Una lata de Energy, cigarros y resistencia: crecer luchando contra la ocupación de Palestina

En el patio de la casa de M., en Jedira, en la Cisjordania ocupada, un grupo de adolescentes hablan sobre la ocupación, los amigos muertos y cómo hacer frente a las incursiones de los soldados israelíes.
Cisjordania Bir Nabala muro - 2
Muro en Jedira. Fotografía de Rafaela Cortez y Ricardo Esteves Ribeiro
Jedira, Cisjordania.
14 nov 2025 06:00

M. va dando caladas secas y rápidas a un cigarro Winston Blue mientras bebe de una lata de XL Energy Drink. Se sienta en uno de los varios sofás que componen el salón de su casa. La televisión, que ocupa casi en su totalidad una de las paredes de la sala, va pasando videoclips de himnos de rap palestino de su generación. Canta las letras y balancea el brazo y la cabeza a un ritmo ligeramente más apresurado de lo que la música pide, como si batallara con Shabjdeed y Daboor, como si cada uno intentara escupir las rimas antes que el otro.

El videoclip de Inn Ann que vemos ahora fue grabado a unos metros de donde nos encontramos, en Bir Nabala, a pocos minutos a pie de donde tiene lugar este encuentro. Se ve a un grupo de jóvenes, casi todos vestidos de negro, algunos con la cara tapada, mirando a cámara. Como telón de fondo de todo el videoclip está el muro del apartheid, gigante, de hormigón, que rompe Jerusalén en dos, separándola de Bir Nabala, Jedira, Jeeb y de tantas otras villas y aldeas.

¿Ha llegado el momento de la revuelta?

Hasta hace unos 25 años era fácil llegar desde aquí hasta la ciudad vieja de Jerusalén, pero ahora el paso está cerrado. M., con 15 años, ha conseguido visitarla porque se arriesgó más de quince veces, dice, a saltar el muro del apartheid, para encontrarme con amigos, para ver la mezquita al-Aqsa. No hay números exactos ni un recuento oficial de personas asesinadas mientras saltaban el muro del apartheid, pero las historias de sus muertes son recurrentes. “¿No tienes miedo?”, le preguntamos a M. No mucho. A veces, dice en inglés. ¿Más o menos [nouss nouss]?, preguntamos en árabe. Nouss nouss, responde. Y se ríe.

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Bir Nabala. Foto: Lucas Grimault de Freitas

La canción Inn Ann fue lanzada a finales de abril de 2021, por la misma época en que se iniciaba una revuelta palestina con epicentro en Jerusalén, conocida por el nombre ‘Intifada de la Unidad’. La revuelta surgió como respuesta a la escalada de la presión sionista para expulsar a varias familias palestinas del barrio de Sheikh Jarah. Mientras estas familias defendían sus casas, practicando sumud —perseverancia en árabe; resistencia a través de no abandonar las tierras—, Shabjdeed y Daboor se preguntaban: “¿y si el momento para la revuelta ha llegado, realmente?”.

La cultura dôd, libertad y resistencia

Inn Ann se popularizó masivamente en las calles de Jerusalén y su éxito traspasó las fronteras de la ciudad santa. Con la canción, también se extendió un movimiento iniciado por jóvenes palestinos listos para desafiar la ocupación en las calles: dôd.

M. se levanta para explicar qué significa dôd: señala el chándal, los pantalones negros y la chaqueta. Ambas prendas son negras. Señala las zapatillas, negras también. Señala la gorra, negra. Señala la bebida XL y el cigarro. “Esto es dôd”, dice. El término tiene su origen en la palabra hebrea que significa ‘tío’. Se la han apropiado.

Le comentamos a M. que queremos conocer al resto del grupo, escuchar a otros dôd sobre cómo es crecer en estas villas. Segundos después, M. coge el móvil y envía un mensaje de voz: “Shabab [chicos], venid aquí a casa. Vamos a hacer una entrevista”.

