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“Estar lejos de casa es una forma de matarte lentamente”. Dalila Argueta pronuncia esas palabras con la voz temblorosa, con el dolor que implica revivir el propio relato. Exilio y asilo son las dos caras de la misma moneda que construyen su historia. Me reúno con ella en Artea, durante una tarde de julio y escribo esto también lejos de casa, pero por motivos tan distintos que no me atrevo a nombrarlos.
Extractivismo y resistencia
Su historia nace en una comunidad de la zona norte de Honduras, en el departamento de Colón. Una pequeña comunidad llamada Guapinol que da y recibe el nombre del río que la atraviesa, “una comunidad unida y apegada a la tierra donde descansan sus ancestros”. En el verano de 2017, una mañana el río bajó sucio de la nada. ¿El motivo? El gobierno había concedido la ejecución de una mina a cielo abierto, un total de 250 hectáreas de explotación cuyos impactos terminarían por repercutir por suelo y subsuelo en la contaminación de 34 fuentes de agua que abastecen a 42.00 habitantes del valle. Estas fuentes nacen de la Reserva Natural de Botaderos, área paradójicamente protegida por el gobierno pero reducida en este caso a materia prima para la extracción de la empresa concesionaria.
La comunidad de la que forma parte Dalila, alertada por la contaminación de las aguas de las que vive, comienza a articularse y organizarse para entender el cómo y el quién de dicha concesión. El resultado podía anticiparse, pues retrata el patrón de acción de las multinacionales. El capital extranjero aterriza en el territorio y comienza la explotación sin la consulta previa a las comunidades, obligatoria según la legislación hondureña. A partir de ahí, comienza un proceso in crescendo de articulación del pueblo para la defensa de su territorio, que se siente “como gritarle a los sordos”. El propio pueblo comienza las investigaciones y protestas. Se constituye un Comité Ambiental de Defensa de los Bienes Comunes que organiza marchas y concentraciones frente a la alcaldía y la fiscalía.
El capital extranjero aterriza en el territorio y comienza la explotación sin la consulta previa a las comunidades, obligatoria según la legislación hondureña
Esta carrera de fondo, ignorada por las instituciones, culmina en el asentamiento de la comunidad durante 89 días a modo de manifestación, en lo alto de las montañas. El conjunto de la comunidad queda desplegada en el propio territorio para evitar la entrada de la maquinaria de la empresa. Este proceso de resistencia no queda sin respuesta. Comienzan las amenazas, los intentos sistemáticos de desalojo. A todo ello se le suma una de las peores partes de la injerencia externa de las empresas: el enfrentamiento entre los propios miembros de la comunidad.
Cuando la transnacional aterriza en el territorio recluta mano de obra local. Estos puestos de trabajo, precarizados y temporales, son utilizados por las empresas como “cebo” para apaciguar resistencias. En este caso, parte de la población comienza a trabajar para la multinacional, porque “a casa hay que llevar comida”. Lo que genera fuertes enfrentamientos entre quien defiende el territorio y quien trabaja para la empresa. “Ponen siempre a pelear al pueblo con el pueblo”. Esta es, según Dalila, la parte más amarga, enfrentarte a compañeros que se mueven por la necesidad, que sea tu propio pueblo quien te cuestiona y te ataca, cuando son también su agua y sus derechos por los que peleas. En el día 89 de resistencia, el Estado hondureño despliega el total de sus fuerzas para proceder al desalojo. “Nunca nos habíamos enfrentado a la policía, nunca habíamos probado el gas”, pero aquel 27 de octubre a las 10 de la mañana, 1.500 policías y militares completaron el desalojo de las 400 personas que ocupaban el campamento en la montaña.
