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Ruido de fondo
Ética, técnica y cultura popular: las novelas en imágenes
La historia de la cultura popular es la historia de los formatos en que ha sido producida. Y la historia de tales formatos es indisociable a su vez de las estrategias del complejo industrial-empresarial de Occidente para traducir en consumo nuestro tiempo de ocio. Creadores y críticos hemos de ser conscientes en todo momento de esa realidad. Nuestras actividades sirven en demasiadas ocasiones para sublimarla. Por manipulación ajena, o en función de intereses propios.
En palabras de Jean Dubuffet, “la cultura ha tomado el lugar que ocupaba el mundo del espíritu, y goza también de sus santos, sus sacerdotes y sus profetas”. La cultura pop y su análisis han devenido, de hecho, la religión de nuestro tiempo. Ejercen a modo de constructos simbólicos gracias a los cuales el sistema que nos atraviesa adquiere un sentido de finalidad y trascendencia, incluso cuando jugamos a negarlo. Martha Wolfenstein y Gilles Lipovetsky han escrito sobradamente sobre la “moralidad divertida” del pop, que presta legitimidad a los discursos políticos más variopintos.
En este sentido, una de las manifestaciones más coherentes de la industria cultural desde principios del siglo XX son las novelas en imágenes o sin palabras. Se trata de artefactos narrativos creados por lo general mediante la técnica del xilograbado: la matriz de cada una de las imágenes que conformarán el libro se talla manualmente en una plancha de madera, dicha plancha se impregna después con tinta, y, por último, se presiona contra la superficie de la plancha una lámina de papel, donde queda impreso el relieve tallado.
Pero las novelas en imágenes o sin palabras no son ni mucho menos el primer ejemplo de xilografía. Originaria de China, esta técnica de impresión a partir del relieve en madera alcanza su mayor popularidad en la Europa de los siglo XV y XVI, como constatan el tratado religioso Ars moriendi (1415-50) y los trabajos de Alberto Durero. Poco a poco, y pese a la sofisticación del sistema impulsada por artesanos como Michael Wolgemut y Thomas Bewick, el xilograbado pierde fuelle ante el empuje de la imprenta, el grabado y la litografía. Y, si recupera a finales del siglo XIX su predicamento, es en ámbitos artísticos minoritarios y como réplica a los supuestos procesos de alienación y cosificación que trae aparejada la reproducción mecánica de textos e imágenes en el seno de la cultura de masas.
El pintor Paul Gauguin se cuenta entre quienes consideran que la práctica del xilograbado devuelve al arte cualidades primitivas y abstractas que rompen con la hegemonía del gusto forjado en la esfera pública a golpe de tendencias. Esa nostalgia romántica de Gauguin por técnicas del pasado —a las que achaca un grado de pureza, talento y compromiso en relación con lo matérico que echa a faltar en las técnicas de su propio tiempo— evoca por fuerza los debates del siglo XXI en torno a la superioridad del paradigma impreso sobre el digital, los efectos especiales analógicos sobre los infográficos, o la artesanía manual sobre la creatividad apoyada en el software, el hardware y hasta las inteligencias artificiales.
En todo caso, el xilograbado queda asociado a partir de entonces a los márgenes del capitalismo, a lo que se le suma una fuerte conciencia social: rescatamos de la reciente exposición De Posada a Isotype, de Kollwitz a Catlett la figura de Käthe Kollwitz, ilustradora feminista y socialista que, tras consagrar sus talentos al grabado y la litografía, también apela en su tercer ciclo gráfico, Guerra (1918-23), a la xilografía para dar voz con crudos rasgos expresionistas al dolor por la muerte de su hijo menor, Peter, alistado en el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial.
Kollwitz lidera una nueva concepción del xilograbado que reconoce el magisterio de los antiguos maestros medievales y renacentistas pero sustituye los motivos religiosos por un naturalismo descarnado en el retrato de las desigualdades de clase. Nos hallamos en uno de esos momentos históricos clave donde, en palabras del crítico de arte soviético, Anatoli Lunacharski, “una clase en desventaja se esfuerza por encontrar una forma política para sus inquietudes y, cuando esta eclosiona, se caracteriza por la entraña y la tormenta, por la médula y el desasosiego”. El xilograbado cumple ese papel a la perfección.
Queda, sin embargo, un último paso para que las xilografías dejen de ser conjuntos de ilustraciones emparentadas por un argumento de cariz social o piadoso y desarrollen una narrativa secuencial antecesora sin pretenderlo, como ha escrito José Manuel Trabado, de la novela gráfica. Ese paso lo da el artista belga Frans Masereel con La pasión de un hombre (1918), actualización en 25 imágenes del martirio de Cristo a través de las peripecias de un joven que toma conciencia de las injusticias que le rodean y lidera una insurrección laboral con resultado trágico.
Masereel, militante antibelicista, ya había probado suerte con el xilograbado en tanto ilustrador para publicaciones tan combativas como Demain y Les Tablettes, creada por él mismo junto al anarquista Claude Le Maguet. La pasión de un hombre va mucho más allá, y no solo por su aliento narrativo. Masereel concreta su lacónico relato sin diálogos ni textos de apoyo —algo que facilita su comprensión más allá de barreras idiomáticas o educativas— y juega además con contrastes extremos entre el blanco y el negro y con trazos rotundos, elocuentes pero no preciosistas, deudores del expresionismo teatral y cinematográfico en boga por entonces.
