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En tierra de nadie: el impasse de la izquierda española
El 28 de mayo se celebraron elecciones en todos los municipios españoles y en la mayoría de las comunidades autónomas. Los resultados registraron un marcado giro a la derecha, con el Partido Popular (PP) cosechando 7 millones de votos a nivel local y el partido franquista Vox duplicando su cuota en comparación con la anterior votación de 2019. La alianza entre estos dos partidos, que ya funciona en Castilla y León, se ha extendido a la Comunidad Valenciana y previsiblemente lo hará a comunidades como Baleares, Aragón o Cantabria.
Por el contrario, los partidos del Gobierno de coalición, el Partido Socialista (PSOE) y Unidas Podemos (UP), obtuvieron unos resultados desastrosos. El primero perdió seis regiones frente al PP, mientras que el segundo fue expulsado de todos los parlamentos autonómicos. El poder local de UP también ha desaparecido, con la pérdida de Barcelona, Cádiz y Valencia, certificando así la muerte de la “ola municipalista” contra la austeridad iniciada hace casi una década. En conjunto, los partidos de izquierda vieron caer su porcentaje de votos en un 23%, un descenso de 655.000 papeletas. Los únicos que lograron aumentar sus números fueron partidos nacionalistas: Bildu en el País Vasco y BNG en Galicia.
La coalición de gobierno ha cosechado varios éxitos legislativos desde su formación en el año 2020. Aprobó lo que describen como “el presupuesto más progresista de la historia de España”; aplicó un aumento del 20% del salario mínimo y un tope al precio de la gasolina que contuvo eficazmente la inflación; y amplió el empleo asalariado, que superó los 20 millones de trabajadores por primera vez desde 2008. Sin embargo, su popularidad no ha dejado de disminuir.
La coalición sigue actuando dentro de los límites estructurales fijados por Bruselas: mantener la inversión pública al mínimo y destinar los fondos europeos a proyectos de “modernización” llamativos, como el coche volador, que no contribuyen en nada a reactivar la atrofiada base industrial del país. Con el PSOE y el PP adheridos a este enfoque ortodoxo, este último ha tratado de distinguirse lanzando una paranoica campaña cultural contra el primero y acrecentando la sensación de malestar social. Por su parte, Unidas Podemos ha visto frustradas sus principales ambiciones políticas por una ley de vivienda diluida que elude cualquier confrontación con el capital inmobiliario. Políticamente, se encuentra en tierra de nadie, sin argumentos coherentes para defender los resultados de su administración.
En un momento de absoluta debilidad estratégica, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, convocó elecciones anticipadas para el 23 de julio, pasando a la ofensiva en un último intento de invertir la trayectoria descendente de su administración. Actualmente lidera las encuestas el PP, liderado por el ex presidente gallego Alberto Núñez Feijóo, cuyas cuatro mayorías absolutas consecutivas le han aupado al liderazgo nacional. Los días en que los escándalos de corrupción del partido inundaban las noticias parecen haber quedado atrás para siempre. Al contrario, su campaña electoral ha conseguido imponer el marco de España como un país ingobernable, situando a Sánchez como el culpable del caos. Los temas dominantes han sido los okupas y ETA, a pesar de que la banda se disolvió hace más de cinco años. En Andalucía, antaño el principal bastión del PSOE, el PP y Vox aumentaron sus votos combinados en un sorprendente 43% en las elecciones locales, y el PSOE perdió en todas las ciudades importantes menos en una.
En las elecciones autonómicas y locales madrileñas, el PP renovó su mandato con otra mayoría absoluta. Parte de su éxito se debe al declive de Ciudadanos, el partido descrito a menudo como un “Podemos de derechas” cuyos antiguos simpatizantes se han pasado en masa al PP, destacando el caso del economista neoliberal Luis Garicano. Pero Feijóo también ha conseguido aprovechar la oposición popular a lo que se ha dado en llamar “sanchismo”. La prensa de derechas lleva años pintando al presidente del Gobierno como un líder caprichoso, protobolivariano y con una sed de poder ilimitada, deseoso de llegar a acuerdos con los que quieren “romper España” (vascos y catalanes). Aún más eficaz ha sido la implacable guerra cultural de la derecha, dirigida contra las políticas públicas introducidas por el Ministerio de Igualdad de Irene Montero (incluidas leyes más estrictas sobre el consentimiento sexual y reformas que facilitan el cambio de género sin un diagnóstico médico). El insurgente movimiento feminista español, que había ganado terreno en la década de 2010, es ahora objeto de una feroz reacción, liderada por el PP y Vox, y amplificada a través de los medios de comunicación.
