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Personas refugiadas
Supervivientes del Aquarius estallan tras dos años de espera: “Sánchez nos ha abandonado”
Llevan dos años esperando que el gobierno que les abrió las puertas de España responda sus solicitudes de protección internacional. Se sienten olvidados y abandonados tras el mediático desembarco en Valencia, donde les recibió con honores la plana mayor del recién estrenado ejecutivo de Pedro Sánchez, después de que Italia y Malta les cerraran sus puertos y estallara una crisis sin precedentes en el seno de la Unión Europea que dinamitó la débil política migratoria común.
De las 629 personas rescatadas en junio de 2018 por el Aquarius frente a las costas libias, 374 pidieron protección en España. Hasta hoy, el ejecutivo solo ha resuelto 66 de esos expedientes. Ha denegado 49 instancias, casi el 75%, mientras que ocho han sido aprobadas y otras nueve se han archivado. Según fuentes del Ministerio de Interior, el resto están en tramitación. Los 78 migrantes que asiló Francia ya han recibido el estatuto permanente de refugio pero quienes apostaron por España siguen aguardando un documento definitivo que despeje su futuro de una vez por todas.
Fuera del sistema de acogida desde diciembre, la pandemia sanitaria les ha abocado a una situación extremadamente vulnerable
Fuera del sistema de acogida desde diciembre, la pandemia sanitaria les ha abocado a una situación extremadamente vulnerable, especialmente quienes han perdido sus papeles. Los testimonios que siguen dan cuenta de unas vidas que basculan entre la incertidumbre y el desamparo. Se han organizado para exigir su regularización urgente en una manifestación que se celebrará el próximo sábado en Valencia coincidiendo con el Día Internacional de las personas refugiadas. Éstas son sus voces.
“Estar en Europa sin papeles no es vida”
Emily Sini. Torrefiel (Valencia). 42 años.
Cuando Emily Sini rompió el protocolo institucional de la Generalitat para felicitar a Pedro Sánchez por haber acogido al Aquarius no imaginó que hoy se sentiría tan decepcionada con el presidente del Gobierno que les brindó la oportunidad de emprender una vida digna en Europa. “Ha incumplido su promesa, nos aseguró que lo arreglaría todo pero el viento se ha llevado sus palabras y ya no somos bienvenidos en España”, lamenta.
Durante la ceremonia de entrega de las Altas Distinciones del Consell el 9 de octubre de 2018, aún no habían pasado cuatro meses del desembarco con honores en el puerto de València. Como el resto, Emily pensó que la pesadilla había terminado y espontáneamente estalló de júbilo ante cientos de personalidades y medios de comunicación presentes en el acto solemne. Captó toda su atención. Dos años después, sonríe con la misma energía pero está a punto de perder la esperanza y la preocupación no le deja pegar ojo. “Estar en Europa sin papeles no es vida”, se queja. “Es muy, muy duro… es muy difícil salir adelante” con una tarjeta roja de cartón —el documento provisional que acredita que es solicitante de protección internacional— como única arma a su favor.
Emily no ha logrado convalidar sus estudios y retomar su profesión de enfermera, a pesar de su experiencia combatiendo el ébola durante años en hospitales de Nigeria y Libia
Algunos días se arrepiente de haber elegido quedarse en España. Reconoce que ha llegado a pensar en marcharse a Reino Unido para empezar de cero por enésima vez. Quizá le sería más fácil, piensa, porque ya domina el idioma. Podría convalidar sus estudios y retomar su profesión de enfermera. Aquí no lo ha logrado a pesar de su experiencia combatiendo el ébola durante años en hospitales de Nigeria, donde nació, y de Libia, de donde huyó “aterrorizada por la vida de fuego” y acosada por las violentas bandas de pistoleros. Al principio pensó en volver a estudiar en la Facultad de enfermería. Acabó desechando la idea porque debía resolver necesidades acuciantes y no podía permitírselo.
Migración
El personal sanitario al que no podemos aplaudir
España aboca a la población migrante con formación sanitaria a la economía sumergida y prescinde de su experiencia frente al covid-19. Profesionales de Ucrania, Colombia, Honduras y Guinea Ecuatorial comparten sus historias.