Criminalización y persecución
El desalojo, lejos de poner fin a la cacería, la inaugura. A partir de ese momento, Dalila explica cómo comenzaron a inyectar miedo a su pueblo a través de un proceso de criminalización, que se repite de una manera casi idéntica en el conjunto de territorios que está sufriendo la entrada de capital transnacional para la extracción de recursos. La fiscalía levanta listas de acusación donde se criminaliza a 32 compañeras, 13 de las cuales se presentan en Tegucigalpa y entran a prisión. Su pueblo responde y se asienta durante 11 días en las puertas, hasta que son liberados. Esta es para Dalila la gran fortaleza de una comunidad unida por la defensa de algo común, se defiende la tierra y se defiende a los compañeros porque no se individualizan los intereses de la comunidad.
“Nos está costando la vida, el despojo, la libertad de mis compañeros”.
En 2019, de nuevo una orden. La estrategia que se sigue en estos casos es clara. La fiscalía y la empresa dibujan los perfiles de las personas más activas en la defensa y, una vez identificados, son señalados y se giran órdenes de detención. Esta criminalización arbitraria acarrea años de prisión para los y las defensoras señaladas. Sus familias quedan desintegradas y la lucha por el territorio se debilita progresivamente porque se rompen las redes de actuación. “Nos está costando la vida, el despojo, la libertad de mis compañeros”.
Exilio
Dalila es una de las señaladas. A la identificación le siguieron los intentos de soborno, luego la intimidación continua y finalmente las amenazas de muerte. La escalada de violencia le obliga a abandonar Honduras hace dos años y medio. Deja allí a sus dos hijos, su comunidad y la defensa de su tierra. Sale de su país para mantenerse con vida, logro que celebra aunque le atormente estar lejos de casa. Aterriza, como ella dice, en la jungla de cemento que es Madrid, donde nada se siente propio. Esta ciudad hostil, incluso para quienes la habitamos desde siempre, implica un peso añadido: ser mujer migrante. Y sobre todo, ser defensora del territorio, en un lugar en que el territorio, la comunidad, la defensa, acarrean connotaciones tan diferentes que solo reafirman la distancia que la separa de casa.
Poder corporativo
Genera rabia pensar que su historia, lejos de un relato esporádico y anecdótico, esconde la estructuralidad de un sistema en que el territorio ajeno puede ser materia prima cuando ostentas cierto poder. Y cuando el sistema, lejos de proteger, asfalta los senderos para que empresas transnacionales ocupen, extirpen y mercantilicen aquello que queda tan lejos.
El guión se repite. El modus operandi de las transnacionales se consolida progresivamente y se blinda ante cualquier injerencia que lo destruya. El poder de estas empresas queda legitimado en los territorios que operan, no solo por un conjunto de mecanismos internacionales que insuflan oxígeno a estas empresas, sino por los propios gobiernos de los territorios que acogen al capital extranjero como insumo económico para las élites.
“Ya no llegaron en barcos con velas, llegaron a través de concesiones, y lo peor es que los Estados están entregando nuestro territorio a las empresas”
El Norte vuelve a la carga, si es que alguna vez llevó a cabo la retirada en territorios ajenos. “Ya no llegaron en barcos con velas, llegaron a través de concesiones, y lo peor es que los Estados están entregando nuestro territorio a las empresas”. Un arsenal de multinacionales norteamericanas, europeas, asiáticas, tiene el punto de mira en los territorios de Abya Yala porque el consumo que define los patrones de vida del Norte necesita de materias y energía, y el continente latinoamericano se ha convertido en la fábrica que mantiene nuestras tiendas repletas.
Acuerpar otras luchas
“Llegar acá es no saber qué hacer”. Cargar esa mochila de ser mujer migrante, enfrentarte al arraigo y el dolor. “No has cruzado un camino, has cruzado un océano”. Para Dalila aterrizar también supuso saber que debía seguir luchando, aunque fuese desde otro lugar y de otra manera. Recalca que sigue viva por el conjunto de redes que la han arropado y acogido a ambos lados del océano. Allí, la Red Nacional de defensoras de DDHH hizo todo lo posible por sacarla del país. Aquí, nada más llegar es acogida desde REDMI (Mujeres migradas hondureñas).
