Entrevista a Pablo Iglesias en El Salto - 5

Opinión
Tráiganme la cabeza de Pablo Iglesias (o del que sea)

La democracia, pensaba Cánovas, suponía el mayor enemigo que habían conocido la monarquía y la propiedad privada.

Doctor en Historia y profesor de filosofía

14 jul 2022 06:00

Aunque el parecido de esta historia con la del filme Bring Me the Head of Alfredo García (1974) es casi ninguno, en ambas hay un cacique ordenando que le traigan una cabeza para decorar su mesa de nogal o de mármol. Si en el espeluznante filme de Sam Peckinpah la sangre salpica nuestro espanto, en el de Pablo Iglesias no se usan balas ni cunetas, impensables dentro de la Unión Europea, sino querellas, titulares y chorros de tinta. Al fin y al cabo, Al Rojo Muerto es para todos los públicos. 

Cortarle las alas a un tribuno de la plebe es propio de cualquier Estado que se precie, sea éste el Senado romano apaleando a Tiberio Graco, sea la República italiana impidiendo el acceso del PCI al gobierno por cualquier medio. Exigir cabezas es una prerrogativa de los palcos y los reservados. No es preciso ningún esquema conspiranoico para entender el funcionamiento del Estado. El fin, dirá algún Maquiavelo de asador madrileño, justifica los medios. Y el fin de todo Estado, de toda Corte y entramado de negocios, es garantizar que nada cambie para que todo siga el mismo paso. 

En el Reino de España, el de la democracia plena en la que no suceden estas cosas, esa red de intereses ha tendido siempre a la fibrilación apocalíptica. Podríamos decir que todo empezó en los tiempos de Antonio Cánovas del Castillo, considerado por la derecha como un padre de la patria. Él fue el arquitecto de la Restauración borbónica (1874-1931), la de Alfonso XII y Alfonso XIII, que construyó contra la experiencia eléctrica y apabullante de la I República (1873-1874). Durante su breve tiempo de vida, España conoció un proyecto de constitución democrática, social y federal, por un lado, y un intento de revolución cantonal, por el otro. Ambos procesos fueron liquidados por las armas, como sucedió, por ejemplo, en Cádiz o Cartagena, y enterrados por la dictadura del general Serrano, un espadón oportunista.

No es preciso ningún esquema conspiranoico para entender el funcionamiento del Estado. El fin, dirá algún Maquiavelo de asador madrileño, justifica los medios

Esta experiencia democrática ocurrió dos años después de la Comuna de París. Ambos episodios hicieron rechinar las vajillas y los dientes de las burguesías de Europa. A partir de entonces, el latifundio andaluz y el cereal y el vino castellanos, por un lado, y la industria catalana, por el otro, firmaron una entente más o menos cordial para que tal espanto no volviese a repetirse nunca. La gran familia liberal, que desde 1833 se había pasado la vida haciéndose pronunciamientos unos contra otros, llegó a un acuerdo para repartirse el pastel del Estado. La democracia, pensaba Cánovas, suponía el mayor enemigo que habían conocido la monarquía y la propiedad privada. Después, ya en los años de 1890, ese monstruo de mil cabezas pasaría a ser el anarquismo, otra cara de la democracia de sus pesadillas. 

Ante semejantes enemigos, lo que empezó a llamarse la razón de Estado debía actuar de cualquier manera y en cualquier lado. El apocalipsis acechaba en cada descontento social. El Estado, por tanto, debía defenderse por el día y por la noche, en el mundo y en el inframundo. Una vez finalizada la revolución liberal y asentadas las desamortizaciones que convirtieron el campo en un coto privado, se quiso parar el reloj de la Historia. Toda injerencia en la propiedad, ya fuese la finca de los Medinaceli, ya fuese el palacio de Oriente, se interpretó como el primer crujido de un cataclismo aberrante. Prueba de este pensamiento apocalíptico fueron las numerosas declaraciones de Estado de guerra que los gobiernos liberales y conservadores declararon a lo largo del periodo. Desde las masacres perpetradas por el Ejército y la Guardia Civil en la década de 1880 en Andalucía, hasta más allá de las torturas en Montjuic, las leyes antiterroristas y el magnicidio de Cánovas en 1897, la Restauración desató una represión política escalofriante. La razón de Estado nació, por así decirlo, en las sentinas del Reino. Y ahí, según parece, continúa viviendo.

