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Sidecar
Mike Davis, in memoriam
Dustin Hoffman comentó en una ocasión que la experiencia de hacer una película es como vivir: no recuerdas la mayor parte de la misma; recuerdas momentos. «Este incidente, aquel, bum, bum, estos colores vivos, el resto es como nebuloso... Golpear el taxi en Cowboy de medianoche, «¡No ves que estoy andando por aquí!».
Siempre se puede volver al cine, por supuesto. La mayor parte de la vida no se graba; se vive. Los momentos perduran, bum, bum, los colores a veces apagados, un tipo diferente de brillo. Conocí a Mike Davis por teléfono. Le había pedido a Alex Cockburn su ranchera Chrysler, una Newport de 1964, no recuerdo por qué, pero esta se había estropeado, este gran barco de acero, cristal y cromo, y ahora se hallaba aparcada en la cuneta de la carretera. Alex se había ido a algún sitio —eran los días en que cualquiera que lo buscara, desde amigos hasta acreedores, hasta un anciano astrólogo, publicaban mensajes en The Nation—, pero Mike tenía tiempo. Tal vez estaba esperando una grúa. Decía de sí mismo que era camionero y también que había sido trabajador de la industria cárnica. Prisoners of the American Dream (1986) acababa de publicarse o estaba a punto de serlo, pero todo en esa primera conversación sugería a alguien oblicuo al mundo editorial habitual. Tenía una teoría sobre por qué la Newport no iba a dar buen resultado, que pronto dio paso a historias sobre maniobras de vehículos inseguros en carreteras desastrosas y a historias de talleres, que demostraban que esta o aquella característica del coche lo hacía un vehículo poco fiable. Había algo tempestuoso en su manera de hablar de cosas mortalmente serias, cualidad que yo volvería a percibir posteriormente entre electricistas, caldereros y estibadores insurgentes.
La Operation Hammer fue clave para la discusión de Mike sobre la centralidad de la violencia de clase en la construcción del periodo contemporáneo de Los Ángeles
Tras transcurrir lo que me pareció un enorme periodo de tiempo después de esa conversación, me lo imaginé leyendo en las paradas de camiones y escribiendo en la penumbra de la cabina entre los diversos trayectos, lo cual era un reflejo de su autopresentación romántica, pero quizá también había en ello algo de mi propia proyección. Era la década de 1980. La clase obrera perdía y estaba hambrienta de trovadores entre sus filas. Mike era alguien de la clase obrera que había saltado de la misma y que llevaba la tensión explosiva de la clase dentro de sí. En una declaración antes de su muerte, clamó contra la esperanza, pero cuando pienso en Mike, lo encuentro situado entre la alegría y el pánico, en el punto en el que convergen la realidad material, la rabia y una esperanza radical. Al igual que los wobblies de Los Ángeles de la década de 1920, a los que admiraba por su punzante análisis, su «valentía suicida» y su «humor negro», al igual que a los militantes de Homestead, que en la época en que hablamos por primera vez estaban dando la última batalla por las comunidades siderúrgicas; Mike tenía un ojo para lo absurdo.
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Antes de que existiera City of Quartz (1990), Mike me señaló Dynamite: The Story of Class Violence in America (1931), de Louis Adamic. Más tarde, ensalzaría Street Rod (1953) de Henry Gregor Felsen. De todas sus muchas recomendaciones, esas dos son las que más rápido me vienen a la cabeza. Adamic aparece en la investigación de Mike sobre Los Ángeles por «su énfasis en la centralidad de la violencia de clase en la construcción de la ciudad». Sustituyamos «ciudad» por «país» y la frase sigue siendo correcta, los impactos de la brutalidad de la clase dominante contra la clase obrera a lo largo de la historia estadounidense siguen siendo enormemente subestimados, incluso en la izquierda. Dynamite es también un examen devastador de la instrumentalización de la violencia por parte de los burócratas sindicales para afianzar su propio poder. Street Rod es otra cosa, se trata de una novela, característica de la literatura popular obrera, sobre chicos hoscos en una pequeña ciudad de Iowa y sus sueños confusos de libertad, coches chirriantes y virilidad. Atrajo especialmente a Mike por el entusiasmo que sentía por los verbos:
Ricky Madison iba demasiado deprisa como para hacer otra cosa que mirar la carretera. ¡Qué bien le sentaba partir la noche como la punta de un cuchillo, los tubos chocando contra la carretera! Velocidad... velocidad... velocidad... Link estaba ahora comiéndose su humo. Y era amargo.
Ricky Madison acabó mal. Mike estaba dando clases de escritura en ese momento y hacía que los estudiantes leyeran a Mickey Spillane, Cormac McCarthy, etcétera, una literatura de verbos duros, también conocida como una literatura de hombres duros. Los verbos eran la lección, pero la raíz de belleza y violencia no podía pasar desapercibida a los estudiantes. En diversas iteraciones, este fue siempre el tema de Mike: la luz del sol y el noir.
