Salud mental
El síndrome del impostor, un signo de nuestro tiempo

El síndrome del impostor afecta cada vez a más personas. Si bien es un tema que se ha tratado mucho desde la psicología, hay todo un contexto sociopolítico que aumenta las probabilidades de padecerlo, por lo que merece también una lectura de clase y social.
Jóvenes en El Pardo Coronavirus
Gente joven pasando la tarde del 13 de marzo en el entorno de El Pardo. David F. Sabadell
7 dic 2021 07:00

Ainhoa es escritora y, de vez en cuando, participa en actividades que organizan otras compañeras del gremio. Sin embargo, cuando propone sus propios relatos para estas actividades, aunque aclare que lo haga para mostrar su apoyo, los entrega con un aviso: “No te preocupes, si es una mierda, lo puedes rechazar si quieres”. El miedo a generar unas altas expectativas y decepcionar es una de las razones por las que Ainhoa siente la necesidad de añadir este comentario, porque “si se llevan una sorpresa sobre algo que hago, que sea para bien”. Esto, que podría parecer una forma de autosabotaje, es el síndrome del impostor, algo que sufre o ha sufrido la gran mayoría de la población mundial.

La psicóloga Ana Gracia Martínez Vergara lo define como “un patrón comportamental que tiene que ver con el miedo a ser expuesto como un farsante ante los demás”, aunque el mérito se haya logrado con un verdadero esfuerzo y le corresponda a quien no se ve capaz de aceptarlo. A esto le acompaña la negación del éxito propio o, como resume también Cristina Barrial, doctoranda en antropología social, “sentirse como un pulpo en un garaje”, como si esos logros no fuesen merecidos o no le perteneciesen.

Evitar el elogio, martirizarse por el error

El síndrome del impostor, término acuñado por Pauline Clance y Suzanne Imes en 1978, describe a un grupo de personas que, si bien tienen un patrón de comportamiento que no se considera patológico, potencialmente sí puede generar una serie de conductas desadaptativas o perjudiciales. Y esto se puede dar en cualquier ámbito, como el académico, el laboral o incluso el social.

Algunas de las características que definen a alguien que padece síndrome del impostor son la necesidad constante de superación y de destacar, a la que le acompaña un perfeccionismo que genera malestar.

Algunas de las características que definen a alguien que padece síndrome del impostor, y que recogieron Clance y Imes en su estudio, son la necesidad constante de superación y de destacar, a la que le acompaña un perfeccionismo que genera malestar. También cierto miedo o ansiedad por evitar cometer errores y, además, la atribución del éxito a factores externos, como a la suerte, y no a la capacidad o habilidad propia. Una vez se alcanza el éxito, surge cierta culpabilidad al no considerarlo merecido, o cierto miedo a crear expectativas y ser descubierto, eventualmente, como un farsante. Para evitar el error, además, alguien con síndrome del impostor se sobrecarga de trabajo que, aun así, no satisfará al individuo, porque el miedo a la evaluación externa, al elogio o a decepcionar seguirá presente.

Saray, que estudia edición de arte, participa en eventos y en ferias con más creadores para vender sus propias ilustraciones y manualidades. Recuerda la inseguridad que sintió en el primer evento en el que estuvo presente: “¿Y si no me merezco estar aquí?”, se preguntaba. “¿Y si estoy ocupando el puesto de otra persona que lo merece más que yo?”. Aquella jornada salió muy bien. Saray vendió bastantes ilustraciones pero, explica, “sentía que la gente me las compraba por compromiso o por pena”, un ejemplo de estilo atribucional externo, algo que alimentaba el miedo a que “se diesen cuenta de que no valgo para esto”. Del mismo modo que, si recibe elogios hacia su trabajo, uno de los pensamientos que pasan por su cabeza es “¿me lo estará diciendo en serio o me lo dirá porque le caigo bien?”

La psicóloga Martínez Vergara explica que, si bien esto es un patrón comportamental desadaptativo que perjudica a quien lo reproduce, tuvo que haber algún momento en el que causó beneficios a corto plazo, porque si no la persona no habría seguido replicándolo. “Si yo estoy verbalizando que lo que he hecho no es para tanto, generamos una validación externa que nos reduce la ansiedad”, explica. Pero al repetirlo, surge la duda, la baja autoestima, la ansiedad o las conductas perfeccionistas. Se convierte en desadaptativo y dificulta el reconocimiento propio del éxito.

“No suele haber un punto medio entre éxito y fracaso. Es decir, concluyen que si no hay éxito significa que hay fracaso”, expone la profesional. “Si eres bueno vas a conseguir tus objetivos; entonces, si no los consigues es porque no eres bueno”. Algo que desde la sociología y desde la antropología social está muy relacionado con el concepto de meritocracia y el contexto sociopolítico y económico actual.