Las elecciones se enmarcaron como un referéndum nacional contra Sánchez y la nula implantación local de Podemos ha derivado en una baja participación electoral y sumido al país en una ola de desencanto político.
Con su relevancia electoral considerablemente minada desde 2019, y su cultura interna acosada por feroces batallas políticas, Podemos estaba desesperado por conservar sus bases de poder regionales y locales. En parte, porque necesitaba estar en una posición de fuerza a la hora de negociar con Sumar, la plataforma electoral liderada por la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, que pretende aglutinar a toda la izquierda del PSOE. Sin embargo, el partido terminó sufriendo derrotas históricas en dos circunscripciones clave. En Madrid, la ciudad donde estallaron los indignados y donde se fundó Podemos, desapareció por completo de la Asamblea, recogiendo sólo el 4,7% de los votos. En Barcelona, la actual alcaldesa Ada Colau, que fue elegida en 2015 para desafiar el modelo rentista de la ciudad, ha sido derrotada por el nacionalista reaccionario Xavier Trias y ha tenido que sumar sus votos a los del PP para que gobierne el PSC, con una agenda que promete ser igual o peor que la de Trías, aunque posiblemente con mejor marketing. Dado que las elecciones se enmarcaron como un referéndum nacional contra Sánchez, la nula implantación local de Podemos –derivada de su idiosincrasia organizativa– ha derivado en una baja participación electoral, la cual se ha ido a la abstención, y sumido al país en una ola de desencanto político (el partido tiene una media del 4-5% de los votos).
Tras estas derrotas, la maquinaria de guerra electoral del PSOE se ha activado, mientras que la de Podemos muestra signos de un fatal agotamiento. El radicalismo del partido ha disminuido progresivamente con los años. Cada vez más es visto con apatía y desconfianza por la mayoría del electorado de izquierdas. Cuatro años en labores de Gobierno, que han supuesto en gran medida la gestión de un “keynesianismo pandémico”, han impedido consolidar sus bases sociales. De hecho, ha ocurrido todo lo contrario. Una presencia mínima en la sociedad civil, por no hablar de los movimientos sociales, ha convertido al partido en poco más que un comité burocrático cuyo único poder reside en los cargos de su gabinete, controlado por dos familias.
La estrategia electoralista de Podemos ha vaciado los movimientos sociales y reducido la cultura orgánica de la izquierda a una cuestión de audiencia en redes sociales. Pero en la vida real, todo es “tierra quemada”.
La estrategia inicial presente en la hipótesis populista de conciliar una exigua militancia de base con un amplio llamamiento a los votantes despolitizados ha encallado. La estrategia unívocamente electoralista de Podemos ha vaciado los movimientos sociales, y reducido la cultura orgánica de la izquierda a una cuestión de audiencia en redes sociales. Pero en la vida real, todo es “tierra quemada”. Existe cierta apariencia artificial de que el partido sigue vivo gracias al aparato mediático residual de Podemos, expresado en la nueva televisión de Pablo Iglesias, Canal Red; sin embargo, este movimiento ha sido a todas luces insuficiente para contrarrestar los fieros ataques de los principales medios de comunicación y crear un espacio contrahegemónico desde donde ganar posiciones culturales a la derecha.
Dada esta ausencia de estrategia política, bases sociales, así como el aspecto moribundo de su organización (haber desaparecido de tantos espacios locales supone una pérdida considerable de ingresos), el electorado de izquierdas cree que ha llegado el momento de que Díaz ocupe el lugar de Podemos y gobierne junto a los socialdemócratas, en la medida en que el sueño de conseguir un sorpasso al PSOE está fuera de cualquier análisis cabal. A principios de junio, Podemos se vio obligado a llegar a un acuerdo con Sumar, aceptando concurrir a las próximas elecciones bajo su paraguas y no bajo el de Unidas Podemos. Este fue un suceso doloroso, ya que supone el fin del partido tal y como lo conocemos, e inicia una “etapa de construcción de poder social, cultural y militante”, en palabras de las líderes del partido morado. La dirección se ha dado cuenta de que si quiere preservar el espacio electoral que se labró en la década de 2010, a corto plazo debe disolverse de facto dentro de una nueva estructura política poblada por muchos de sus antiguos oponentes internos, críticos con el liderazgo de Iglesias (el Partido Comunista, pero especialmente quienes desertaron de Podemos para crear el vehículo electoral rival Más País, quien ha mantenido un 20 % del voto en Madrid).
