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El Salvador
La palabra florida Nahua a 91 años del etnocidio
En memoria de la Nantzin Petrona Cruz… la estrella que resume un universo.
EL MAÍZ ROJO
1932 corresponde a una fecha oscura para las culturas nahuas del occidente y centro de El Salvador. Tras un vertiginoso proceso de ladinización o perdida de los correlativos culturales asociados a esta milenaria cultura, el crimen de lesa humanidad que inició en enero de ese año a manos del Estado salvadoreño constituye uno de los peores actos de terrorismo experimentado por las comunidades indígenas desde 1524, año en el que las empresas expansionistas de Hernán Cortés [1] hicieron contacto con las poderosas naciones mesoamericanas del poniente salvadoreño.
Para el tata [2] Francisco Pulque, representante indígena de Sisimitepet (Nahuizalco, Sonsonate) y miembro del Comité Indígena para la Defensa de los Bienes Naturales de Nahuizalco (Comité), el maíz rojo surgió a partir de la enorme cantidad de sangre derramada en 1932. Esta metáfora representa muy apropiadamente la carga simbólica de los acontecimientos que marcarían para siempre a estas comunidades.
Antes de ese fatídico año, el devenir social de las comunidades originarias sufrió 3 grandes quiebres sociales – la Invasión, el surgimiento de la patria del criollo y el despojo de las tierras comunales y ejidales - que impactaron directamente en la forma de interpretar y materializar el mundo desde lo mesoamericano. A pesar del brutal choque cultural que representó la invasión europea, la cosmovisión y etnosaberes siguieron transitando mediante la palabra surgida de la memoria colectiva e individual, ya que la transculturación iniciada durante la ocupación castellana (1528 [3] – 1821) se contuvo de manera significativa, debido a la segregación promovida por los castellanos a través de los llamados Pueblos de Indios y de algunos beneficios derivados que fueron otorgados a los grupos indígenas por parte de la corona.
Fue el surgimiento de la patria del criollo la que aceleró la ladinización, tanto de manera formal mediante un proyecto de Estado que excluyó la herencia mesoamericana, como de forma real al atentar contra los pueblos indígenas y sus modos de vida. A tan solo 12 años de la independencia centroamericana de España, en 1833, el germen de la futura nación salvadoreña reprimió sin consideraciones el levantamiento de los nonualcos encabezado por Anastasio Aquino, líder de ascendencia nahua. Rebelión indígena que marcaría históricamente el período de la Federación (1821-1841).
La represión estructural se configuraría como un verdadero genocidio cultural tras la eliminación de las formas colectivas de tenencia de tierra a finales de 1881, uno de los elementos centrales dentro de sus cosmovisiones, a tan solo a 40 años de que El Salvador se declarará estado soberano (1841). Este fue el punto en el que se desató un feroz proceso de ladinización que alcanzó a muchas comunidades, pero no logró contaminar o interferir con la tradición oral de forma significativa, hasta llegada la década de los 30 del siglo XX.
El empobrecimiento radical iniciado con la extinción por decreto de las tierras comunales y ejidales, durante los años 1881 y 1882 respectivamente, para beneficiar a la oligarquía que se encargaría de construir la matriz económica con base en el café, se agudizó al extremo por la crisis económica de
1929, conduciendo a que en 1932 tuviera lugar un alzamiento popular de grandes magnitudes con epicentro en el occidente del país. La rebelión alcanzó también la zona media de la recién fundada república salvadoreña, en el que las poblaciones descendientes de las antiguas civilizaciones mesoamericanas jugaron un papel preponderante.
Ante el protagonismo claramente indígena, y con el pretexto de detener el levantamiento, el gobierno desató una de las mayores masacres perpetradas desde la época de contacto, bajo el pretexto de detener la sublevación “comunista”. En este contexto, lo relacionado a la primera raíz civilizatoria fue considerado objeto de persecución y sinónimo de muerte, significando un impulso definitivo al ya acelerado proceso de ladinización que inició con la expansión del café.
El terrorismo de Estado implementado a tan solo 91 años de que El Salvador se proclamara soberano e independiente generó un incalculable daño a la cosmovisión y etnococimientos nahuas: la tradición oral fue cercenada de forma sanguinaria. Los efectos de la masacre implantaron el miedo en las comunidades indígenas, por lo que la transmisión generacional de la espiritualidad y la sabiduría fue interrumpida y exiliada a un olvido colectivo que aún se percibe.
Las generaciones que sufrieron directamente la masacre detuvieron la transferencia de la oralidad ante la represión y persecución de lo indígena, tanto para asegurar la propia sobrevivencia y la de los suyos, como para que estos conocimientos perduraran ocultos ante la violencia generalizada que se desató posterior al 22 de enero de 1932. La memoria se replegó y la palabra se suspendió consciente e inconscientemente, mientras el miedo se apoderó del habla ancestral.