La farsa de la meritocracia

Desde la antropología social, Cristina Barrial explica que al hablar de meritocracia se deja de lado que hay factores que, por mucho esfuerzo que haya, obstaculizan el cumplimiento de los objetivos propuestos. Partir de una buena situación económica reduce una gran cantidad de obstáculos que, por tanto, ayudará al cumplimiento de esos objetivos. El discurso de la meritocracia, que ignora la clase social o la situación económica, genera en quien no logra sus objetivos el sentimiento de que a lo mejor no es bueno en su trabajo, en lugar de valorar las dificultades añadidas.

Una persona en una posición más acomodada, según Barrial, suele contar sus éxitos en términos de esfuerzo, pero “están ignorando las condiciones socioeconómicas que han permitido que ese esfuerzo exista”, algo que se convierte en un privilegio. Martínez Vergara lo ejemplifica con las personas que se ven obligadas a trabajar para pagarse los estudios. Esto dificulta el cumplimiento de los objetivos académicos, ya que el agotamiento de trabajar y estudiar a la vez se convierte en un factor determinante, que aumenta la desilusión y hace que se perciba como un fracaso.

“No tenemos en cuenta nuestro proceso, sino que evaluamos el resultado y nos comparamos con los del resto”, asevera Martínez Vergara. “Las comparaciones nunca son justas, solo generan sufrimiento y duda hacia uno mismo, y esto es algo muy característico del síndrome del impostor”. Esto además se acrecenta en el contexto de capitalismo neoliberal actual, en el cual se valora al individuo en la máxima de ser competitivo y eficiente para el mercado y donde se considera que, quien no lo esté siendo, no está siendo útil para la evolución del sistema.

“No quiere decir que no sirvas para esto, sino que no puedes hacerlo de otra manera porque no tienes recursos. La sensación de no estar a la altura depende mucho de la clase social”

Al encontrarse en una situación económica desfavorable suceden una serie de patrones comportamentales, explica Martínez Vergara, como las acciones más perfeccionistas o una mayor carga de trabajo para lograr ser competentes para el mercado. “Hay mucha más presión para que salgas de esa precariedad y te obligas a ser el mejor” y, al ver que no hay resultados satisfactorios, el sentimiento de fracaso es atribuido hacia uno mismo, por lo que se ignora el porqué de no poder lograrlo. “No quiere decir que no sirvas para esto, sino que no puedes hacerlo de otra manera porque no tienes recursos”, aclara. “La sensación de no estar a la altura depende mucho de la clase social”, aporta Cristina Barrial.

Respecto al capitalismo neoliberal, Barrial explica que se basa en una ciudadanía individualista, ya no tanto social, “basada en el imperativo de invertir y emprender, donde la única manera de tener una trayectoria provechosa es arriesgarte constantemente y tomar buenas decisiones”, riesgo que no todo el mundo puede permitirse.

Algo también muy característico vinculado a este síndrome es la carga excesiva de trabajo que termina convirtiéndose en un rasgo identitario. Como expresa Saray, “me sobrecargo de trabajo para asegurarme de no repetir errores. Tengo que producir muchas cosas bien para que la gente no se dé cuenta de que también puedo hacer cosas mal”. Por su parte, Barrial añade que el trabajo se ha convertido en un rasgo identitario, en “tu carta de presentación en un sentido muy mercantilizado”. Es entonces cuando llega la autoexigencia y convertir los logros en algo banal, como si fuese una comanda a cumplir. Alguien con síndrome del impostor no le dará tanta importancia a los logros porque es lo que le corresponde hacer; pero sí le dan importancia a los fracasos —que suelen ser pequeños errores que desde fuera se pueden percibir como insignificantes— porque a lo mejor significa que no vale para esto.

Un estudio del Access Comercial Finance que encuestó a 3.000 personas de Reino Unido recogió que el 66% de las mujeres ha sentido síndrome del impostor alguna vez, frente al 56% que corresponde a los hombres

La farsa de la meritocracia, entonces, consiste en valorar el esfuerzo incesante como único factor determinante del éxito, mientras se ignora todo el contexto económico, la incapacitación que pueden generar determinados estados de salud mental o la situación social y familiar, entre otros. Esto lleva a que, si alguien no logra algo porque no puede, lo analice como un fracaso personal y no como una fisura estructural que se sale de su control. Así, entonces, surge el síndrome del impostor.