Lo más cerca que ha estado de reincorporarse al sector sanitario fue durante el tiempo que fregó los pasillos del hospital La Fe, su primer trabajo al llegar. Ahora barre y desinfecta las calles de València, acaba de renovar por un año con una subcontrata del Ayuntamiento. Gana lo justo para alquilar una habitación con goteras en Torrefiel, pagar su abono de transporte mensual, alimentarse sin grandes dispendios y enviar algo de vez en cuando a la hija y los dos nietos que permanecen en África. Entre medias, ha lavado platos en un lujoso restaurante de la playa que le llamaba a días sueltos y le pagaba por horas. Ha fregado los suelos y los lavabos de varios restaurantes de moda del centro y se ha deslomado en las campañas de la naranja y la mandarina. No protesta, ser invisible le ha ayudado a aprender que “si no tienes la tarjeta de plástico, todo el mundo te explota”. Aunque no pueda progresar, sabe que en Europa está mejor. Una enorme cicatriz de bala en la espinilla acaba de convencerla.
“No sobrevivimos para que ahora nos dejen tirados”
Moses Von Kallon. Malvarrosa (València). 26 años.
“Nuestra vida ahora es como cuando estábamos en el mar. Seguimos buscando socorro, a la deriva, sin saber dónde vamos y con un futuro sin rumbo”. La clarividente metáfora es de Moses Von Kallon, el alma mater de la asociación que agrupa a la mayoría de supervivientes del Aquarius en España. Se siente frustrado porque la tarjeta roja se ha convertido en “una barrera más” en cada paso que intenta emprender. Las empresas, las inmobiliarias, los bancos, los comercios… casi nadie le confía un contrato “porque tienen miedo, no les da garantías de continuidad”.
“Nuestra vida ahora es como cuando estábamos en el mar. Seguimos buscando socorro, a la deriva, sin saber dónde vamos y con un futuro sin rumbo”
Está con el agua al cuello para pagar el alquiler, las facturas y alimentarse. Perdió su trabajo en la Ford cuatro días antes de que se decretara el estado de alarma así que no pudo acogerse a ninguna de las ayudas para paliar la pandemia. Tampoco ha tenido tiempo de generar paro en la construcción y el campo. Confiaba en la renta mínima vital, pero se ahoga porque finalmente los solicitantes de protección internacional no tienen derecho. Hace unas semanas le llegó un trabajo-salvavidas, recogiendo contenedores de ropa usada a jornada parcial, que le dará un respiro durante un par de meses.
Migración
Las personas solicitantes de asilo no podrán optar al ingreso mínimo vital
Al contrario de lo que se había anunciado previamente, los solicitantes de asilo quedan excluidos del ingreso mínimo vital. Se suman a las 600.000 personas migrantes en situación administrativa irregular que han quedado fuera de esta medida.
Sonrisa deslumbrante, tono amable y palabras firmes para criticar duramente la gestión “antihumanitaria” del Gobierno. “Pedro Sánchez nos acogió por estrategia política, para ganar atención, pero después se ha olvidado de nosotros y nos ha abandonado”, explica tomando aire. “Lo que ha pasado con George Floyd es también nuestro escenario, no podemos respirar. Queremos movernos pero no podemos respirar. Queremos contribuir pero no podemos respirar. Queremos hacer lo mismo que cualquier persona con una vida digna pero no podemos respirar. Estamos en el suelo, sin poder levantarnos, sufriendo por nuestras familias y pidiendo por favor que el Gobierno nos quite la rodilla de encima”. Otra bocanada: “No sobrevivimos para que ahora nos dejen tirados, necesitamos la regularización ya, ¿por qué no escuchan nuestra petición? ¿porque somos negros?”.
“Lo que ha pasado con George Floyd es también nuestro escenario, no podemos respirar. Queremos movernos pero no podemos respirar. Queremos contribuir pero no podemos respirar”
Se queja del desamparo en el que están sumidos desde que dejaron el programa de acogida que les cubrió durante año y medio. Ninguna persona estaba “realmente preparada” para enfrentarse a la realidad, muchas le han pedido consejo y orientación desde entonces “porque no saben qué hacer o donde acudir”. Cree que el proceso se basa excesivamente en el aprendizaje del idioma y deja fuera otras cuestiones que reforzarían la integración como el tejido de redes sociales y familiares. “Nadie quiere depender, queremos contribuir al desarrollo y tener voz propia para construir la historia del país”, dice.