Las progenies inmediatas fueron atadas a una oscuridad impuesta e inviolable por parte de sus ascendientes, buscando dejar en el olvido el aniquilamiento sufrido y que la sangre no fuera derramada de nuevo. Durante un proceso de registro [4] realizado en Nahuizalco, Sonsonate, una nantzin [5] anciana del cantón Pushtan, sin revelar su nombre, al ser consultada sobre el 32 respondió con el consejo que su madre le daba sobre “no contar ni hablar de eso, para que los hombres malos no vengan a matarnos de nuevo”. El tatzin Gabino Aguilar por su parte, con 91 años de vida y habitante del cantón Sisimitepet, al hablar de los sangrientos sucesos cambia de forma considerable su lenguaje corporal: se encoje sobre sí mismo y toma una actitud vigilante junto a un semblante de consternación, mientras baja la voz al mínimo posible. El miedo, más de 9 décadas después de la masacre, aún sigue vivo. El trauma social, casi inmutable.
La sociedad salvadoreña, absorta en un nacionalismo reciente y configurada a partir de la perspectiva de la patria del criollo, concretizó en su imaginario colectivo un poco más de 400 años de desprecio al establecer un régimen de odio e invisibilización de lo “indio”. Con ello, cortó irreflexiva su raíz más profunda mientras saludaba de forma sumisa la bota militar que le apretaría el cuello por casi medio siglo. Esa negación de sus entrañas permitió al Estado enaltecer la herencia europea y tratar de aniquilar todo pasado no castellano anterior a 1821.
El rompimiento abrupto y doloroso, junto a la inmersión a presión de los pueblos indígenas en una república encarcelada en la desmemoria, ocasionó que el milenario acervo cultural se dispersara al considerar tales conocimientos y modos de vida un sinónimo de ignorancia por parte de una nación alienada. La sociedad salvadoreña se desconectó de su primera raíz civilizatoria, asumiendo el discurso en el cual los descendientes de las antiguas naciones mesoamericanas habían sido aniquilados aquel año fatídico. El Estado por su parte, luego de detener de manera sangrienta la rebeldía, aprovechó las circunstancias sociales generadas para condenar al olvido a esos pueblos ancestrales, negando y oprimiendo de forma continua la existencia indígena.
La masacre produjo otro proceso de ladinización, pero mucho más acelerado, que afectó desde los indicadores culturales materiales, tales como la vestimenta, hasta aquellos de naturaleza intangible que permiten la recreación del axis mundis mediante la continuidad del llamado núcleo duro mesoamericano [6]. Por ello, actualmente todas y cada una de las concepciones colectivas de los niveles de ese cosmos nahua se encuentran sucumbiendo irremediablemente, al ser suplantados por elementos cosmogónicos invasores provenientes de los que Althusser (1974) denominó Aparatos Ideológicos del Estado, en los que destacan las religiones de origen judeocristiano – abrahámicas, las instituciones educativas y los medios de comunicación.
Sobre los fundamentalismos religiosos, Céspedes (2019) afirma que históricamente la naturaleza dogmatizante que les caracteriza anuló las cosmovisiones y espiritualidades indígenas, asignándoles un origen satánico, a la vez que promovió el desprecio simbólico de estas al señalarlas de superstición o brujería. A la vez propone que en nombre del Señor/Kyrios recrea y legitima un conjunto de sistemas piramidales interconectados y fundamentados en la sumisión y la denominación.
Para el caso del occidente salvadoreño se plantea que estos sistemas, además de normalizar el patriarcado como propone la investigadora, legitima, alimenta y promueve al modo de producción capitalista como expresión de la voluntad de ese Kyrios, tanto sus componentes estatales como los sectores privados y sus actividades extractivistas, al considerar que su existencia es voluntad de dios.
Estas formas de desprecio y alienación religiosa penetran de forma constante el sistema educativo formal. A pesar de que la Constitución de la República habla de un Estado laico, el gobierno utiliza tales argumentos para promover una homogenización ciudadana y la inexistencia de una plurinacionalidad.
A la vez, desde las escuelas, colegios y universidades muchas veces se aprecia lo mesoamericano como algo pasado, mientras considera a sus herederos y herederas un lastre de ignorancia o un simple folclorismo. Es así como, se promueve la superioridad del invasor frente al “indio” desamparado, falto de dignidad y que fue ultrajado sin prestar resistencia. Entonces, surge la necesidad social de sentir indignación por los “inditos” violentados y la aniquilación irremediable de sus descendientes, mientras se reconoce solamente al indígena preHISPÁNICO a través de los objetos que produjeron y que gracias a la arqueología pueden ser apreciados desde una mera curiosidad, generalmente aderezada por un nefasto neoindigenismo. Para el Estado, son esos pueblos perdidos en un pasado sin memoria quienes le son más útiles: ya no exigen ni reclaman nada.