“Primera regla: no puedes tener miedo de nadie. Segunda regla: tienes que tener amigos dôd. Tercera regla: tienes que hacer lo que te venga a la cabeza, independientemente de lo que digan los demás. Excepto Dios”

Un par de horas después, en patio de la casa de M. aparecen unos 10 adolescentes. Son chicos de entre los 14 y los 19 años, casi todos vestidos como si estuvieran listos para grabar un videoclip con Shabjdeed y Daboor. Casi todos visten ropa de marca, aunque sean imitaciones. Se saludan, algunos se empiezan a sentar formando un círculo, en bancos de madera; otros se quedan de pie, con demasiada energía para quedarse quietos. Son adolescentes, y actúan como cualquier otro adolescente en cualquier parte del mundo. Algunos dan toques a uno de los balones que hay por ahí. Hacen scroll en vídeos de TikTok. Se dan golpes unos a otros en plan de broma. Se pierden en carcajadas.

“No es solo la vestimenta lo que hace que un dôd sea un dôd”, dice M. Hay reglas: “Primera regla: no puedes tener miedo de nadie. Segunda regla: tienes que tener amigos dôd. Tercera regla: tienes que hacer lo que te venga a la cabeza, independientemente de lo que digan los demás. Excepto Dios”. M. explica que él y su generación ven la cultura dôd como libertad y resistencia. Un grupo que se niega a ser oprimido sin luchar de vuelta, que defiende su aldea, su villa. Uno de los chicos cita un verso del Corán (22:39): “A quienes luchen por haber sido víctimas de alguna injusticia les está permitido luchar y Allah tiene poder para ayudarles”.

Ataviados con pasamontañas, se dispusieron a defender las villas contra uno de los ejércitos más poderosos del mundo. ¿Sus armas? Piedras y cócteles molotov caseros

Estos chicos ven como suya la responsabilidad de hacer frente al ejército sionista durante las recurrentes invasiones a las villas de Bir Nabala, Jedira o Jeeb. El pasado septiembre, el régimen israelí llevó a cabo una megaoperación en estas y otras villas de Jerusalén cerca del muro e impuso el toque de queda obligatorio; invadió casas, cerró tiendas, deuv y atracó a personas y emitió decenas de órdenes de demolición de casas y revocaciones de visados de trabajo. Todas estas acciones formaban parte de una estrategia de castigo colectivo después de que dos jóvenes palestinos de las villas vecinas de Qattana y Qubeiba mataran a tiros a seis colonos en Jerusalén —los jóvenes acabaron también muertos.

Después de aquello, los soldaros israelís intensificaron sus incursiones en Jeeb, M. y sus amigos decidieron pelear por su territorio. Ataviados con pasamontañas, se dispusieron a defender las villas contra uno de los ejércitos más poderosos del mundo. ¿Sus armas? Piedras y cócteles molotov caseros. “Esperamos hasta que los soldados abrieron la puerta del jeep para lanzarles un cóctel molotov”, dice M., “ese era nuestro objetivo”. “¿Quién os enseñó a hacer cócteles molotov?”, preguntamos. M. da una palmada en la espalda a uno de los chicos, que sonríe de manera cómplice. “Y a ti, ¿quién te enseñó? Nadie, dice él, aprendí solo. Es fácil: gasolina, una botella de vidrio y un trapo para prender el fuego. Antes de todo esto, empecé tirando cócteles molotov al muro”, dice el chico que enseñó al resto del grupo. 

“No es justo que nosotros continuemos viviendo y nuestros hermanos y amigos mueran”

Preguntamos si tienen miedo de que, un día, acaben mártires a manos del ejército sionista, como ocurre con tantos, tantos palestinos. Es una pregunta ingrata; no sabemos si alguna vez admitirían, delante de sus amigos, que sí, que tienen miedo. “No”, dicen casi todos, apresuradamente. “Insha'allah [ojalá]”, dice uno de ellos. “¿Por qué?”, preguntamos. “Para ir al paraíso”, responde. “Cuando veo vídeos de Gaza, pienso que nosotros no somos mejores que la gente de Gaza. Debemos vivir como ellos o ellos deben vivir como nosotros. No debería ser diferente”, dice uno. “Cuando veo los vídeos que llegan desde Gaza, siento que tenemos que hacer algo”, dice otro. “Yo le digo a mi familia que, un día, me van a matar. Ojalá sea mártir, un día”.