Para paliar esa carencia ha impulsado la asociación Aquarius Supervivientes, que ya cuenta con cerca de un centenar de participantes y una veintena de personas voluntarias. El coronavirus paralizó sus actividades pero para el próximo curso proyectan retomar la sensibilización en las escuelas, jornadas de intercambio cultural y el lanzamiento de un cómic que relata cómo llegaron hasta aquí.
Europa no estaba en la ruta de escape de Moses. Nunca contempló llegar tan lejos cuando emprendió la huida, a vida o muerte, de Sierra Leona a los 22 años siendo universitario. La necesidad le empujó a cruzar siete fronteras, el inmenso desierto del Sáhara y un inhóspito mar Mediterráneo. No lo planeó, solo seguía adelante, “no tenía otra opción”.
Dice que ha olvidado los detalles aunque en el fondo de su mirada tristona lleva tatuado el rosario de fatalidades que ha padecido. Cuando se siente inspirado va escribiendo sus memorias con la idea de publicar una biografía “algún día”. Si España le permite quedarse, le gustaría estudiar Trabajo Social para ayudar a otros migrantes a integrarse y fundar una ONG que actúe en África para evitar que otras personas tengan que seguir su camino. “Hasta que no tenga una vida digna no seré completamente libre”, afirma. Su gran sueño sería que “un negro, un hijo o hija del Aquarius”, llegue al frente de la presidencia del gobierno español.
“Aún tengo esperanza en España”
Amanda Ilo. Benimaclet (Valencia). 25 años.
Los dos anhelos de Amanda Ilo son simples. Estaría orgullosa de conseguir “cualquier trabajo con contrato” y poder alquilar un apartamento para vivir “tranquila sin molestar a nadie”. También le gustaría volver a la escuela pero… ¿cómo? Se siente indefensa sin un documento permanente que la proteja frente a los abusos laborales que ha estado soportando. Sin contratos, cobrando la mitad en negro, sin cotizar y sin derecho a descanso. “¿Qué otra cosa puedo hacer? —suspira— me da miedo perderlo todo si me enfrento”. La residencia definitiva en condición de refugiada climática “es solo un papel pero marca la diferencia, sobre todo si eres mujer”, resopla mirando al infinito.
Hasta que la crisis sanitaria por el covid-19 cerró los restaurantes, limpiaba los salones y las cocinas de una concurrida cadena siete días a la semana. Muchas veces, en turnos corridos de once de la mañana a tres de la madrugada. Todavía le deben los dos últimos meses de sueldo, los mismos que ella adeuda de alquiler. Ha pasado todo el confinamiento apurada, tirando de ahorros para comer. No ha recibido asistencia de ninguna institución. No ha ingresado ni un euro. No tiene derecho a la renta mínima vital y ni siquiera sabe que puede solicitar la renta valenciana de inclusión. Está activada en todas las ETT y agencias de empleo. Envía currículums todos los días “pero no sale nada”. Ya hace semanas que se agotó su hucha.
La residencia definitiva en condición de refugiada climática “es solo un papel pero marca la diferencia, sobre todo si eres mujer”, expone Amanda
Amanda se está esforzando mucho por reafirmar su independencia y reponerse de todos los golpes que ha recibido. Poco después de llegar a València se separó de su pareja, que la agredía con frecuencia. No se había recuperado aún de las secuelas del Mediterráneo, donde casi muere ahogada como su tío. El trauma del abandono en un país ignoto, en el que no entendía ni una palabra ni costumbre, se sumó al dolor del aborto que había sufrido justo antes de escapar de Libia cuando los Asma Boys —uno de los grupos de gánster que se disputan el país— la violaron a punta de pistola delante de su familia durante el saqueo de su casa. Unos meses antes se había refugiado allí tras perder su vivienda y su negocio en las lluvias torrenciales que arrasaron Freetown, la capital de Sierra Leona, en 2017.