El resultado es una obra de fuerza primordial, no exenta de vertientes alegóricas, que capta con acierto el zeitgeist de la época, obtiene una sorprendente repercusión en Alemania debido al formato y el precio asequibles concebidos por el editor Kurt Wolff, y despeja el camino para realizaciones posteriores en el mismo estilo del propio Masereel —de Mi libro de horas (1919) a La ciudad (1925) pasando por La Idea (1920) y Visiones (1921)— y de alumnos aventajados en diversos países entre los que figuran Max Ernst, Milt Gross, Giacomo Patri, Erich Glas, Laurence Hyde, Otto Nückel y la ilustradora y pintora checa Helena Bochořáková-Dittrichová. Mi infancia (1929), novela autobiográfica sin palabras de Bochořáková-Dittrichová, está considerada la primera creada por una artista y, hoy por hoy, también la primera novela gráfica debida a una autora.
¿Qué ocurre para que este auge circunstancial de la novela en imágenes dé paso tras la Segunda Guerra Mundial al olvido? El formato aún propicia durante los años 30 la aparición del estadounidense Lynd Ward, el artífice de novelas en imágenes quizá más reputado tras Frans Masereel. Su ideario de izquierdas y los estragos de la Gran Depresión inspiran a Ward un ciclo de seis novelas sin palabras, influidas en buena medida por los hallazgos expresivos del cine mudo, que abarca Gods’ Man (1929), Peregrinación salvaje (1932) y Vértigo (1937).
Pero sus libros no se reducen, como es habitual en el formato, a cumplir como ejercicios de denuncia social con facetas visionarias y simbólicas. Ward retrata, además, con lucidez cómo los ritmos acelerados del capitalismo menoscaban los idearios críticos y agostan una tecnología detrás de otra, así como las manifestaciones culturales asociadas a ellas. Las que quedan atrás pasan a constituir refugios antisistema minoritarios, sin posibilidad real de influencia en la esfera pública.
Masereel había sido más optimista en La Isla. Consideraba que los mass media y la cultura de masas podían ser correas de transmisión para la renovación de discursos subversivos pese a las interferencias del capital. Para Lynd Ward, en cambio, “hay que elegir entre llegar a pocos en tus propios términos o llegar a muchos supeditado a fórmulas de producción y recepción en las que tu voz acaba por opacarse”. Ward tenía razón, a juzgar por las circunstancias que confluyen en el ocaso apuntado de la novela en imágenes. El cine mudo cede su sitio al sonoro y, durante unos años, el potencial expresivo de la palabra despierta una fascinación superior al de la imagen. Las vanguardias se apropian de la prensa como herramienta ideal para sus cadáveres exquisitos, y transmutan la tipografía en elemento gráfico. Los nazis tachan de degeneradas las novelas en imágenes de Frans Masereel y las autoridades paranoides de Estados Unidos hacen lo propio tras la Segunda Guerra Mundial con las de Lynd Ward. La cultura mainstream se enseñorea de la esfera pública a través del cine, la radio, la prensa gráfica, la televisión y la música pop, y la contracultura recurre a tecnologías más sofisticadas y maquinales que la xilografía, como la impresión en offset y la fotocopiadora…
Lo más importante, a juicio de la ensayista Jennifer Camp, es que artistas como Masereel, Ward o Giacomo Patri “creaban, producían y vivían en un todo armónico, no se sentían ajenos a la identidad del proletariado más humilde, el trabajador manual”. Algo que, como sabemos, la sociedad del desarrollismo y el espectáculo ha hecho que eludamos a golpe de espejismos. El cómic mayoritario también ha sido tradicionalmente un instrumento para esa ceguera, y lo cierto es que las novelas en imágenes no están ligadas al desarrollo durante la primera mitad del siglo XX de la historieta como medio.
Lynd Ward, sin ir más lejos, confesará a Art Spiegelman en sus últimos años de vida que su labor nunca estuvo mediatizada por el cómic popular porque lo desconocía; títulos tan célebres como El príncipe valiente los descubrió como adulto. Por ello, la revalorización de la novela en imágenes desde mediados de los años 70 por académicos como Martin Cohen y autores interesados en la genealogía de la viñeta como Will Eisner, Scott McCloud y Spiegelman ha ido más bien en otra línea: la de intentar establecer un nexo entre las novelas sin palabras y una de las formas más legitimadas del cómic: la novela gráfica. Para la sensibilidad contemporánea, la primera sería el eslabón perdido u originario de la segunda.
Existen ya numerosos textos que han analizado ese vínculo. Por lo que a nosotros respecta, nos gustaría concluir como empezamos: recordando los peligros de llevar el agradecimiento hacia una manifestación cultural en la que ciframos una actualidad que nos atañe y nos influye hasta una forma de apropiación en la que tiene menos importancia el objeto original que nuestro prestigio por participar de sus cualidades. ¿Tiene que ver realmente la novela gráfica, y más como se entiende en los últimos años, con las características descritas de la novela en imágenes o sin palabras? El espíritu de la novela gráfica, sus modos de producción y publicación, su compromiso con la realidad y los desfavorecidos, el sentido de su lenguaje, su disidencia respecto del ecosistema cultural, son comparables con los de las novelas en imágenes, más allá de que uno y otro formato “se parezcan”? El debate está servido.