***
Dynamite también representa una paradoja, que sólo reconocí más tarde. Adamic aparece como un desacreditador de la creación de mitos sobre Los Ángeles en el capítulo de Mike «Sunshine or Noir?». Cuando Adamic se trasladó a la Costa Este, escribe Mike, ese papel lo ocupó Carey McWilliams, que llegaría a desenmascarar la agroindustria californiana en Factories in the Field (1939) para convertirse en la década de 1950 en el editor más valiente de The Nation, desafiando la amenaza roja [Red Scare]. Treinta y tantos años después, leí un primer manuscrito de un capítulo diferente del «libro de Los Ángeles» de Mike –entonces no tenía título– y le pregunté si estaría dispuesto a dejar que The Nation lo publicara. En aquella época, la policía de Los Ángeles detenía, humillaba, acorralaba y arrestaba a un gran número de jóvenes negros y morenos cada semana, y sus nombres y demás información se introducían en una base de datos antipandillas para futuras acciones. La Operation Hammer fue clave para la discusión de Mike sobre la centralidad de la violencia de clase en la construcción del periodo contemporáneo de Los Ángeles. Este fue el primero de sus artículos que intenté que se publicara en la revista. El resto de editores lo rechazaron. «¿Quién es Mike Davis?», preguntaron algunos. «Forma parte del grupo de la NLR», dijo uno de ellos, resoplando por el uso que Mike hacía de la palabra «proletariado».
Cuando por fin nos conocimos en Nueva York, cenamos con un grupo de gente en una mesa corrida de The Spain, un maravilloso y antiguo local, ahora cerrado, con su sala trasera de estuco de techos altos locamente decorada con reproducciones de desnudos y paisajes españoles. La conversación volaba, al igual que los platos, llevados a la mesa por camareros ataviados con chalecos rojos. Recuerdo las gambas al ajillo y a Mike hablando de la economía moral de la clase obrera. Era una idea en la que yo no había pensado —el magistral libro de Peter Linebaugh The London Hanged (1991), sobre las apropiaciones consuetudinarias de los trabajadores, las penas capitales y la imposición del sistema salarial, aún no se había publicado—, pero estaba segura de que el razonamiento de Mike de que los trabajadores de las fábricas suelen apropiarse de lo suficiente del jefe para satisfacer lo que creen que vale su trabajo más allá del salario oficial recibido, no se aplicaba a mi padre. Era un tornero que hacía herramientas y matrices, meticuloso, un tipo que seguía las reglas. Realmente, dijo Mike, ¿tu padre nunca se llevó nada de la fábrica? Bueno, a veces fabricaba pequeñas piezas para el coche o la casa, como un soporte de latón hecho a medida, que mi madre necesitaba para colgar un farol. Y así todos nos reíamos y reíamos.
La siguiente vez que recuerdo haber visto a Mike, el tema era la angustia. En una juerga por las calles de Nueva York, ¿quién recuerda una charla melancólica sobre amores perdidos? Con el alcohol corriendo en una situación probablemente embarazosa, pero ciertamente divertida. Una de nuestras paradas fue un bar decorado con azulejos, cuya elaboración apreciamos, tal vez en exceso, como distracción de los detalles de nuestras distintas penas. Paso por delante de ese bar casi todos los días en Nueva York, sus azulejos y los pensamientos asociados a las almas anónimas que los colocaron son una mnemotecnia.
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La última vez que vi a Mike estaba en San Diego con Alessandra y los gemelos, James y Cassandra, junto con su hijo Jack, que entonces vivía con su novia. Su hija mayor, Roisin, y él mantenían un contacto constante. El pater familias, se autodenominaba Mike, con alegría. No oía muy bien y bromeaba con la idea de conseguir una bocina, pero esa tarde, cuando tenía a su hija en brazos mientras ella le contaba su día, parecía estar atento a cada palabra y nota emocional.
Yo había estado conduciendo por la frontera sur desde Brownsville, Texas, y me dirigía al norte. Consciente de mi interés por las cosas que se desmoronan, Mike trazó lo que consideró la ruta ideal en un mapa de las fallas de California. Me llevaría a lo largo de la de San Andreas hasta su confluencia con la depresión estructural de Walker Lane, cerca de China Lake, pasando por el Valle de la Muerte y así sucesivamente. Su dedo seguía líneas tenues, pequeñas carreteras, caminos de tierra y carreteras en mal estado: ninguna mención de la autopista de Escondido, San Bernardino, Barstow en este plan. Admitió que sería un reto para mi Valiant de 1963, pero que sería interesante; se permite dormir en el coche en algunos de los caminos de tierra del Valle de la Muerte.