Al llegar a València “fue terrible”, recuerda, pero se sintió bien porque estaba a salvo y por fin había cambiado su destino. Pasó los primeros meses cerrando heridas, estudiando el idioma y recuperándose con ayuda de las entidades sociales que la atendían. En cuanto pudo, se puso a trabajar. Dos años después se ha dado cuenta de que en Europa no puede ser “completamente feliz” sin documentos. “Pedro Sánchez nos trajo aquí, nos dio una oportunidad ¿pero ahora se olvida de nosotras?”, se pregunta. “No me arrepiento de haberme quedado en España, prefiero estar aquí que en África, aún tengo esperanza en que regularicen nuestra situación definitivamente”, dice convencida. “Mientras esté viva” seguirá confiando en que el Gobierno “cumpla la palabra del Presidente”.
“La única ayuda que quiero son mis papeles”
Sekou Oumar Keita. Patraix (Valencia). 30 años.
Para la administración general del Estado, Sekou Oumar Keita no existe. Vive en situación administrativa irregular desde que la comisión interministerial de asilo y refugio rechazó su solicitud de protección internacional y le retiró la tarjeta roja en julio de 2019. Estaba a punto de firmar un contrato de un año con una constructora que instala semáforos y pavimenta calles en Valencia. De un día para otro se quedó “en el limbo”, sin permiso de trabajo, sin derecho a percibir ayudas o formación y sin autorización para residir legalmente en España. Su abogado ha presentado un recurso y le pide que espere pero él está “cansado de escuchar siempre la misma canción”.
Está atrapado en un sistema que ya no le protege, en una situación que no le permite avanzar ni retroceder. “No pensaba que mi vida sería así en Europa —explica cabizbajo— pero no puedo volver a África y no puedo estar siempre de paso”. Le atormenta la posibilidad de una deportación a Guinea Conakri porque la mafia de la droga no ha dejado de perseguirle desde que frustró una suculenta operación y arrestó a uno de los dirigentes del cartel. Comandante adjunto de un pelotón militar, Oumar lideró el equipo de lucha contra el narcotráfico en su país durante cinco años. Hasta que se topó con alguien que intentó sobornarle y él se negó a cerrar los ojos. El capo estaba conchabado con su superior, “un corrupto que perdió mucho dinero por mi culpa”, y en cuanto quedó en libertad a los pocos días, asesinó a su mejor amigo a sangre fría antes de intentarlo con él.
Oumar escapó de la red a través de Costa de Marfil, Burkina Faso y Níger hasta llegar a Libia, donde cayó en otra trampa que casi le cuesta la vida dos veces. Fue apresado y vendido como esclavo, pasó más de un año alternando los trabajos forzados con la cárcel. Cada vez que se escapaba, las guerrillas que campan por el país volvían a secuestrarlo. Una explosión de gas le destrozó la mano derecha, “como los negros no podemos ir al hospital allí, se me infectó y estuve muy grave”. Entonces supo que tenía que cruzar a Europa.
“El Gobierno me dio una oportunidad, ha salvado mi mano, me ha formado ¿y ahora me retira los papeles? ¿por qué no cumple su palabra?”
Hicieron falta dos complejas operaciones en La Fe para recuperar y reconstruir sus falanges y dedos. Con el vendaje y los puntos acudía entusiasmado a las clases de español y las formaciones durante los primeros seis meses en València. No falló ni un día. Estaba tan agradecido que en cuanto recibió el alta empezó a buscar trabajo por su cuenta. “A los ocho meses ya vivía de mi sudor y había salido del sistema de acogida del gobierno”, aunque tenía derecho a permanecer en él otros nueve meses más. Pero al retirarle la tarjeta roja, todo se ha desmoronado. “El Gobierno me dio una oportunidad, ha salvado mi mano, me ha formado ¿y ahora me retira los papeles? ¿por qué no cumple su palabra?”, se pregunta contrariado, “solo necesito papeles, es la única ayuda que quiero”.
Ha salido adelante desde entonces con al apoyo de algunos vecinos y amigos a los que considera su familia. También ha estado trabajando en una fábrica cercana a València, cobrando en negro a siete euros la hora. “¿Qué voy a hacer? ¡no tengo otra opción! Mi dignidad me impide robar o pedir”. Interrumpe la grabación para explicar off the record las condiciones del empleo. Está desesperado porque incluso ese calvario se ha acabado por culpa del coronavirus. No tiene nada.