La pérdida de las colonias en 1898 supuso un drama en los palcos del Liceo y en los despachos cuartelarios. Los oficiales entraron de los nervios en el nuevo siglo, pusieron sus sables a hacer ruido y se dedicaron a compadrear con Alfonso XIII, un rey fanfarrón y cretino. Cubrir el mercado europeo durante la Gran Guerra (1914-1918) llevó la inflación a las nubes, la riqueza a los palacetes y, terminada la contienda, el paro a los de siempre. La desigualdad y la incertidumbre infló el número de afiliados a la CNT. Entonces, ocurrió lo impensable. Nicolás II, guardián de la reacción, fue derrocado en Rusia. Los bolcheviques asaltaron su Palacio de Invierno y las buenas familias del mundo se estremecieron. 

En las mejores casas del Reino se vivieron tres años de espanto. El fantasma de la I República recorría España de nuevo. La razón de Estado volvió a dar coletazos furiosos. La huelga general de 1917 fue respondida con grilletes y balazos. El empresariado catalán recurrió al pistolerismo para liquidar el anarquismo y el sistema se defendió con la ley de fugas y los Estados de guerra. En Barcelona, donde la tortura en la década de 1890 había dejado cifras y verdugones escalofriantes, el militar Martínez Anido, un personaje brutal y corrupto, convirtió la provincia en una montería. Pero nada fue suficiente para frenar el deterioro del régimen. Ya no gobernaban alternativamente liberales y conservadores, sino todos juntos y concentrados, muy próceres y circunspectos. La razón de Estado los obligaba.

El desastre de Annual puso la monarquía contra las cuerdas. La crisis de representación era irreversible. El régimen había ardido hasta los cimientos. Solo había una solución a disposición del monarca. Un cirujano de hierro debía dar un pronunciamiento y salvar al rey de la quema. Mussolini en Italia había iluminado el camino. En 1923, Miguel Primo de Rivera se lanzó al ruedo para salir por la puerta trasera en 1930. Al año siguiente, unas elecciones municipales llevaron a Alfonso XIII al exilio. La II República (1931-1939) puso los seculares problemas de la tierra, la condición de la mujer, la separación de la Iglesia y el Estado y la macrocefalia y el intervencionismo del Ejército sobre la mesa. La razón de Estado y las derechas españolas reaccionaron como solían, catastrofistas y apocalípticas. Pasado el desconcierto inicial de verse de nuevo en una república, se reunificaron y, tras el bienio de la CEDA en el gobierno, se organizaron para dar el golpe de Estado del 18 de julio de 1936. El cuartelazo fracasó, derivó en una Guerra Civil y, finalmente, en la dictadura del general Franco.

Las derechas españolas, que tienden al canibalismo con los propios y los extraños, se mantuvieron unidas por el reparto del botín y la amenaza del enemigo común. Solo cuando el dictador comenzó a caerse a trozos esta alianza hizo ciertas aguas. A excepción del llamado búnker, todas las demás querían entrar en Europa, pero no todas querían que Europa entrase en España. Si el botín de guerra se quería poner a salvo, era preciso adaptarse al futuro. Había que ir “de la ley a la ley”. Esto es, sin algarabías y sin huelgas generales revolucionarias, cambiando todo para que no cambiase apenas nada, especialmente lo conseguido en la posguerra y en el desarrollismo. 

La explosión del 15M desconcertó a los palcos y los reservados. La indignación de la juventud de 2011 prendió en otros sectores sociales gracias a la crisis de la deuda y la nacionalización de Bankia en 2012. La razón de Estado se echó a temblar, apocalíptica de nuevo

Como en esta posguerra los vencedores habían matado y saqueado a manos llenas, la razón de Estado se puso solemne y se dio una Ley de Amnistía en 1977 para asegurar el disfrute del botín en la democracia. Disfrazado de perdón y concordia, este texto echaba un borrón inmenso sobre lo ocurrido en los sótanos de la dictadura. Los jueces del TOP, los Roberto Conesa, Billy el Niño y compañía, todos podían estar tranquilos. La razón de Estado pasaba a la democracia invicta e intacta. Y así seguiría, y sigue, hasta ahora.