“Los pulmones de la tierra son puntos rojos, señalados por una plaga de multinacionales movidas por y para el capital”
Y como dice ella, empieza a caminar. De Madrid viaja a Zaragoza, se integra en colectivos de personas migrantes y comienza a empaparse de las luchas ajenas, “que llora como las propias”, y así, poco a poco, a sanar. Acuerpar otras luchas, crear redes de denuncia, hacer ver que los pulmones de la tierra son puntos rojos, señalados por una plaga de multinacionales movidas por y para el capital.
En este camino, el 13 de enero llega a Euskal Herria, y a Basoa. Un proyecto creado en el pueblo de Artea (Bizkaia) para acoger y proteger a mujeres defensoras de derechos humanos. Dice que “fue como volver a casa”, estar cerca de las montañas y del río fue como encontrar ese pedacito de hogar que no dejaba de buscar en todos lados. Y es desde aquí desde dónde sigue esa lucha tan distinta pero necesaria.
Ahora pelea por visibilizar el conflicto de su país, que es solo una réplica de lo que vive Latinoamérica: un extenuante proceso de defensa de lo propio, de la tierra, que está acabando con la vida de comunidades enteras. “Tener el último modelo de teléfono aquí está costando vidas al otro lado”.
Responsabilidad
Le pregunto cómo cree que como Norte, aun sabiendo que la conjunción Norte-Sur ya no representa la dicotomía que engendra el poder, pues existen sures en el Norte, y nortes en el Sur, debemos conjugar una solidaridad que se plantee más allá de la empatía e implique una auténtica responsabilidad. Desde luego, la de aquellas instituciones verdaderamente responsables, a las que nos referimos cuando hablamos de “Norte”, pero incluso, a nivel individual, como agentes voluntarios o no del expolio.
“Identifiquen a las empresas, investíguenlas, denúncienlas, sáquenlas de nuestro territorio”
Hace tiempo que las defensoras hablan en términos de responsabilidad y no de solidaridad. Porque la responsabilidad implica acción. “¿Cómo quieren ser solidarios?”, me pregunta, es fácil, “identifiquen a las empresas, investíguenlas, denúncienlas, sáquenlas de nuestro territorio”. No se puede reparar el daño causado porque no puedes revivir a un compañero asesinado. No puedes devolver a una persona el tiempo que se ha expirado en prisión, no puedes reparar la tierra. Pero se puede detener lo que está ocurriendo, exigir responsabilidades a los gobiernos que sostienen esta arquitectura empresarial de expolio.
Como individuos, me pide que “despertemos”, que “dejemos de consumir y empoderar a las empresas que se cobran vidas, esas que nos surten de productos elaborados con el hierro de sus tierras”. Ese hierro extingue su agua. “Nosotros no comemos hierro”. Es contundente con la responsabilidad que se ejerce desde el poder y privilegio: “Entre más consumamos lo innecesario, más estaremos llenando sus bolsillos y comprando balas para que maten a nuestros pueblos”.
Asilo
Cuando nos reunimos, esa tarde de julio, Dalila me cuenta que por fin, tras la concesión del asilo, queda poco para que pueda traer a sus hijos. No le pregunto sobre el futuro, que ingenuo e injusto parece formular un “¿Y ahora qué?”. Pero ella me dice que sueña con el día que deje de defender, con volver a casa y que su vida deje de sentirse como una cacería. Ahora le han quitado su pasaporte, consecuencia de la concesión del asilo político. “Yo no voy a ser nunca española, soy hondureña”. Le dicen que no puede volver a su casa, y que ahora se encuentra “protegida” entre estas fronteras. ¿Pero protegida de qué? Sus palabras hacen ver cómo el asilo, aparentemente una victoria, se siente como veneno y antídoto: “Es pedirle al enemigo que me apruebe seguir viva”.
Yo no paro de pensar en ese veneno. Y hasta qué punto nuestra pasividad perpetúa su suministro.