Sea como fuere, Sumar parece incapaz de superar los problemas estructurales que minaron las posibilidades políticas de su predecesor. La ausencia de una base fuerte la hace dependiente de la visibilidad mediática, lo que significa que el atractivo personal de Díaz es una de sus únicas bazas electorales (su rostro estará impreso en las papeletas de las próximas elecciones generales, al igual que el de Pablo Iglesias en las primeras generales y el de Iñigo Errejón posteriormente). Aun así, existen varias diferencias significativas entre ambas organizaciones. Mientras que el estilo retórico de Iglesias era el de confrontación contra el régimen del 78, el de Díaz es mucho más suave. Mientras que él excoriaba a la Troika y a los magnates empresariales españoles, el tono de ella es abiertamente conciliador.
En asuntos exteriores, Yolanda Díaz ha hecho poco más que respetar los compromisos de Sánchez con la OTAN, defender la primera resolución de la ONU sobre economía social y lanzar una internacional iberoamericana del trabajo. Aunque Podemos fracasó finalmente en su intento de llevar el movimiento de los indignados a la política de masas, este fue siempre su objetivo explícito; pero en el caso de Díaz, la visión sobre la representación política es abiertamente tecnocrática. Al distanciarse de los elementos euroescépticos que marcaron los inicios de Podemos, ha terminado promocionando los fondos de recuperación europeos como una oportunidad única para la planificación medioambiental dirigida por el Estado. Como ministra de Trabajo, ha entablado extensas negociaciones con sindicatos y confederaciones empresariales para aprobar varias leyes progresistas, volviendo a la tradición corporativista que Mariano Rajoy prácticamente desmanteló hace una década. Su proyecto es una especie de laborismo que se esfuerza por mejorar las condiciones a través de acuerdos tripartitos en lugar de luchas en el espacio de trabajo. Queda por ver si el Movimiento Sumar llegará más lejos que la estrategia populista de Podemos. Pero está claro que, con Díaz, la ambición política de Sumar es actuar como socio menor del PSOE. Cualquier programa más transformador ha quedado descartado incluso antes de nacer.
Se prevé que Feijóo sea el candidato más votado en las próximas elecciones, lo que devolvería al PP a una posición que no ocupaba desde 2016, y podrá sumir al país en una etapa neconservadora casi más dura que la iniciada por José María Aznar. Posiblemente sus posibilidades de formar gobierno se vean comprometidas por su beligerante nacionalismo, lo que hace improbable que los partidos de derechas vasco y catalán acepten apoyar su administración. Esto mantiene la posibilidad, por pequeña que sea, de que una variante de la actual coalición pueda mantenerse en el poder, aunque seguramente con menos capacidad para que el PSOE sucumba sin ambages al neoliberalismo.
Aunque Sánchez asegura que la economía española va “como una moto”, la especialización en servicios de gama baja y turismo, más una base industrial en declive y la presión para aumentar el gasto militar, ponen claras limitaciones al próximo Gobierno
Ahora bien, las perspectivas no son especialmente halagüeñas para quien se siente en el Palacio de la Moncloa después del 23 de julio. Aunque Sánchez asegura que la economía española va “como una moto”, y se espera que el PIB crezca un 2% en 2023 y 2024, la especialización en servicios de gama baja y turismo, más una base industrial en declive y la presión para aumentar el gasto militar, ponen claras limitaciones a lo que el próximo Gobierno pueda conseguir. Además, Bruselas ha exigido a España que limite el aumento del gasto al 2,6% en 2024, en línea con la vuelta a la austeridad en toda Europa tras la pandemia. Esto significa que, incluso si el PSOE y la izquierda consiguen de alguna manera mantenerse en el poder, contrarrestar los efectos de los bajos salarios y los alquileres fuera de control será una batalla cuesta arriba. La ministra de Economía, Nadia Calviño, ha planteado la posibilidad de asociarse con otros miembros de la UE para reformar las normas fiscales del Pacto de Estabilidad y Crecimiento; sin embargo, obtener el visto bueno de la Comisión no será fácil, y posiblemente esté supeditado a nuevos recortes presupuestarios. También existe una considerable hostilidad hacia Sánchez dentro del PSOE, cuyo flanco derechista intentará bloquear cualquier desviación de la ortodoxia.