Me llevó a dar una vuelta relámpago por El Cajón, que ahora es una ciudad dormitorio de San Diego y que en su día fue un pueblo agrícola y más tarde, durante la juventud de Mike, una encrucijada noir en la que el matón local era un psicópata y otro un filósofo secreto. Una vez dijo que mientras crecía fue terriblemente patriótico hasta los 15 años, pero que al enumerar las maravillas de Estados Unidos siempre vacilaba cuando se trataba de describir El Cajón: «Lo que no se dice: el barullo característico de alguien que está siendo golpeado, la intolerancia religiosa y, sobre todo, la pura estupidez de todo ello [...] en la profundidad de la cultura de la Guerra Fría de la década de 1950». Aquí estaba el club de los Hell's Angels; allí había estado ese cine tan elegante, demolido en nombre del desarrollo; estas eran las calles donde bebían los adolescentes, llenas de peligro y deseos, el bulevar que tres mil jóvenes ocuparon una noche de verano de 1960 para hacer una carrera de coches en protesta por la falta de pistas de carreras en San Diego para celebrarlas, que culminó con la intervención de la policía antidisturbios y sus furgones. Street Rod adquirió de repente otra dimensión.
No se trató básicamente, sin embargo, de un recorrido de «rememoración». Fue un encuentro con lo sagrado y lo profano. A unos ocho kilómetros hacia el norte de El Cajón, entre Bostonia y Winter Gardens, donde habían vivido los padres de Mike, la ciudad de Santee alberga el Creation and Earth History Museum, que se burla de la evolución, pero también niega los consuelos de la fe ciega, apropiándose de la ciencia para justificar la Biblia, concluyendo en última instancia donde el creacionismo siempre concluye, en la política: a saber, Marx era un satanista y Hitler fue el precursor dramático, aunque mucho menos letal, de las mujeres sin Dios, que dicen que el aborto es una cuestión de elección. La Unarius Academy of Science de El Cajón es más agradable, ya que comienza con la ciencia —el cosmos y la tecnología en constante expansión de la humanidad para entenderlo— y concluye con un cordial abrazo a «nuestros hermanos del espacio» con los que los unarios dicen estar en contacto mental y espiritual desde 1973. Las airosas azafatas del vestíbulo saludaron a Mike como a un viejo conocido. Y él, con los ojos chispeantes, me dirigió a un extenso modelo en 3D: la ciudad utópica de los Unarios, con sus carreteras y fantásticas estructuras, que irradian desde la torre central de Tesla. Me compré una pequeña insignia de una nave espacial con chips de cristal de colores y me la prendí en la chaqueta. Llévela siempre consigo, me instaron las azafatas; cuando vengan, los Hermanos del Espacio la reconocerán como una amiga.
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Nunca grabé a Mike en una cinta, sus explicaciones rápidas e incisivas y sus agudos detalles, sus historias, su alegría desgarrada. No recuerdo mucho de lo que dijo mientras conducíamos, no recuerdo cómo sucedió, pero a la vuelta del paseo ascendimos por una carretera en mal estado hasta la cima de una montaña. Recuerdo el camión de la Border Patrol que se cruzó con nosotros, el modo en que nos pusimos en tensión por puro reflejo, si bien a la postre sabíamos que no debíamos temer que se detuviera a un hombre blanco de pelo y bigote blancos, que conducía con confianza un vehículo con tracción en las cuatro ruedas por una carretera próxima a la frontera. Recuerdo la vista desde la cima, México, el conjunto violáceo de montañas y los restos dejados por la gente que las había cruzado justo por ese punto: unas cuantas latas vacías de pescado en conserva, una maquinilla de afeitar desechable, un espejo roto. Recuerdo la sensación de pena y furia.
Luego bajamos por otro camino, que acabó en una especie de zona desértica, hasta el fondo, donde justo delante, a unos cien metros, había una valla y más allá una autopista de peaje, prácticamente vacía a última hora de la tarde, porque la gente de San Diego la odiaba, se resistía al peaje, indignada ante el abuso de los dólares públicos y del espacio público. Nos encontrábamos en un territorio desconocido para Mike, aunque no para algunos conductores anteriores, porque en un instante Mike observó un punto en el que la valla había sido casi tumbada. Se dirigió a toda velocidad hacia ese lugar, y rápido, rápido, dijo, baja y coloca esa parte de la valla sobre la zanja del otro lado. El peso del vehículo hizo el resto, yo volví a subir y en un instante estábamos trepando por el camino de tierra, girando en torno a un bloque de cemento, finalmente en el arcén y de ahí, ya en la autopista de peaje propiamente dicha, corriendo solos a toda velocidad hacia la salida más cercana. Mike gritó como un viejo forajido.