Opinión
Meritócratas, derribando el dique de la socialdemocracia

Los sucesores de Zapatero tienen un plan para salvar al capitalismo español de sí mismo: acabar con la meritocracia. ¿Estamos ante una agenda política transformadora o ante un discurso tecnocrático que trata de mantener intactos los mecanismos de mercado?
mujeres en Madrid bicicleta
Plaza del Reina Sofía en Madrid. Álvaro Minguito
Ekaitz Cancela
12 jun 2022 05:30

Desde que César Rendueles lanzó su panfleto contra la igualdad de oportunidades en Seix Barral hace casi dos años, el concepto ha ido ganando presencia en los discursos de los intelectuales de la socialdemocracia española. Ocurrió una historia similar hace más de seis décadas, cuando Michael Young publicó The Rise of Meritocracy, 1870-2033. Una sátira sociológica en la que especulaba sobre las tensiones sociales y políticas que generaría una futura sociedad estratificada por la igualdad de oportunidades (meritocracia, del latín meritus o “mérito” y del griego kratein, “gobernar”) en lugar de la herencia.

“No se trata solo de meritocracia, sino del ideal de la vida moderna en conjunto,” criticaba William Davis

A ello le han seguido algunos trabajos posteriores, entre los cuales destacan Michael J. Sandel, sobre la tiranía del mérito; Jo Littler, en relación al mito de la movilidad; o Daniel Markovits, sobre cómo las élites estadounidenses han devorado a la clase media; una postura algo más heterodoxa al establishment de Reino Unido descrito por Owen Jones en un bestseller español, también de Seix Barral. Al fin y al cabo, si la meritocracia es una variable importante en la fórmula secreta del sistema que reina en nuestro tiempo (el neoliberalismo), ¿qué problema extrañaría politizar este concepto? Esta es una pregunta relevante, máxime cuando hasta los más fieros críticos de la “progresía mediática” han asumido este discurso y le han otorgado una importancia sociológica central.

Nueva vieja socialdemocracia

La problemática es que la obsesión enfermiza en torno a la ideología de la “meritocracia” nos impida entender correctamente aquellos conceptos que regulan el sistema en el que vivimos. En términos brutos, se trataría de una “contorsión teórica evasiva”. Algo que los últimos trabajos en sociología histórica han comenzado a advertir: no es la meritocracia, sino la competencia aquello que reina en la democracia, el derecho, la ciencia y la sociedad civil. También es, como escribió William Davies recientemente, un proceso mediante el cual aquellos que tienen éxito en un campo específico tienden a convertir sus ventajas en una forma objetivada que puede almacenarse, transmitirse, venderse y transmitirse. “No se trata solo de meritocracia, sino del ideal de la vida moderna en conjunto,” criticaba el sociológico británico.

Si entendemos que el capitalismo es un proceso turbulento, o un sistema caótico, que se estabiliza gracias al mecanismo de la competencia, y que el mercado es la institución central de la época moderna, entonces resultará más sencillo comprender cuál debiera ser el objetivo a batir de cualquier persona preocupada con la desigualdad. De lo contrario, seremos incapaces de desplegar una explicación más compleja sobre nuestros problemas que la ofrecida por la socialdemocracia o dilucidar la esfera de intervención política. 

Existiría, además, cierto temor a que las tesis sobre la meritocracia triunfen debido a que parten de un análisis erróneo: la supuesta descomposición del neoliberalismo. Escoger esta teorización determinista sobre el fin de la longue durée de esta praxis, sin realizarse ninguna pregunta filosófica sobre su transformación y condiciones de posibilidad, abre automáticamente las puertas a la reinterpretación del presente en líneas socialdemócratas, cuya agenda política se encuentra agotada ideológicamente, más allá de su capacidad y recursos para atraer a estúpidos útiles hacia su órbita. En otras palabras, corremos el riesgo de que el mal du siecle de la izquierda europea –la idea de que el mercado es la solución a todos los problemas sociales– se presente nuevamente como la opción más sensata.

