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Opinión
Razones para leer a Fredric Jameson
El 22 de septiembre de 2024 falleció a los 90 años de edad Fredric Jameson (1934-2024), profesor de Literatura en la Universidad de Duke. Antes pasó por Harvard, California o Yale. Su pérdida se hace especialmente notoria entre los marxistas de diverso pelaje porque, a mi parecer, encarnaba como pocos la actitud por antonomasia del materialista histórico, aquel que se acerca a la historia “a contrapelo”, si utilizamos la célebre expresión de Walter Benjamin. Quizás fuera uno de los pocos intelectuales que todavía ejercía como tal. No era un mero especialista, que los hay y muy buenos en los más diversos campos del saber, era, por decirlo con Bourdieu, un intelectual total que despreció en el mejor sentido posible las férreas divisiones disciplinarias impuestas por las autoridades universitarias. Se interesó, por supuesto, por la literatura, disciplina en la que se formó con Erich Auerbach, pero también en el urbanismo, el cine, la historia, la antropología y el pensamiento en general. Utilizó la teoría para comprender el mundo en toda su compleja dimensión porque sabía que en última instancia era necesario transformarlo. Pese a que no fue un político, sus ideas no solo deberían concernir a los académicos; gracias a las herramientas teóricas que desplegó es posible interpretar con acierto lo que sucede en las sociedades del capitalismo tardío, pero una lectura atenta de su obra revela, además, que la teoría, por abstrusa que sea (y en su caso ciertamente lo es), puede convertirse en una fuente de goce estético o, al menos, en un intenso desafío intelectual del que no se sale indemne.
Aunque había publicado su tesis doctoral sobre Sartre en 1961, el libro que lo catapultó a la primera línea del pensamiento filosófico de tipo crítico fue Marxismo y forma (1971), una obra con la que pretendía divulgar las aportaciones de los principales representantes del denominado marxismo occidental entre el público anglosajón. En esa época, la New Left Review compartía el mismo objetivo. El texto de Jameson se distinguía especialmente por su erudición y por su defensa a ultranza de la dialéctica como un pensamiento de la totalidad, para el que la forma y el contenido son radicalmente inseparables porque a la fuerza hacen justicia a la realidad histórica en la que se originaron. Dedicaba capítulos a Adorno, a Bloch, a Marcuse, a Lukács, a Benjamin y a Sartre, mostrando que todos ellos incorporaban siempre, además de una reflexión de carácter histórico sobre temas particulares, un comentario autoconsciente sobre sus propios instrumentos intelectuales.
Más tarde, en El inconsciente político (1981), obra que lo consagró internacionalmente como crítico literario, propuso una tesis arriesgada que partía de la conjunción de Marx y de Freud (aunque se sazonaba, como sería habitual en su trayectoria, con aportaciones estructuralistas y posestructuralistas): que los artefactos culturales se desenmascaran como “actos socialmente simbólicos”, lo que suponía defender que la interpretación política de los textos culturales es el horizonte absoluto de toda lectura. Lo que esto quería decir es que la cultura opera proponiendo resoluciones imaginarias o simbólicas de las contradicciones sociales reales que se encuentran en la vida cotidiana.
Su ingente producción estuvo marcada por la consideración de que la realidad se desvela alegóricamente, es decir, que los signos de un producto cultural, que tendemos a interpretar por defecto de manera literal en un primer acercamiento, poseen en realidad una potencia enajenante
A partir de entonces, su ingente producción estuvo marcada por la consideración, heredada de su maestro —que había trabajado sobre la “interpretación figural”—, de que la realidad se desvela alegóricamente, es decir, que los signos de un producto cultural, que tendemos a interpretar por defecto de manera literal en un primer acercamiento, poseen en realidad una potencia enajenante, dando siempre a entender, mediante la distorsión o la ocultación, “otro sentido” que remite al desarrollo histórico de los grupos humanos. Este modo de proceder, que será la marca de agua de todo análisis ideológico que se precie, consiste pues en buscar las divisiones internas de una obra, sus lagunas, sus múltiples tensiones —sus contradicciones, en definitiva—, partiendo de un método inspirado en la patrística.
