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Soy un camarero. En paro. En la Costa del Sol. En Málaga. En la capital. En la ciudad de los museos, las franquicias, las despedidas de soltero. Soy un oxímoron. Soy un imposible. Un camarero en paro. Con la de bares que hay. Con la de trabajo que hay. Con la de camareros que hacen falta. Con la de ofertas que hay. Que no hay camareros. Que no hay manera. Y yo sin trabajo. Yo sin trabajar. Cobrando el paro. Una paguita. Durante todo el verano. En Málaga.
También es cierto que no soporto el trabajo, lo que curiosamente me ha convertido en un buen trabajador, o al menos eso es lo que tengo que soportar que se diga de mí. No teniendo intención alguna de discutir lo que no me importa lo más mínimo, no suelo oponer objeción alguna a cómo me digan que se tienen que hacer las cosas con tal de no tener que escuchar lo mismo dos veces.
Soy un camarero. En paro. En la Costa del Sol. En Málaga. En la capital. En la ciudad de los museos, las franquicias, las despedidas de soltero. Soy un oxímoron. Soy un imposible. Con la de trabajo que hay. Con la de camareros que hacen falta.
Me despidieron del último trabajo en junio, a las puertas del infierno veraniego, cuando menguaban los cruceros y crecían los apartamentos turísticos, cuando las terrazas rodeadas de cemento se vaciaban al mediodía y, al caer la fresca, como en las películas de terror, las poblaban lentamente los descendientes del pueblo de los malditos con ansias de mojito y spritz, de agua con gas, de nachos, hamburguesas, quesadillas.
En el centro de Málaga. Me despidieron porque bajaban las ventas, porque yo ya no era el mismo, me dijo el encargado de despedirme, porque lo nuestro era como un matrimonio, eso me dijo, y lo nuestro no funcionaba. Nos dimos el sí quiero hace diez meses y esto ya no marcha.
Era un bar, no, era una cadena con nombre social de palmera, una palmera cuyos frutos sirven para paliar los problemas de la próstata. El bar, como todo los bares que abren en el centro de las ciudades turísticas, es decir, en el centro de las ciudades, tenía nombre de mujer, un hipocorístico, algo familiar, desvergonzado, tan tradicional y antiguo como un airbnb.
Ya no eres el mismo, me dijo quien sostenía, dos semanas antes, que trabajar 45 horas regalando cinco de esas horas era un acuerdo entre caballeros; que él no entendía de convenios pero que si yo me llevaba del almacén varias botellas de whisky entendía perfectamente que aquello era un robo, pero que no entendía de convenios. Y no entiendes, le pregunté, que si trabajo y no me pagas también es robo. A mí nadie nunca me ha llamado ladrón.
Le hice el cálculo de lo que se ahorraban al año no pagando ninguna hora extra. Él ya lo debería de saber, pues, en realidad, para eso le pagaban, pero le hice el cálculo igual, por placer malsano. Empecé a decirle: 5 horas por semana, 27 trabajadores, al 75% más del valor de la hora ordinaria… No sé de convenios, respondió antes de que pudiera terminar. Haciendo un cálculo bajo me salen, insistí yo, en torno a unos 95.000 euros al año… Tú lo aceptaste… ¿Y si sumo al personal del resto de locales? ¿Qué? Que somos casi 150 personas… Ellos lo aceptaron… Concluí: Me salen unos 530.000 euros al año. Moralmente me siento bien, me dijo, y siguió: tú lo aceptaste. No se pueden ofrecer condiciones por debajo del convenio. Moralmente me siento bien. Legalmente no. Moral… No.
Me despidieron porque bajaban las ventas, porque yo ya no era el mismo, me dijo el encargado de despedirme, porque lo nuestro era como un matrimonio, eso me dijo, y lo nuestro no funcionaba.
Habían alquilado, o comprado, también, el local de enfrente de donde yo regalaba mis horas con delectación moral, por honor, por la palabra dada. Ahí van a montar una heladería. Por lo pronto solo era (y es aún) un local vacío que servía de almacén en su interior y en su fachada de muro publicitario. “Únete a la revolución”, me decían aquellos carteles, durante nueve horas al día, promocionando otro restaurante, otra hoja de la palmera, algo diferente, rockero y respetuoso, “Únete a la revolución del silencio”.
Cada noche me tocaba cerrar ―castigado a perpetuidad a turno partido con cierre―, guardar 4 taburetes por cada mesa, que eran 30 y también se guardaban, en el local vacío. ¿De dónde sacan el dinero para adquirir tantos locales? Únete a la revolución. Y un taburete. Y otro. Y otro… Únete… Otro taburete… A la revolución… Palabras gastadas… Y el cuerpo cansado… del silencio. El último taburete.