Por eso, deberíamos preguntarnos si es cierto que “se está viniendo abajo la idea de que si te esfuerzas y te hipotecas te va a ir bien”, como decía en una entrevista Rendueles, en un país donde el uso de criptomonedas ha aumentado del 10 al 15% en solo dos años y solo el 17% de las personas jóvenes españolas vivía emancipada en el año pandémico, la caída más profunda desde 1988. O si, por el contrario, la “compulsión impersonal” propia de la competencia sigue en plena forma. Esta es una pregunta que el inteligente ensayo de César Rendueles no afronta, más allá de una cita genérica a Friedrich Hayek al respecto, quien acuñó este concepto, en la página 64.

Más bien al contrario, la precocidad analítica a la hora de teorizar el fin del neoliberalismo nos aboca al desastre: legitima, queriendo o no, la renovación a todos los niveles culturales de las élites herederas del tricornio gonzalista; asume un escenario de fin de ciclo político, vislumbrado hace siete años, y se posiciona ante el antiguo juego de suma cero entre capital y trabajo del lado del segundo. También abre las puertas de las instituciones a una nueva generación de tecnócratas, agolpados cada vez en torno a universidades madrileñas, centros de excelencia académicos, segundas filas de la burocracia estatal o simplemente rostros mediáticos jóvenes.

Nos diría György Lukács, correctamente traído a este debate por Hadas Weiss, que las soluciones políticas enfocadas a arreglar la movilidad social sólo pueden centrarse en expulsar a los mercados, y no en corregir sus lógicas, lo que supondría su reificación. Emmanuel Rodríguez, poniendo el caso español como ejemplo, añade lo siguiente en su último libro: el mayor peligro de la socialdemocracia es que forje un interés entre la clase burguesa y los trabajadores (mediante propuestas políticas abstractas sin posibilidad de implementarse en la realidad debido a los límites sistémicos), evitando que traigamos al centro de la mesa las demandas más intransigentes del capitalismo, ahí donde no puede haber ningún acuerdo. Por ejemplo, una propuesta habitual desde finales de los noventa, presente tanto en los textos de Thomas Piketty como en las propuestas de la Ministra de Trabajo del Gobierno español: las empresas debieran lanzar acciones de propiedad sobre la empresa para los empleados, aunque la propiedad accionarial de los trabajadores haya demostrado ser una máquina para romper la unidad política de los asalariados.

Pensamiento
Emmanuel Rodríguez: “La clase media es el pueblo del Estado, el problema es que eso anula la política”

La configuración de los Estados como centros de concentración de poder entró en crisis en el último tercio del siglo XX. Muy avanzado el siglo XXI, el ensayista Emmanuel Rodríguez aborda el problema del Estado y la imposibilidad de una revolución con las mimbres de las experiencias históricas.


La preocupación no es baladí, pues la renovación de las cultura y pensamiento burgués –unidimensional y centrado en meros fragmentos de la totalidad– recorre la progresía española. Así quedó de manifiesto hace unas semanas, a través de un panel kafkiano en el Centro de Bellas Artes que fue difundido en las agenda de Moncloa y del grupo del PSOE en el Senado. Allí nació el denominado centro de pensamiento intergeneracional, o Future Policy Lab, una suerte de nuevo viejo Politikon con el objetivo de volver al momento político de Ciudadanos, aunque sin cometer el error de Albert Rivera de girar (más) a la derecha. Puestos a especular, puede incluso que en unos años asistamos a la creación de la figura del secretario de estado de igualdad de oportunidades del mismo modo en que vivimos el de pobreza infantil, protagonizado por Pau Marí-Klose.