M.: “Voy a tener una muerte muy bonita. Y voy a ir a otra vida, una vida también bonita

La conversación continúa mientras sus móviles pasan de mano en mano. Muestran vídeos de chavales de las mismas edades que ellos siendo alcanzados por la artillería, algunos muertos, vehículos militares en llamas, batallas entre adolescentes y soldados armados de la cabeza a los pies. Los chavales ríen y se señalan los unos a los otros; explican quién es quién en los vídeos que ahora vemos, con orgullo. Dice el más joven del grupo, con 14 años: “Yo estaría triste por morir, solo porque mi madre estaría triste. Esa es la persona que más me importa”. “Si me matan”, dice otro, “solo tengo miedo de que destruyan mi casa y se lleven a mi padre y a mi madre. Es en eso en lo que pienso”.

Los chicos muestran otro vídeo. Aparece un soldado que apunta directamente a la cámara. Lo ha grabado uno de ellos, en Jedira. Le preguntamos a M., que está callado desde hace rato, con los ojos fijos en el móvil, si tiene miedo: “No,” dice abruptamente, “voy a tener una muerte muy bonita. Y voy a ir a otra vida, una vida también bonita”. Uno de los chicos más mayores explica, mirándonos a los ojos: “Todo el mundo aquí ama la vida, y le gustaría vivir. Pero, cuando vemos a todo el mundo a nuestro alrededor muriendo, ¿cuál es el sentido de la vida? No es justo que nosotros continuemos viviendo y nuestros hermanos y amigos mueran”.

“¿Cuántos amigos vuestros han sido asesinados?”, preguntamos. Los chicos responden, uno a uno. “Dos”, dice el primero. “Dos”, dice otro. “Dos”. “Tres”. “Uno”. “Dos”. “Cinco”. “Dos”. “Tres”. “Tres”, dice el que tiene solo 14 años. “Ocho”, dice M., y los nombra, para que sepamos que no está exagerando. El aire en el patio donde estamos se vuelve más tenso. No porque para estos jóvenes sea difícil hablar sobre la muerte, o recordar a los amigos que perdieron la vida a manos de los soldados israelíes. Ellos continúan actuando como los adolescentes que son: ríen, continúan haciendo scroll, apuran la entrevista para tener tiempo de jugar al voleibol. La tensión crece exactamente por lo contrario: por nuestra propia toma de consciencia de la banalidad de casi todo. Es posible que estemos frente al próximo adolescente mártir de Palestina.

+ Dos

Tres semanas después de esta conversación, el presagio se hace realidad. Cada uno de estos chavales fue obligado a sumar dos a la cuenta personal de amigos convertidos en mártires. Son ahora cuatro, cuatro, cuatro, cinco, tres, siete, cuatro, cinco, cinco, diez. Mohammad Rashad, uno de los chicos presentes aquel día, fue asesinado por soldados sionistas el 7 de noviembre de 2025, junto con un amigo, Mohammad Atim. Ambos de 16 años; ambos residentes de Jedira. Los soldados israelíes dispararon contra ellos y, a continuación, los secuestraron. Anunciaron su muerte a la mañana siguiente. Han pasado siete días de aquello, y sus cuerpos aún no han sido devueltos.

En un vídeo publicado por el ejército israelí, se ve a los jóvenes lanzar lo que parece ser un cóctel molotov hacia el muro del apartheid. A continuación se les abate a tiros. Es el mismo muro que aparece de telón de fondo del videoclip de Inn Ann.

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Jedira. Zona donde Mohammad y Mohammad fueron asesinados por el ejército sionista. Foto: Rafaela Cortez y Ricardo Esteves Ribeiro

Cuando le preguntamos a Mohammad Rashad, en el patio de la casa de M., qué significaba, para él, aprovechar la vida, su respuesta fue corta: “Resiliencia. Ser resiliente y mantenernos aquí”. Semanas después, los soldados israelíes lo mataron, y con ello, también lo inmortalizaron. Hoy, los nombres de Mohammad Rashad y Mohammad Atim persisten, esparcidos por las calles de Jedira.

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VV.AA.
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