Por su situación legal, está excluido de todos los paquetes de ayudas para hacer frente a la crisis sanitaria. Ni si quiera puede solicitar la renta mínima vital. Desde la estrecha habitación oscura de Patraix donde se refugia sin poder pagar desde hace casi un año, con un colchón en el suelo y un armario destartalado, cuenta que haría cualquier cosa “por poder vivir en paz sin pedirle un euro a nadie”. Sin la regularización, nunca podrá lograrlo.
“Las mujeres lo tenemos más difícil todavía”
Nzudechi Simon. Sueca (Valencia). 27 años
“Si no tienes trabajo, no tienes dinero para comida”. Nzudechi Simon habla poco y lo hace con prudencia. Al pronunciar esta frase, destapona otros sentimientos que se agolpan ansiosamente en su garganta. Está convencida de que “sería más fácil ganarse la vida” con un permiso de trabajo y residencia permanente.
Hace seis meses que salió del programa de acogida en el que las organizaciones sociales deben prepararles para vivir de forma autónoma. Desde entonces, le está resultando casi imposible firmar un contrato laboral con la tarjeta de cartón rojo que le acredita como solicitante de protección internacional. La mayoría de empresas donde ha acudido en busca de empleo le han dicho que no aceptan el documento, que no vale para nada o simplemente que no saben lo que es. Lo mejor pagado que pudo encontrar, a principios de año, fue recolectando cítricos en el campo durante un par de semanas. Después empezó a limpiar suelos en un restaurante de València.
Nzudechi comenzaba a adaptarse a la “vida real” pero llegó la pandemia y se quebró cualquier atisbo de alzar el vuelo
Comenzaba a adaptarse a la “vida real” pero llegó la pandemia y se quebró cualquier atisbo de alzar el vuelo. Sin ingresos, sin ahorros y sin ayudas, hace cuatro meses que dejó de pagar los 275 euros de su habitación. Cuando lo vio venir quiso mudarse “a otro sitio más barato”. No pudo porque le pedían un permiso de residencia definitivo. Hace unos días que abandonó su casa en Sueca y ahora se cobija temporalmente en la habitación de una amiga en València, hasta que consiga algún trabajo. Quiere pedir auxilio a servicios sociales pero las oficinas están cerradas y por teléfono no se aclara con nadie.
En su experiencia, ser mujer africana es casi una condena en estas circunstancias. Y más si tiene hijos pequeños y ni si quiera puede salir a buscar trabajo, como su hermana que vive en Sevilla con su sobrina de once meses. “Nosotras lo tenemos más difícil todavía que los hombres”, sentencia. Para empezar, la mayoría de ofertas a las que pueden acceder sin dominar el idioma implican labores físicas y a ellas las excluyen por tener menos fuerza aunque intenten presentarse. Además, mucha gente “se aprovecha más fácilmente de nosotras porque nos ven indefensas”. No quiere ni hablar de los episodios racistas que ha sufrido, aunque “por suerte, no es lo normal”.
Hasta ahora, jamás había mirado atrás en sus decisiones. No se lo pensó dos veces cuando en 2017 escapó del fuego cruzado entre Boko Haram y otros grupos separatistas en la región nigeriana de Biafra. Volvió a echarle valor cuando huyó “de la violencia y la esclavitud” de Libia, embarcándose hacia Italia “sin saber que era un viaje desesperado”.
Su barca se hundió en aguas internacionales y quedó empapada en gasolina hirviendo que abrasó su piel, sus órganos internos y su alma. Tuvo que utilizar una silla de ruedas durante varios meses tras el rescate. Todas las veces, se empeñó en seguir adelante. En cambio, ahora se arrepiente de haber aceptado “la invitación de España” y no haberse marchado a Francia hace dos años, allí ya hubiera regularizado su situación. “Nos recibió como familia, espero que el Presidente nos de documentos definitivos”, reclama. Nunca se le pasó por la cabeza que en este continente la vida también pudiera ser “tan dura y complicada”.
“¿Debo esperar hasta que me muera?”
Yvan Nana Noustsawo. Cullera (Vaència). 26 años.