SAHUMANDO EL MIEDO Y CONJURANDO ETNOTERRITORIOS
Más, contra toda represión, en el seno de las comunidades se resguardó la memoria y con ella la palabra florida. Cuentan los abuelos y las abuelas que el “diluvio”, evento climático que muy probablemente corresponda al “Temporalón de 1934”, lavó la sangre rebelde derramada en el 32 y que esta fue bebida por la tierra, lugar donde según la filosofía nahua se resguardan los ancestros y ancestras. De esta forma, en el inframundo o Mictan, tal como sucede con la vida, la reminiscencia se creó, recreó y multiplicó. Desde su cosmovisión, estos pueblos fueron conjurando el olvido, tanto propio como ajeno. El dialogo con su pasado fue renovado de manera lenta pero su resiliencia de siglos operó nuevamente y su espiritualidad, que mutó tantas veces en forma, pero no en esencia, se convirtió en la piedra angular de un nuevo proceso de liberación.
Las generaciones posteriores a la masacre comenzaron a cuestionarse e intentar revitalizar su historia. En ese proceso invocaron desde la memoria biocultural aquellos espacios donde sus antiguas creencias toman forma, resignificaron lugares de naturaleza sacra a partir del culto a sus ancestros y otorgaron valores culturales a sitios que dentro de su devenir común rememoran su herencia, lucha y resistencia.
Sus lugares sagrados, en catalepsia por algún tiempo, fueron despertando como los puntos de intersección entre lo físico y lo metafísico; lo natural y lo sobrenatural; lo humano y lo sacro; la conexión del presente inmediato junto al pasado milenario y la (re)generación de la vida misma. Los ecosistemas circundantes de las comunidades indígenas retomaron sus formas simbólicas como etnoterritorios, esa realidad en la que se objetiviza su cosmovisión y se ponen en práctica sus etnosaberes.
EL COMITÉ Y SUS DIGNOS FRUTOS
El Señor de la Montaña reside al interior de la tierra junto a los tepehuas, la gran serpiente (su nahual) y los ancestros y ancestras. En su morada también se encuentra el Dios Viejo o Huehueteut, a cargo de las abuelas y los abuelos, presente bajo su más antigua advocación: el fuego. Su nombre es tan genérico como específico. Antes del etnocidio le llamaban simplemente “Nechulet”/ el Anciano, sustantivo propio mediante el cual evocaban su enorme antigüedad, ya que sus orígenes se remontan al período Clásico Tardío (650-950/1000 d.C.) y está vinculado a las oleadas migratorias nahuas, procedentes del ahora altiplano mexicano.
Nechulet precede a Tlaloc y rememora el inicio telúrico de esta deidad, a la vez que ostenta muchas de sus cualidades y funciones. De esta forma, el Anciano es una evocación más antigua del que posteriormente sería el dios de la lluvia para los mexicas, durante el período Posclásico (950/1000– 1524 d.C), es decir un pre-Tlaloc.
Su sagrado y antiguo nombre dejó de pronunciarse luego de la masacre. Mientras el de sus ayudantes mutó para no extinguirse, a pesar de que se exiliaron de la memoria dolida muchas de sus funciones pluviales, resistiendo al suplicio su labor de salvaguarda y su derecho de dominio sobre aquellos espacios encantados. En lugar de Tepehua, estas entidades protectoras pasaron a nombrarse Parajes o simplemente “los dueños”.
Innombrado, Nechulet acompañó en silencio la larga lucha del Comité [7] en defensa del Sensunapan: el río enfrentaba la amenaza de un proyecto de muerte denominado “Pequeña Central Hidroeléctrica Sensunapán II” a cargo de la empresa extractivista Sensunapán, S.A. de C.V. Desde su olvido, el Anciano dictó a los abuelos y abuelas encender el fuego del recuerdo para guiar la resistencia comunitaria por senderos cosmogónicos. Los dueños fueron invocados como preservadores de la naturaleza. La lucha dejó de ser meramente ecológica y se tornó biocultural: el afluente recobró su carácter sacro, su papel de abuelo benefactor y el de espacio que resguarda los lugares sagrados de la comunidad, muchos de ellos custodiados por los parejes.Este retorno a la raíz más profunda dio como resultado una resolución histórica por parte de la Cámara Ambiental de San Salvador, antes que fuera coaptada por el régimen autoritario actual [8]. En fecha 7 de junio de 2021 esa instancia judicial emitió el documento 01-2021-MC-amb (4), en el cual se resolvía, entre otras cosas, que se ordenaba al Ministro de Medio Ambiente y Recursos Naturales no otorgar el permiso ambiental de ubicación y construcción del proyecto Pequeña Central Hidroeléctrica Nuevo Nahuizalco II, al considerar que los daños en los componentes biótico, abiótico, estético y cultural del medio ambiente son predecibles, así como, que además de lo anterior en el último de ellos (cultural) es irreversible. Por ende, era predecible la afectación a derechos relacionados con el medio ambiente.