También en ese texto se apuntaba ya la importancia de la utopía, cuestión que culminará en su forma definitiva en Arqueologías del futuro (2005). Primero afirmó que toda ideología, fuera cual fuese su contenido concreto, suponía la expresión del deseo de unidad de una determinada colectividad, y en dicha medida se podía considerar utópica en tanto instituye una cohesión de clase. Después indagó en las diferencias entre los impulsos utópicos, aquellos fragmentos de la vida cotidiana que nos aportan satisfacciones no necesariamente conscientes (como por ejemplo los medicamentos, que nos permiten imaginar una corporeidad utópica), y los programas utópicos, que son la traslación política de los primeros (el apoyo a la sanidad pública en las versiones progresistas o las fantasías sobre las terapias rejuvenecedoras o el tráfico de órganos en las variantes derechistas). Todo ello desemboca en la creencia de que la cultura tiene una naturaleza bifronte (como, en un sentido distinto, la tenían la mercancía y el trabajo para Marx): lo que, tras un cuidadoso análisis, nos parece efectivamente ideológico en un libro, una película o una pintura es también, al mismo tiempo, necesariamente utópico. Así, la cultura, en sus diferentes expresiones, no hace sino recoger el principal conflicto que singulariza al Fausto de Goethe —y, como bien vio, una vez más, Marx, a la modernidad, a la historia—: dos almas conviven en su pecho. Este movimiento en pro de la condición utópica no era gratuito y no carecía de significación, formulado como estaba en un contexto (el de la academia estadounidense) en el que la narrativa sobre el “fin de la historia” y el consecuente triunfo total del realismo capitalista se imponía a marchas forzadas.
A ese respecto, y actualizando un debate en buena medida ya abierto por Lukács en Historia y conciencia de clase (1923), abogó por la necesidad de elaborar “cartografías cognitivas” que, tratando de reconstruir el horizonte de totalidad de lo real, permitieran arrojar luz sobre un mundo crecientemente complejo y en crisis. La noción de mapeo cognitivo, como también se tradujo —el término lo había acuñado originariamente Kevin Lynch—, plantea que es necesario superar de algún modo la brecha que se abre entre nuestra experiencia fenomenológica individual e inmediata de la realidad y totalidad global del capital, que las más de las veces se nos hace incomprensible. La cosificación propia del capitalismo, esa dinámica por la cual se produce la transformación de las relaciones humanas en la apariencia de relaciones entre cosas, hace que la sociedad se vuelva opaca: se precisa entonces una estética y un conjunto de prácticas de la cultura y de la ciencia que ayuden a representar la enormidad del sistema, sin reproducir la dicotomía vulgar entre el bien y el mal o alimentar otras soluciones excesivamente simplificadoras.
Aquello que lo convirtió en una referencia obligada de la crítica cultural en general —no solo de la corriente propiamente materialista— es la identificación que propuso en 1984 del posmodernismo como lógica cultural del capitalismo avanzado
Con todo, es indudable que aquello que lo convirtió en una referencia obligada de la crítica cultural en general —no solo de la corriente propiamente materialista— es la identificación que propuso en 1984 del posmodernismo como lógica cultural del capitalismo avanzado, de cuyo atolladero diríamos que la cartografía cognitiva propone una suerte de salida epistemológica como parte insustituible de una estrategia socialista de ofensiva contra el capital. Este detalle es fundamental y, en mi opinión, revela la calidad de su reflexión: Jameson quiere diagnosticar una época para aumentar la capacidad de operatividad política de las clases oprimidas, no persigue impugnar el tiempo histórico desde ninguna atalaya moral.
Amparándose en los análisis económicos de Ernest Mandel a propósito del capitalismo tardío, el teórico norteamericano argumenta que la producción estética se ha integrado en la producción de mercancías en general, provocando una pérdida de la profundidad (del sentido histórico, de las capas de significado de la obra artística…) que desemboca en el pastiche como práctica cultural extendida, en la vivencia “esquizofrénica” de los acontecimientos mediada por un acceso omnipresente a la tecnología, en la fragmentación social y cultural. A raíz de esta intervención, los ríos de tinta que se vertieron en torno al posmodernismo y la posmodernidad se han vuelto incontables.
Carecería de sentido intentar resumir todas y cada una de las aportaciones, de los originales análisis, de los sugerentes libros, que Fredric Jameson compartió con el mundo a lo largo de su carrera. Los lectores y las lectoras actuales o potenciales de semejante obra no merecen ser tutelados. Les aguarda un vasto territorio de ideas que desafían los cánones establecidos por el hegemón cultural, de las cuales las examinadas aquí resultan ser solo un pequeño botón de muestra. Creo que el espíritu humano e intelectual de Jameson se condensa, en fin, en aquella frase de Sartre, a quien consideraba el gran filósofo del siglo: “No perdamos nada de nuestro tiempo; quizá los hubo más bellos, pero este es el nuestro”.