritores rusos del siglo XIX escapó a la aclamación del alma rusa. Incluso el eurófilo Turguéniev (que pasó la mayor parte de su vida en el extranjero) hizo exclamar al personaje más simpático de su novela Rudin (1857): “Rusia puede prescindir de cada uno de nosotros, pero ninguno de nosotros puede vivir sin ella. Qué desgracia para quienes piensen de otra manera y, de nuevo, qué desgracia para quienes viven fuera de Rusia [...] fuera del temperamento nacional no hay arte, no hay verdad, no hay vida... ¡nada!”.
La paradoja de la russkaia dusha reside en el hecho de que el concepto de “pueblo”, comprendido como un individuo dotado de personalidad propia, es un concepto alemán importado de Herder , mientras que la idea de un alma colectiva y universal procede literalmente de Schelling. ¡La unidad rusa se expresa con un concepto alemán! La innovación rusa consistió en añadir un adjetivo que hasta entonces no se había adjudicado a ninguna otra nación: Santa Rusia (sólo comparable al pueblo elegido de Israel). El alma rusa se convirtió posteriormente en una moda europea, difundida por el amor a Dostoievski, al menos hasta la década de 1930, cuando D. H. Lawrence notó con disgusto que de “estos rusos egoístas y religiosos, absortos en sus propios trapos sucios y en sus propias almas remendadas, ya hemos tenido realmente bastante”. Hoy, esa “Santa Madre Rusia” ha resurgido.
Nunca se insistirá lo suficiente en el carácter reaccionario de estas concepciones. Uno de los efectos más abominables a largo plazo de esta guerra es que está legitimando, a través de la destrucción magnánimamente causada por la santa alma rusa, el recrudecimiento del nacionalismo en Europa, como si en la historia de este continente tuviéramos necesidad de más nacionalismos.
Pensemos que el primer gran escritor que evocó la russkaia dusha fue Gogol, un ucraniano. Al contrario de lo que pensaba Herder, una comunidad etnolingüística no implica en absoluto la pertenencia a un solo Estado, ni a un solo pueblo. Los suizos de habla alemana no piensan ni por asomo en convertirse en alemanes, al igual que la gran mayoría de los austriacos. El mejor ejemplo de esto lo constituye la América Latina hispanohablante, donde naciones que comparten una lengua y una cultura comunes, pero que no se aprecian, han guerreado con frecuencia entre sí. La mejor novela ucraniana postsoviética que he leído, Muerte con pingüino (2001), fue escrita en ruso por Andrei Kurkov, quien resulta ser un firme partidario de la independencia de Ucrania.