En 2014, sin embargo, Podemos surgió como un sarpullido imprevisto. Desde la muerte del dictador, la razón de Estado había campado a sus anchas, amparándose vilmente en motivaciones antiterroristas y dejando un reguero de infamias que conectaba los GAL e Intxaurrondo con las escuchas ilegales del Cesid. El marco político se había movido tan a la derecha que cualquier propuesta razonable en la Europa de los años cincuenta pasaba ahora por un aberrante asalto a la Bolsa. El comunismo quebró en 1989 y recogió la bandera en 1991. El mundo de la libre empresa había ganado la Guerra Fría. España era el mejor país para hacerse rico, se dijo en el tardofelipismo y no se desmintió bajo el aznarato. Sin embargo, la crisis de 2008 y la rendición del presidente Rodríguez Zapatero en 2010 abrasaron la representatividad de la segunda Restauración borbónica, la de la Constitución de 1978.

La explosión del 15M desconcertó a los palcos y los reservados. La indignación de la juventud de 2011 prendió en otros sectores sociales gracias a la crisis de la deuda y la nacionalización de Bankia en 2012. La razón de Estado se echó a temblar, apocalíptica de nuevo. El independentismo catalán cabalgaba su propia ola de deslegitimación del régimen representativo y el cielo del Congreso se cubrió de nubarrones. Entonces, Podemos cayó como un meteoro sobre el bipartidismo. En una sociedad desmochada, hambrienta de sindicación y de tejidos vecinales, la irrupción de un tribuno de la plebe como Pablo Iglesias, mordaz y deslenguado, puso voz y rostro de supervillano a la amenaza. Que el ascenso del partido fuese tan veloz se debió a las condiciones de una sociedad agraviada por el latrocinio político, los recortes y los desahucios. La España que vio crecer a Podemos era la de la sociedad del espectáculo y el eslogan de tuitero. La marea populista había llegado, en otras palabras, al Reino, y tan pronto se podían tener 70 diputados como despeñarse hasta los 35 bajo el fuego de una batería de querellas y titulares del inframundo.

Como el partido había crecido en torno a una figura mediática, era sencillo tullirlo fabricando un chivo expiatorio. Muerto el perro, se acabó la rabia, se razonó en las cloacas y en las casas de campo del Reino. Tráiganme la cabeza de Pablo Iglesias (o del que sea), exigió la razón de Estado. “Voy con ello”, respondieron muchos otros. Y así, sin mayor misterio, se linchó a un partido que se fue devorando a sí mismo en el descenso. La razón de Estado actuó como siempre, como cualquier otro Estado y como ha venido haciendo, según necesidad, desde 1874. No se olvide esta historia para futuros proyectos. De lo contrario, Cánovas seguirá durmiendo el sueño de los injustos entre las cloacas y el mármol. 

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Cierto cine de prestigio invisibiliza el factor trabajo hasta límites grotescos, con tareas completamente borradas del presente privilegiado de sus personajes.
avellana
18/7/2022 12:26

Maravilloso artículo. Enhorabuena Miguel Angel.

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amartinmorales@gmail.com
16/7/2022 12:45

Para entender el transito de la Historia. Excelente análisis/masterclass !!!. Gracias Sr. Sanz.

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Humanista96
Humanista96
14/7/2022 17:02

Acertadísimo retrato de esta nuestra España. Bravo al autor.

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moralesmontesdeocajuan
14/7/2022 14:32

Estupendo artículo para los ignorantes y/o desmemoriados de la Historia. Tenemos un sistema bajo la égida de la Monarquía (otra vez intérprete de la España más negra), que como decía el Gatopardo, "que cambie algo para que todo siga igual".

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