Había sido en una reunión de equipo en la que intentaban convencernos, al estilo Carlos Floriano, nos ha faltado piel, de que quitarnos la comida ―no les gustaba vernos quejarnos cada día por comer siempre las mismas frituras― era por nuestro bien, para hacernos felices, que lo habíamos entendido mal, nos ha faltado piel, que eso era lo único que les importaba, que si nosotros íbamos contentos a trabajar venderíamos más, a la empresa le iría mejor y en consecuencia a nosotros también. Éramos el alfa y el omega. Nuestra felicidad repercutía en nuestra propia felicidad. Fue entonces cuando les preguntamos que si lo que querían era vernos felices por qué no probaban a pagarnos las horas extras, las nocturnidades, los festivos, a darnos los 45 días que nos correspondían de vacaciones, a… Ese no es el tema, estamos hablando de la comida. Y a los dos días, para gloria de nuestra felicidad ―ni comida ni convenio―, instalaron en el local una máquina de agua fresquita para el personal.
Tenía que caer alguna cabeza y cayó la mía. Al fin y al cabo era un simple runner, yo no vendía, tan solo trasladaba vasos llenos del punto A al punto B, y vasos vacíos del punto B al punto A. Algo cansado, pero sencillo. Y, además, ya no era el mismo.
Ciertamente era frustrante ver cada día el claim publicitario de su otro restaurante, mientras en este éramos incapaces ya no de hacer la revolución, sino tan solo de hacer cumplir el convenio. No iba yo motivado a trabajar, la verdad. Yo, que había llegado a aspirar a montar un sindicato, a organizar una huelga.
Era frustrante ver cada día el claim publicitario de su otro restaurante, “Únete a la revolución”, mientras en este éramos incapaces de hacer cumplir el convenio.
“Ya no eres el mismo, han bajado las ventas, tú ya lo sabías, no haber cogido el trabajo”. “Debe de haber un motivo económico”, le dije. “No te entiendo”. “Que cuál es el motivo económico para que no cumpláis el convenio”. “No sé a qué te refieres”. “Pregunto que cuál es la justificación económica que se impone para no pagarnos lo que nos corresponde por ley”. Y él volvía con la moral y la palabra dada. “¿Tú de verdad piensas que yo elijo libremente unas condiciones ilegales que me son lesivas?” Se encogía de hombros. En fin. Me quité el mandil, entré en el almacén ―las botellas de whisky―, me cambié y volví a salir. “¿Sabes cuál es la razón económica?” “¿Qué?” “La razón económica para que no cumpláis el convenio no es otra que la avaricia”.
Es probable que mi despedida pecara de bíblica y pomposa, sin duda, pero me fui de allí como quien por fin se libera de un gas enconado. Suficiente.
PD: A día de hoy, finales de septiembre, quienes no entendían de convenios, los moralmente impunes, los que amplían su negocio a base de robar trabajo ajeno, los “nos veremos en el SERCLA” como amenaza, me están abonando todo cuanto me habían advertido que no me abonarían porque “yo ya lo sabía”, porque lo había aceptado en la entrevista.
Sin duda es poco, apenas una roncha en un cuerpo inmenso que sigue creciendo adueñándose de las ciudades. Y pienso que me están calmando con dinero, que tienen más miedo ellos de ir juicio que yo de trabajar en verano.
Este verano descubrí que es posible evitar que me roben cada día al ir a trabajar. Imagino que donde estaba mi sudor hoy están sus lágrimas, y esto, no sé bien porqué, me refresca.
Pero en los días de calor, mientras sigo ojeando ofertas de ayudante de camarero en los portales digitales de empleo, todas por debajo del convenio, y voy coleccionando noticias de hosteleros llorando, pienso que al menos, este verano descubrí que es posible evitar que me roben cada día al ir a trabajar. Y también, por regodeo, imagino que donde estaba mi sudor hoy están sus lágrimas, y esto, no sé bien porqué, me refresca.
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Potente ensayo. Y muy bien escrito, ojo. Que tiene un inmenso potencial de escritor. Dejar de pagar las horas extrañas y pagar por debajo del convenio, es decir, se llevan la plusvalía, las horas extrañas, y encima el sueldo legal. No ha hablado del pago en B. Es evidente que si no aplicamos la ley, la ley no sirve de nada.
Las horas «extrañas». Ignoro qué estaba fumando cuando escribí entonces, y eso que he dejado de fumar hace un año y diez meses.