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La defenestración de la dignidad y del sentido común puede ser una de las tragedias menores de la guerra, pero en el capitalismo tardío lo cínico, lo siniestro y lo estúpido tienden a estar envueltos en el mismo impulso apocalíptico. Consideremos, por un momento, los recientes gestos de solidaridad con el pueblo de Ucrania, que actualmente sufre el ataque cada vez más brutal por parte de Rusia. Mientras los Estados occidentales han impuesto sanciones contundentes a Rusia, aunque no tan severas como las impuestas a Irán o Iraq, otros han organizado sus propias iniciativas. En el Reino Unido, algunos supermercados han retirado el vodka ruso de las estanterías. Netflix ha suspendido su adaptación de Anna Karenina de Tolstoi entre otras creaciones en lengua rusa. Para colocar un modesto palo entre las ruedas del militarismo ruso, la revista Journal of Molecular Structures ha prohibido la publicación de artículos procedentes de instituciones académicas rusas. Por último, una serie de multinacionales como Coca-Cola y McDonald's han suspendido sus operaciones comerciales en Rusia. McDonald's citó “nuestros valores” como justificación.
Igual que ocurre con las propias sanciones, una forma de guerra económica que perjudica a los rusos de a pie, estas acciones apenas influyen materialmente en la capacidad de Putin para hacer la guerra. En realidad, son expresiones de una especie de conformación de la identidad. Por un lado, escuchamos a The Wall Street Journal afirmar que Rusia bajo el mandato de Putin está volviendo a su “pasado asiático”, aunque sus métodos de asalto urbano sean comparables a los desplegados por Estados Unidos y sus aliados en Faluya y Tal Afar, mientras al mismo tiempo Joe Biden y neoconservadores como Niall Ferguson señalan que Putin está tratando de restaurar la Unión Soviética, aunque este último declare que la “descomunistización” se halla presente entre sus objetivos en Ucrania. Si bien la mayoría de los políticos y periodistas son demasiado inteligentes para explicitar abiertamente esta lógica, la histeria sobre todo lo ruso alcanzó su velocidad máxima ya durante el primer día de la invasión, especialmente en el Reino Unido. El diputado laborista Chris Bryant marcó la pauta al exigir en un tuit, que ahora ha borrado, que se obligara a los ciudadanos con doble nacionalidad británica y rusa a elegir una de ellas. El diputado tory Tom Tugendhat sugirió que “podemos expulsar a los ciudadanos rusos, a todos ellos”. Más tarde afirmó que sólo se refería a los diplomáticos y oligarcas rusos, pero eso no es lo que dijo.
Por otro lado, los líderes ucranianos han sido convenientemente maquillados y ensalzados para que puedan ser identificados como la cabeza de puente de una “Europa” idealizada. Daniel Hannan, escribiendo en The Telegraph, declaró: “Se parecen tanto a nosotros. Eso es lo que lo hace tan chocante”. Charlie D'Agata, de la CBS, informando desde la capital ucraniana, se vio sorprendido por la misma disonancia cognitiva: “Este no es un lugar, dicho con el debido respeto, como Iraq o Afganistán, que han conocido conflictos devastadores durante décadas. Esta es una ciudad relativamente civilizada, relativamente europea”. En ITV News, un periodista subrayó que “esto no es una nación en vías de desarrollo del Tercer Mundo. Esto es Europa”. El periodista sensacionalista Matthew Wright lamentó en el programa This Morning de ITV el supuesto uso de armas termobáricas por parte de Putin en Ucrania. “Para ser justos –reconoció– es preciso admitir que Estados Unidos las había utilizado antes en Afganistán, pero la idea de que se utilicen en Europa es estomagante”.
Uno de los enigmas que rodean al presidente de Ucrania es la relación contraintuitiva entre su fuente de financiación y sus promesas electorales
Esto provincializa la simpatía sentida por los ucranianos bajo asedio, reduciendo lo que podría haberse convertido en un impulso peligrosamente universalista –elevar las normas que podrían aplicarse en Palestina o Camerún– a una solidaridad narcisista con “gente como nosotros”. Mientras tanto, el apego a Europa se libidiniza a través de la figura del primer ministro ucraniano Volodymyr Zelensky, declarado sin excepción un “héroe” en las portadas de los principales medios, dado que evoca el mito de Churchill. Caitlin Moran, columnista de The Times, confiesa haberse “enamorado” de Zelensky. El New York Post informa de que en Tik Tok las mujeres están “enloquecidas” por el primer ministro ucraniano. En The Washington Post, Kathleen Parker lo elogia como un “guerrero-artista” moderno.