Convencernos de que puede existir cierto consenso sin conflicto ha sido la tarea incansable de académicos de renombre, incluso de aquellos autoproclamados socialistas

Este social-liberalismo (un poco más social que liberal) se ha expresado en un spin off que trata de seguir difundiendo la idea de que hemos de derribar el “muro invisible”, aunque con voces ligeramente más jóvenes y no inmoladas durante el periplo naranja (entre ellas, uno de los doctorandos socialistas de Piketty). Sin embargo, a la vista está que el objetivo es eliminar la “mano invisible” del mercado como la problemática central de cualquier análisis sobre la meritocracia, asumiendo la necesidad de que esta institución exista, aunque dotando de un poco más de poder al Estado. Tamaño experimento intelectual quedó de manifiesto en forma de un informe (“Derribando el dique de la meritocracia”), presentado en Hora25, así como con en otro documento paralelo publicado en el Centro de Políticas Económicas de Esade, dirigido por Toni Roldán, antiguo portavoz de Economía de Ciudadanos y colega de trabajo de Luis Garicano, conocido por sus delirios neoliberales.

Los límites de Piketty

Convencernos de que puede existir cierto consenso sin conflicto ha sido la tarea incansable de académicos de renombre, incluso de aquellos autoproclamados socialistas. Nos referimos a Thomas Piketty, quien recientemente estuvo en un acto coordinado por el Future Policy Lab, junto al Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social, para dotar de contenido teórico al proyecto político de Yolanda Díaz. Si bien su trabajo empírico representa una aportación enorme al debate, en lo político apuestan por una suerte de pacto entre clases mediado por el Estado, y caracterizado por las transferencias de capital, la regulación fiscal internacional, una herencia mínima de 180.000 dólares al cumplir los veinticinco años u otros instrumentos de política industrial.

Brevemente, como argumentan los estudios más recientes, el problema es que no importa cuán autónomo sea: el Estado no puede satisfacer las necesidades de las masas de manera significativa y sostenible. Y ello no se debe a las llamadas restricciones capitalistas, sino a que el Estado es inherentemente capitalista. Esto es, deja de lado cualquier reflexión sobre la formación de clases, la complicada forma que adquiere la burguesía y el rol que podría tener el Estado en todo ello, más allá de corregir los excesos del mercado, para reificar el rol de las instituciones políticas a la hora solucionar los problemas del capitalismo cuando son ellas mismas quienes han generado dichos problemas. 

Por otro lado, al margen de algunos errores metodológicos sobre los datos de la desigualdad, expresados en el libro Capitalism (véase, alternativamente, el siguiente video), podría decirse que Piketty idealiza las posibilidades de las instituciones políticas para regular el capitalismo, dejando de lado en todo momento la intensa batalla que implicaría poner coto a los capitalistas o la incapacidad histórica de las instituciones estatales (en su forma actual) para solucionar los problemas que ellas mismas han creado. Además, cabe preguntarse por qué deberíamos limitarnos a poner coto al mercado en lugar de abolirlo.

Caracterizado críticamente por Alexandre Zevin como el ‘Proudhon de los posmodernos’, debido al falso “desafío igualitario” planteado por el economista francés, el problema principal de Piketty sería que tiene una visión sobre la estructura social bastante limitada. Para el autor francés, la sociedad es hipermeritocrática e hipercapitalista debido a la existencia de la figura del “neopropietario”. Esta hipérbole analítica está basada tanto en una glorificación de los multimillonarios como en una gran narrativa sobre el fracaso del comunismo. En otras palabras, no proporciona una explicación sobre la dinámica sistémica del capitalismo, como las fuentes de innovación tecnológica y organizativa, o sus relaciones con la acumulación de capital y riqueza.

Frédéric Lordon, en un debate histórico en francés con Thomas Piketty (resumen en inglés), le recriminaba fallos en esta dirección, derivados de no haber leído nunca los trabajos económicos de Karl Marx, como el economista francés reconoció en una entrevista de 2015, un problema que tienen muchos ensayistas españoles, quienes se han centrado en su lectura filosófica: entregar el poder a los ciudadanos no implicar luchas por la herencia universal, sino por los medios de producción. Lordon hablaba de abolir la separación de los trabajadores de los medios de producción, es decir, de la propiedad en sentido estricto; pero también de la separación de los trabajadores de los productos que producen; y finalmente, quizás lo más importante, abolir la vocación lucrativa de la propiedad, es decir, el uso de los medios de producción y la fuerza de trabajo con miras a la acumulación. “No conoces el concepto de capital, pero sigues poniendo ‘Capital’ en letras grandes en las portadas de tus libros,” señalaba el sociólogo francés.