Dicho hecho jurídico representa la primera vez que en El Salvador se protegen los ecosistemas mediante la cosmovisión y etnoconocimientos de los pueblos indígenas. Acción que sienta un precedente y abre nuevas vías en la lucha por la naturaleza concebida desde una perspectiva de etnoterritorios… Los parejes sonaron la caracola.
En esta realidad histórica donde la modernidad se consume a sí misma, desde su sabiduría ancestral – su memoria biocultural – los pueblos indígenas se alzan como los peregrinos cuyos pasos conducen a la salvaguarda de la vida en todas sus expresiones a partir de una concepción totalizante. Pero ese conocimiento necesita materializarse, objetivarse, de lo contrario sucumbirá tras el halo pestilente del capitalismo que poco a poco envenena sus lugares. La cosmovisión, base de su sabiduría, necesita de un espacio donde sembrarse, para crearse, recrearse y germinar, como diría Rutilio Grande [9] “en racimo, en mazorca, en matata, o sea, en comunidad” … mientras se añade: sobre la tierra.
EL ESPACIO TELÚRICO COMO PUNTO DE ENCUENTRO DE LOS NIVELES DEL UNIVERSO NAHUA
La realidad es el plano donde entran en comunión el inframundo (sur) y lo celestial (norte) a través de la naturaleza como un todo, en el que el ser humano se contempla a sí mismo desde la horizontalidad (este – oeste) que impregna la existencia. Por ello, sin tierra la cosmovisión no se concreta y las comunidades ya no alcanzan a interpretarse completamente, desconectando su presente de su pasado, por lo que tienden a diluirse en las sociedades modernas.
El sujeto histórico – político de estas luchas ancestrales, el mismo que Ellacuría (1991) denominó el “sujeto real de la liberación” [10] y que Gramsci ubicaría dentro del Bloque social de los oprimidos (Dussel 1993), necesita retornar a sus antiguos modos de vida y formas de autogobierno. Por ello, a corto y mediano plazo, la solidaridad y la acción directa debe de enfocarse en reinstituir tierras comunales y el antiguo sistemas de las alcaldías del común (cabildos indígenas), buscando seguir consagrando sus ecosistemas como etnoterritorios desde la espiritualidad y con ello construir espacios destinados a la reproducción de sus etnoconocimientos y a la práctica de la autonomía indígena.
El ejercicio de la libre determinación, al constituir una acción anti sistémica por sí misma, representará una afrenta directa al capitalismo y su accionar deshumanizante. Por lo que la violencia hasta ahora ejercida contra la población indígena podría escalar a otros niveles contra aquellas comunidades que ejerzan su legítimo derecho, utilizando principalmente al Estado. Por ello, se hace necesario que la consolidación de expresiones autónomas contemple estrategias de defensa implícitas en sus formas de autogobierno, incluyendo medidas de protección concernientes con la solidaridad y ternura entre pueblos, así como, gestiones de seguridad integral desde la perspectiva del conocimiento de derechos y de mecanismos de seguridad física, digital y psicoemocional.
Muerte A Filo De Obsidiana
Lo que se nombra existe profetizaron los movimientos feministas, subvirtiendo con esta afirmación la máxima adjudicada a George Steiner que reza “lo que no se nombra no existe” [11], por ello, Ne Chulet [12] el Señor del Monte - siendo real otra vez – ha ordenado a los tepehuas proteger los territorios sagrados. Quienes bajo el nombre de parajes o chaneques, sus seudónimos de guerra, son considerados la extensión metafísica de las comunidades en resistencia, las que luego de siglos siguen plantando cara al poder.
A 499 años, la semilla de rebeldía sembrada en 1932 y regada con la sangre de los abuelos y las abuelas, se ha transformado en la palabra florida que habla de un pasado inmemorable, conjura el presente pernicioso y exige continuar con la construcción de un nuevo mundo… En el que el sistema actual debe de perecer bajo el filo de obsidiana.
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