Apenas se ha reflexionado de forma realista sobre la trayectoria de Zelensky como dirigente. Uno de los enigmas que rodean al presidente de Ucrania es la relación contraintuitiva entre su fuente de financiación y sus promesas electorales. Su principal donante fue el brutal oligarca Ihor Kolomoisky, propietario del Grupo de Medios 1+1, que emitía la popular comedia de Zelensky, Siervo del pueblo. Kolomoisky, activo defensor de la guerra contra Rusia en el Donbass, financió al neonazi Batallón Azov y a otras milicias responsables de crímenes de guerra. Sin embargo, Zelensky fue elegido con un programa que defendía la lucha contra la corrupción de los oligarcas, la promesa de poner fin a la guerra en el Donbass y la consecución de la paz con Rusia.
Desde 2019 el presidente ha progresado poco en esta agenda. Aunque ha manifestado su compromiso con la desoligarquización en la práctica ello ha significado perseguir a aquellos con supuestas conexiones con Rusia y así ha sancionado al político de la oposición Viktor Medvedchuk, acusado de tener vínculos financieros con los separatistas de Donbass, y ha cerrado abruptamente tres estaciones de televisión por transmitir “desinformación” rusa. Al predecesor de Zelensky, Petro Poroshenko, se le confiscaron sus bienes por acusaciones aún no demostradas de financiación de los rebeldes separatistas de Donetsk y Lugansk; y el pasado fin de semana Zelensky prohibió once partidos políticos alineados con Rusia.
De hecho, las actividades anticorrupción parecen haber sido reformuladas frecuentemente como un esfuerzo para erradicar la influencia rusa, consolidando el control de Zelensky en el poder mientras protege a Kolomoisky. A principios de 2020, el presidente destituyó al fiscal general ucraniano, Ruslan Ryaboshapka, que había lanzado una campaña anticorrupción cuyos objetivos incluían a Kolomoisky. Fue sustituido por una antigua asesora de Zelensky, Iryna Venediktova. Zelensky también nombró a su viejo amigo de la escuela, Ivan Bakanov, para dirigir el Servicio de Seguridad de Ucrania; contrató al abogado de Kolomoisky como jefe de personal de su gabinete; y se embarcó en una amplia reforma de los servicios de seguridad que Human Rights Watch condenó como un abuso de poder. Zelensky también ha fortalecido sus alianzas dentro del Estado nombrando a docenas de antiguos colegas de su productora de televisión en puestos destacados.
Aunque Zelensky fue elegido con un extraordinario 73 por 100 de los votos, en junio de 2021 más de la mitad del electorado no quería que volviera a presentarse
¿En qué ha quedado el objetivo de lograr la paz con Rusia? La base para lograrla debía ser el Acuerdo de Minsk II, firmado en febrero de 2015 tras el fracaso del primer Protocolo de Minsk. Los acuerdos reflejaban la influencia armada que los separatistas de Donetsk y Lugansk habían logrado con el respaldo militar ruso. Por ello, los gobiernos ucranianos siempre se han sentido incómodos con su contenido, aunque aseguran que los respetan. Mientras Rusia insistía en mantener los compromisos adoptados en el Acuerdo de Minsk II respecto al “autogobierno local” y las elecciones en las provincias de Donetsk y Lugansk, Ucrania trataba de retrasar la aplicación de estas disposiciones al menos hasta que se produjera la retirada de las fuerzas rusas. Para negociar una paz con un vecino más poderoso, Zelensky habría tenido que atender a las prioridades de este último, lo cual habría sido extremadamente difícil dada la disposición del parlamento ucraniano en el que se enfrentó a fuertes críticas por aceptar simplemente negociar con Rusia aunque sus fuerzas siguieran ocupando Crimea. Así pues, cediendo a la presión nacional e internacional, Zelensky se aferró a la posición tradicional de Ucrania, negándose a negociar con los líderes del Donbass, rechazando la federalización y oponiéndose a la ocupación rusa de Crimea. Y no sólo eso; también aumentó la cooperación militar con Estados Unidos y el Reino Unido, construyendo nuevas bases navales cerca del Mar Negro, que Rusia consideró avanzadillas hostiles por parte de Occidente.