Una de las claves del neoliberalismo es que ha conseguido crear toda una serie de mitos en torno a los resultados positivos de la competencia en la economía de mercado

Por último, Zevin señalaba que el problema principal en el trabajo de Piketty es el reiterado miedo –o la sensación de conformismo– con respecto al alcance de las políticas públicas en torno a la redistribución, siempre definidas por una mentalidad que no logra emanciparse de la idea del mercado como mecanismo de coordinación social. Además, indica, este comportamiento político se encontraría extremadamente influenciado por el miedo al socialismo, reproduciendo los sesgos descritos por Friedrich Hayek en Derecho, legislación y libertad (p. 64-67 de la versión inglesa en la New Left Review).

Ello no hace más que hablar de cuán precario es su concepto de ideología a la hora de movilizar una oposición social masiva a la desigualdad, lo cual convierte las prescripciones políticas en individualmente selectivas y conjuntamente insuficientes. También, reseñan los críticos, destilan voluntarismo: carecen de una descripción de las condiciones y acciones que pueden ayudar a avanzar en un programa deseado.

'Compulsión impersonal'

Una lectura atenta del filósofo austriaco revela una dimensión que la socialdemocracia debería entender antes de volver a quedar atrapada en otro vacío intelectual durante cuatro décadas. En primer lugar, una de las claves del neoliberalismo es que ha conseguido crear toda una serie de mitos en torno a los resultados positivos de la competencia en la economía de mercado a la hora de encontrar soluciones a los problemas que el capitalismo ha creado. El mérito es uno, pero no es el único ni el más importante.

Por ejemplo, cuando el correcto funcionamiento de la libertad de comercio rompe con la idea de que debería existir una conexión entre los esfuerzos de cada cual y la recompensa que recibe, esta ideología crea una ficción para justificarlo: si las personas quieren gozar de los beneficios del mercado en términos de prosperidad, en ocasiones deben aceptar cosas que desaprueban. Poco importa cuánto se esfuerce los 'buenos' puesto que pueden fracasar, mientras que los 'malos' pueden alcanzar el éxito sin apenas sudor o empeño. Cómo, si no a través de una enorme ficción sobre el precio a pagar por vivir en libertad, los trabajadores que alimentan las máquinas del sistema fabril desde hace siglos aceptarían vidas enteras trabajando día y noche en la fábrica, sometidos a tiempos de trabajo cada vez más largos e intensos.

Y esta no es la parte más esquizofrenia sobre la mitificación neoliberal. Qué mecanismos de legitimación debería ponerse en marcha si se diera el caso en que dicha fábrica debe cerrar porque los propietarios no la han gestionado correctamente, los beneficios han resultado insuficientes, o porque la empresa ha sido derrotada en el proceso de competencia intercapitalista. Llegado este punto, en lugar de entenderlo como un problema del capitalismo, el trabajador obedecerá a los mandamientos subconscientes que emergen de la llamada “compulsión impersonal” y emprenderá una vida nueva, o incluso aprenderá un nuevo oficio. Renovarse o morir es al neoliberalismo lo que el evangelio a la religión católica o el lifelong learning a la educación: un supuesto que no se puede abandonar en la vida terrenal, la condena eterna de tener que aprender constantemente y reentrenarse siempre que sea necesario. De hecho, algunos estudios en torno a la educación añaden que la competencia se humaniza; se disfraza y, por tanto, se intensifica gracias a la formación pedagógica.