Una enorme bandera de España preside el minúsculo salón donde Yvan Noustsawo cocina y hace vida. Cortesía de uno de los agentes de policía que formaban el dispositivo de recepción del Aquarius en el puerto de València, no se ha separado de ella desde hace dos años. Le ha acompañado a Cheste, Cullera, Alzira, Algemesí, Valencia, Zaragoza y Formentera en todos los empleos que ha tenido. Cada vez que mira la insignia, recuerda emocionado el compromiso que asumió el Presidente del Gobierno y se desespera porque aún no lo ha cumplido. “No creo que Sánchez se haya olvidado de nosotros, la palabra de un hombre es la palabra de un hombre, lo que pasa es que ya no somos lo más importante”, opina.
Yvan rechazó la oferta de instalarse en Francia cuando el embajador galo le propuso pedir asilo. Si la hubiera aceptado ya habría obtenido el estatuto permanente de refugiado político, así que se arrepiente “mucho” de aquella decisión. “Sé que debo seguir esperando pero ¿hasta cuándo? ¿hasta que me muera?”, se queja. Apostó por España porque ningún otro país les había ayudado cuando estaban “dentro del agua” y pensó que no habría un lugar mejor para volver a empezar.
Se ha convertido en uno de los vecinos más populares y queridos del barrio de Santa Ana de Cullera. Recorrer las callejuelas que rodean el castillo junto a Boyka, como le apodan cariñosamente, obliga a pararse cada pocos metros a saludar, abrazar o bromear con alguien. “Por eso elegí un pueblo pequeño —explica— en las grandes ciudades nadie se conoce ni se ayuda, aquí la gente sabe quién soy”. Esa red de contactos es la que le ha permitido abrirse camino. Empezó recogiendo vasos en una concurrida discoteca de Alzira por 40 euros los fines de semana. Aún vivía en el centro de acogida y acudía diariamente a clases de español. No podía pagar un alquiler pero estaba ansioso por “cambiar de vida” y quería completar todos los cursos de formación posibles.
Con la regularización, Yvan cerraría un largo camino en el que ha sobrevivido al trato de los traficantes que le vendieron como esclavo, a los trabajos forzados en campos de concentración libios y a la inmensidad del Mediterráneo que intentó cruzar dos veces antes de lograrlo
En cuanto recibió la tarjeta roja llegó su primer contrato laboral y se emancipó a un piso compartido. Se ha recorrido media España empleado en discotecas, campos de fruta, almacenes y empresas de limpieza. Ahora vive solo aunque la crisis sanitaria le ha puesto en apuros con la casera y para llenar la nevera. Estos días espera la llamada que le confirme que vuelve a Formentera para hacer la campaña como vigilante de seguridad en varios locales de la isla. Con lo que ganó el verano pasado se ha sacado el carnet de conducir y ha comprado un modesto coche de tercera mano. Ahora va a por el permiso de camión, para aspirar a mejores empleos.
Sabe que es afortunado y aún así no se siente feliz “por culpa del Gobierno”. De disponer de documentos permanentes está convencido de que ya tendría un contrato indefinido. Cerca ha estado en dos ocasiones. “No le pido nada a España, solo quiero ese papel para buscarme la vida, no una cartulina roja que si se moja se pierde”, afirma.
Con la regularización cerraría al fin el capítulo de su huida. Una fuga repentina a medianoche, sin despedidas, mientras ardía su negocio. Cerraría un largo camino en el que ha sobrevivido a persecuciones, estafas y traiciones; al trato de los traficantes que le vendieron como esclavo en la frontera con Algeria; a los trabajos forzados en dos campos de concentración libios; a las cárceles de negros enlatados en contenedores metálicos a pleno sol en el desierto; y a la inmensidad del Mediterráneo que intentó cruzar dos veces antes de lograrlo. El epílogo que proyecta para ese camino que aún no ha concluido sería traer a casa a su hija Davila, que sigue en Camerún. La última vez que la vio tenía tres meses. Y de eso ya han pasado cinco años.
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Tener la carrera de enfermeria y no quedarse en tu pais para ayudar no tiene un punto de egoismo?
A no ser que tengas que huir de tu país para salvar tu vida... ;-)