Con toda probabilidad, ni Rusia ni Ucrania quisieron aplicar plenamente el Acuerdo de Minsk II. Rusia podía contemporizar con la retirada de sus fuerzas, mientras aumentaba su influencia en Donetsk y Lugansk, convirtiéndolas en enclaves cada vez más autoritarios. Ucrania era reacia a aprobar las disposiciones políticas contenidas en el Acuerdo, ya que el poder militar y político ruso en la región convertiría el “autogobierno local” en una autonomía de facto. Más fundamentalmente, como ha argumentado Volodymyr Ishchenko, el dilema de Minsk reflejó el fracaso más amplio de los proyectos nacionalistas en la Ucrania postsoviética. En parte debido a la fragmentación de la clase capitalista, ningún proyecto ha sido capaz de asegurar el apoyo de más de la mitad de la población. El ala liberal-nacionalista que tomó el poder después del Maidan de 2014, con la participación de una pequeña pero influyente extrema derecha, nunca fue aceptada por la mayoría en Donetsk y Lugansk, históricamente las zonas más prósperas, industrialmente avanzadas y prorrusas del país. Aunque las acciones que Rusia ha llevado a cabo desde 2014 le han restado apoyo dentro de Ucrania y la invasión probablemente ha destruido ese apoyo para siempre, esto no significa que Zelensky haya tenido alguna vez la oportunidad de intervenir sobre esas contradicciones, incluso si hubiese querido hacerlo. Este fracaso hizo que su popularidad cayera en picado. Aunque Zelensky fue elegido con un extraordinario 73 por 100 de los votos, en junio de 2021 más de la mitad del electorado no quería que volviera a presentarse y sólo el 21 por 100 dijo que le votaría.
Está claro que las burocracias responsables de hacer la guerra en la OTAN no quieren actualmente una zona de exclusión aérea, porque implica una confrontación directa con una potencia en posesión de armas nucleares
Los periodistas británicos, sin embargo, liberados del la tarea de pensar críticamente gracias a la amnesia oficial, aún pueden participar del romance de la resistencia. El sacerdote laico del liberalismo, Ian Dunt, sugiere que los europeístas apasionados deberían enviar dinero al ejército ucraniano, al tiempo que celebra Ucrania como “los ideales de Europa hechos carne y hueso”. En el marco de esa fantasía hay una considerable simpatía por los voluntarios que, llamados a las armas por el ministro de Asuntos Exteriores ucraniano Dmytro Kuleba y alentados por su homóloga británica Liz Truss, han ido a luchar contra Vlad. ITV News nos regala una entrevista acrítica con voluntarios británicos que se entrenan con la “Legión Georgiana” en Ucrania, creada inicialmente por georgianos étnicos para luchar contra los rusos antes de integrarse en el ejército ucraniano para luchar en “una guerra de Occidente”.
Aunque el actual fermento cultural no librará a Ucrania de las bombas de racimo y de los bombardeos rusos, este ha sido parcialmente aprovechado para librar la guerra cultural británica
Estos sentimientos se han canalizado en las insistentes demandas de crear una “zona de exclusión aérea”, es decir, de guerra aérea, en Ucrania, así como de incrementar los presupuestos militares. Los cerebros periodísticos habituales se quejan de que la oposición a esta zona de exclusión aérea supone un “apaciguamiento”, evocando recuerdos populares de la Segunda Guerra Mundial como si se les hubiera ocurrido a ellos, o exigen que las potencias occidentales desafíen el farol nuclear de Rusia. Sin embargo, está claro que las burocracias responsables de hacer la guerra en la OTAN no quieren actualmente una zona de exclusión aérea, porque implica una confrontación directa con una potencia en posesión de armas nucleares. El Pentágono incluso vetó una propuesta polaca de enviar MiG-29 de fabricación soviética a Ucrania, alegando que ello constituiría casi un acto de guerra. No es la primera vez que los expertos, yendo más allá que el Pentágono, se vuelven más papistas que el papa. La única ayuda militar que los países de la OTAN planean ofrecer a Ucrania está destinada a estimular una insurgencia prolongada. Como sugirió alegremente Hillary Clinton, citando el ejemplo de Afganistán en la década de 1980 sin mostrar atisbo de arrepentimiento alguno por los dos millones de vidas perdidas y el nacimiento de un violento movimiento yihadista global, esa situación desangraría a Rusia. También destruiría a Ucrania.