Un síndrome relacionado con el género

Además de tener una lectura de clase social, este síndrome también tiene un análisis de género. Un estudio del Access Comercial Finance que encuestó a 3.000 personas de Reino Unido recogió que el 66% de las mujeres ha sentido síndrome del impostor alguna vez, frente al 56% que corresponde a los hombres. No es el único estudio que hace una lectura de género en esta materia y que lo relacionan con las consecuencias de una sociedad patriarcal.

Barrial expone que es en “la legitimidad para hablar” donde más se puede ver esta diferencia en relación con el síndrome del impostor. “Siempre da la sensación de que los hombres son más expertos en cosas”, algo que está muy relacionado con el sesgo de género en diferentes ámbitos, el espacio que se le da a los hombres en los medios de comunicación frente al que se le da a las mujeres, o el espacio en otras materias como la educación, la investigación, la ciencia o el mercado laboral. “Desde pequeña aprendes cuándo tienes derecho a tomar la palabra. Cuando vas creciendo, estas situaciones de desigualdad se reproducen”, añade.

Por su parte, Martínez Vergara explica que el género está muy asociado a una serie de patrones comportamentales, consecuencia de la sociedad patriarcal. Estos factores son, enumera, la baja autoestima, problemas de autoexigencia y la réplica de repertorios perfeccionistas, entre otros que, potencialmente, pueden derivar en sentir la inseguridad que precede al síndrome del impostor.

La psicóloga señala que estos patrones de comportamiento por cuestión de género coinciden con los que siente alguien con síndrome del impostor, por lo que encuentra una clara relación entre ambas, pero de forma indirecta. “El género no nos predispone a desarrollar este síndrome, pero sí que nos está predisponiendo a que tengamos menos autoestima o a generar conductas perfeccionistas”. Esto puede derivar en el miedo a ser sobrevaloradas y ser descubiertas como farsantes. “No quiere decir que si soy mujer voy a tener síndrome del impostor, pero si soy mujer será más probable que tenga baja autoestima, por ejemplo, y, por lo tanto, que desarrolle estos comportamientos que pueden llegar a ser desadaptativos”.

Esto también es aplicable desde una lectura de clase, o incluso de otros colectivos en situación de desigualdad, que tienen unas conductas potencialmente desadaptativas parecidos. Se puede deducir, por lo tanto, que no hay una relación directa entre el contexto y el síndrome del impostor, pero sí indirecta. Haber crecido en un contexto desfavorable, tanto a nivel social o económico, puede generar una serie de conductas que deriven en unos patrones comportamentales que, a su vez, causen síndrome del impostor. Entre formar parte de un sector de la población en desigualdad y desarrollar el miedo a ser descubierto como un fraude hay un paso intermedio, y eso tiene más que ver con la psicología, pero el resto es todo política social.

Prevención para evitar el tratamiento

Haber crecido en un contexto educativo exigente es algo que también influye mucho en este síndrome, algo que valora Saray desde su perspectiva personal. “¿Sacas buenas notas? Es lo que tienes que hacer. ¿Has hecho esto bien? Es lo que tienes que hacer. No tiene mérito que haga las cosas bien porque es lo que tenía que hacer. Solo es negativo si lo he hecho mal, pero no es positivo si lo he hecho bien”. Esto causa que, a día de hoy, si hace un buen trabajo nunca sea suficientemente bueno o, añade, “mi cerebro no procesa que lo haya hecho yo porque soy incapaz de sentir que algo muy bien hecho es mío”.

Algo parecido le ocurre a Ainhoa, que expresa que sigue en proceso de trabajar en los elogios y de aceptar cuando alguien le dice que hace las cosas bien, porque “siento que no están hablando de mí y la gente se puede sentir mal si me dicen algo bonito y se lo rechazo”. Ana Gracia Martínez Vergara recuerda que la autoexigencia surge de la educación y que, “si me han educado diciendo que soy la que más destaca de clase y llego a la universidad, donde todo el mundo destaca en cosas parecidas, ¿quién soy yo ahora?”, pregunta que lleva a dudar de las propias capacidades, aumentar la carga de trabajo y dejar de valorar los éxitos como tales.

La psicóloga sugiere que esto puede tratarse en terapia, pero no como el síndrome del impostor en conjunto, sino trabajando en los comportamientos que lo ocasionan, “en la autoestima, la ansiedad, la atribución externa o el perfeccionismo”. No obstante, “lo más importante del tratamiento no es tanto el tratamiento en sí, sino la prevención”, alega. La educación se convierte en un componente muy importante para prevenir las conductas o sentimientos que pueden desembocar en padecer síndrome del impostor. Asimismo, ser consciente del contexto social y económico a la hora de valorar los éxitos propios también es fundamental para aceptar que tú no eres el problema, sino que el sistema no beneficia a ciertos sectores de la población.

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