Para explicar estos comportamientos, Hayek emplea el término “compulsión impersonal”. Con ello se refiere que el orden espontáneo en donde surge la agencia humana, sus actos creativos y su tendencia a solucionar problemas, en realidad sólo es posible cuando el comportamiento de cada individuo se somete al todopoderoso imperativo de la competencia en el mercado. Hayek cree que existen determinadas leyes naturales y que estas operan en un plano del imaginario colectivo mucho más abstracto de lo que cada persona puede asimilar o comprender por sí misma a través de los sentidos. Este sistema sería el responsable ulterior de esa sensación de ansiedad propia de la modernidad tardía por la cual las personas sienten haber perdido el control sobre el presente —y, aunque perciban de manera consciente que la vida se desliza entre sus manos, una fuerza ulterior les avoca al todos contra todos en el ámbito de la producción y al egoísmo más puro en el plano del consumo. Ahí está el fundamento político del malestar y sobre ese análisis deben formularse las soluciones. Ello sirve tanto para los jóvenes que acuden a las castas de apuestas de los barrios menos pudientes, invierten en criptomonedas o cualquier otra expresión del fenómeno descrito.

De esta forma, el desarrollo de la sociedad no se derivaría meramente de la famosa “mano invisible”, sino del resultado que emerja del enfrentamiento natural de las distintas voluntades individuales, a su vez producto de una enorme cantidad de experimentos humanos, algo así como un proceso de selección natural donde existen errores y aciertos, fracasos y éxitos. La ideología de la meritocracia no explica nada de esto.

En definitiva, la nueva socialdemocracia cree que el Estado puede tener un rol más activo en la promoción de la igualdad de oportunidades, interviniendo en todas las fases del ciclo vital y adoptar políticas que fomenten un marco institucional para la creación de empleos decentes. Esto es, como Hayek, no cuestiona que la burguesía sea el elemento orgánico y la fuente de poder que dota al capitalismo de sentido, ni mucho menos que el mercado sea el único mecanismo para solucionar nuestros problemas o desarrollarnos como seres humanos. Estamos ante una nueva vieja socialdemocracia interesada únicamente en instrumentalizar el discurso de la meritocracia para posicionarse como la nueva oleada de tecnócratas que debe enfrentarse a las contradicciones del capitalismo.

Ante esta agenda, más allá de implantar “condiciones para la igualdad”, la izquierda debe responder aboliendo la categoría de mérito como foco de su discurso e imaginar sistemas de crédito, reputación social o capital cultural distintos a los propuestos por los apologetas del mercado para descubrir mecanismos de solución de problemas distintos. De lo contrario, la competencia siempre se impondrá. El mérito, además, no existiría en una sociedad emancipada del capital: ahí donde el ciudadano gozara de toda su agencia creativa, ahora explotada de manera infame en el espacio de trabajo, para encontrarse a sí mismo –o inspeccionar en lo más profundo de su personalidad—, socializar después esos descubrimientos y producir un valor distinto al contenido meramente en el trabajo. Esa cualidad de emprender acciones colectivas orientadas a provocar cambios en el sistema debe obsesionar a la izquierda más que el mérito. Cómo movilizar las tecnologías digitales, desprovistas de sus mecanismos competitivos del me gusta, y crear instituciones políticas y sociales, revisables en todo momento para conseguirlo, debiera emerger como pregunta principal de cualquier agenda emancipadora. De lo contrario, quedaremos encerrados en el mismo punto muerto donde nos dejó Sociofobia.

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«ahí donde el ciudadano gozara de toda su agencia creativa, ahora explotada de manera infame en el espacio de trabajo, para encontrarse a sí mismo –o inspeccionar en lo más profundo de su personalidad—, socializar después esos descubrimientos y producir un valor distinto al contenido meramente en el trabajo». Hay que recordar que el experimento Marxista deriva, por sí mismo (y como vio Bakunin) en dictadura. Hay que conocer la naturaleza humana (su biología) y luego poner límites al egoísmo dentro de una sociedad democrática. Hay que preservar la democracia, no buscar utopías con resultados previsibles: el control de unos pocos sobre la mayoría, bien sea en su plan neoliberal o en su plan comunista. Todo esto, la verdad, ya carece de mucho interés, teniendo en cuenta que el cambio climático nos está llevando al colapso de toda civilización. Entonces volveremos, antes de extinguirnos, a la vida salvaje: brutal y corta.

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