Los beligerantes tienen una baza mejor con la demanda de más gasto militar. En el Reino Unido, tanto los conservadores como los laboristas están de acuerdo. En The Times, John Kampfner celebra el rotundo giro armamentístico de Alemania como una mala noticia para Putin. En Suecia, donde la opinión pública se ha decantado por el momento por la pertenencia a la OTAN, el gobierno socialdemócrata ha anunciado un aumento del presupuesto militar. The Economist señala, con cierto alborozo, que el armamento europeo está disparando las cotizaciones bursátiles de las empresas europeas de defensa.
Esto tiene poco que ver con el rescate de la población ucraniana de las incursiones rusas. El final más probable es, por supuesto, un acuerdo negociado. Zelensky, que quizá no vea con buenos ojos la devastación de una insurgencia al estilo de Afganistán, se está dando margen para una retirada diplomática, mientras que la posición negociadora de Rusia está lejos de ser maximalista. Parece probable que Putin tenga que reconocer una soberanía ucraniana disminuida, mientras que Zelensky tendrá que aceptar que Crimea pertenece a Rusia y conceder algún estatus especial a las “repúblicas” orientales de Lugansk y Donetsk. Dado que Ucrania no puede ganar, que la OTAN no va a intervenir directamente y que Rusia sólo puede triunfar con un gran coste para su propia posición (y para la posición de Putin respecto a unos dirigentes militares amedrentados), no hay ninguna ventaja en prolongar la guerra.
Aunque el actual fermento cultural no librará a Ucrania de las bombas de racimo y de los bombardeos rusos, este ha sido parcialmente aprovechado para librar la guerra cultural británica. Un ejemplo típico es el de Nick Cohen, que parece escribir las mismas tres o cuatro columnas una y otra vez durante estas semanas. En The Observer, afirma que un centro político revitalizado se ha enfrentado a una extrema izquierda y a una extrema derecha históricamente partidarias ambas de Putin. Esto es, naturalmente, de un analfabetismo político absoluto. Los campeones del Putin de los primeros tiempos, cuando estaba pulverizando Chechenia, eran esos parangones del centrismo de la década de 1990 que fueron Clinton y Blair. Putin participó activamente en la guerra contra el terrorismo de la que Cohen fue un entusiasta especialmente descerebrado. Todavía en 2014, Blair pedía una causa común con Putin. Sin embargo, la afirmación de que la izquierda antibélica es partidaria de Putin es parte integral del reciente argumentario de la alta política británica, en particular del intento de Starmer de llevar a buen puerto tanto la caza de brujas contra la Coalición Stop the War como la represión de los jóvenes laboristas por criticar a la OTAN. The Telegraph, llevando la táctica un paso más allá, acusa al sindicato RMT de ser la “quinta columna” y el “apologista de Putin” por lanzar una huelga en el metro de Londres.
En este sentido, la guerra cultural en torno a Rusia y Ucrania tiene más que ver con el rearme moral de “Occidente”, descompuesto después de Iraq y Afganistán, bajo la bandera de una nueva Guerra Fría, que declara a Putin como el legatario de Stalin con el objetivo de resucitar un atlantismo moribundo, de revitalizar un europeísmo moralista después del colapso de la causa del “Remain” al hilo del Brexit y de estigmatizar a la izquierda tras el shock del liderazgo de Corbyn en el Partido Laborista, que con Rusia o Ucrania. En términos más generales, revive en un nuevo paisaje las identidades civilizatorias apocalípticas que fueron una fuerza motivadora durante la “guerra contra el terrorismo” y que últimamente habían caído en desgracia.
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