Análisis
Análisis La derrota de Podemos y el hándicap de Sumar
En ausencia de una inversión social significativa, el “Estado emprendedor” español ha luchado con poco éxito por conciliar los imperativos de acumulación y legitimidad. Esto ha abierto la puerta a un conservadurismo de línea dura que abjura de cualquier intervención progresista en la economía y culpa de sus males a elementos externos: Rusia, ETA, okupas, separatistas, migrantes, mujeres, la comunidad LGTBI, etc. La infraestructura para un giro autoritario autoritario bajo el PP y Vox ya está en marcha en varias comunidades autónomas. La policía se ha movilizado contra el actual gobierno, creando una exitosa campaña en defensa de la “Ley Mordaza” firmada en 2015, que restringe drásticamente la libertad de expresión y reunión. El poder judicial ha echado por tierra una iniciativa del PSOE para democratizar los tribunales y continúa haciendo oposición al Ejecutivo y enfrentándose a los movimientos sociales. Los medios de comunicación, a excepción de PRISA y unos pocos medios digitales, ya están completamente alineados con la derecha, y prometen actuar como fieles servidores de un gobierno liderado por el PP. El Estado feroz, como lo conceptualiza Pablo Elorduy en un libro de próxima publicación, mostrará su peor rostro en los próximos meses.
Las figuras más destacadas de la izquierda, por su parte, no han hecho ninguna autocrítica sobre cómo el ciclo que comenzó en el 15M con el movimiento antiausteridad ha terminado de manera tan trágica. A lo sumo, se pelean por responsabilizar a otras facciones de los errores en la hipótesis populista. Ciertamente, su única preocupación es rebajar sus ambiciones políticas y completar el proceso institucional de integración en el Estado tras la derrota de Podemos. Tal y como están las cosas, la orientación ideológica de Sumar y sus estructuras democráticas son inhóspitas para cualquier tipo de militancia. Su estrategia es simplemente mantener al PP fuera del poder y apuntalar la hegemonía del PSOE, quien en cuatro años no se ha movido un ápice de las soluciones que pasan por la primacía del mercado. Si la izquierda española quiere rechazar el enfoque derrotista y forjar un nuevo proyecto electoral, debe encontrar vías políticas más allá del populismo de Iglesias y el tripartismo de Díaz. A día de hoy, esta parece una perspectiva difícil de imaginar. Pero podemos estar seguros de que si la política radical es erradicada del ámbito institucional, esta tendrá lugar fuera de él.
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“… si la política radical es erradicada del ámbito institucional, esta tendrá lugar fuera de él”. Cierto, pero ¿quiénes quedan para activar y representar las políticas radicales a parte de Podemos, Bildu, ERC y BNG? No machaquemos más a estas formaciones políticas, sobre todo a Podemos, porque, junto a los movimientos sociales, son la garantía de que se puedan hacer políticas radicales de izquierda.
España crece, tiene dinero, la gente de bien vive bien. Se acabó votar a Podemos, que es un partido que nace bajo el signo de la indignación por la falta de oportunidades. Una vez cumplida su misión, el partido de Podemos se desintegra bajo la presión del crecimiento capitalista bajo el turismo de masas, que implica una regulación del alquiler fuera de la Ley de Arrendamientos Urbanos, es decir: alquiler de barra libre contractual. Podemos ha sacado una Ley de Vivienda al menos, pero en opinión del autor de este artículo, no sirve de nada. Si Podemos, que ha impulsado las mejoras sociales en España, no ha recibido el respaldo de la ciudadanía, gran parte de la causa viene determinada por la alarma del gran capital y su control de los medios de información de masas. Han venido que íbamos a ser un país comunista. En un planeta gobernado por el neoliberalismo Yankee del Washington Consensus, toda medida socialdemócrata es tachada de comunista. Franco hacía lo mismo: igual a Azaña con Lenin. Dado que el Homo sapiens es un mamífero, tiene mucho de instinto territorial racista y xenófobo, egoísta y cortoplacista. Miremos el Cambio Climático. Nos estamos ya quemando vivos y Vox dice que es la barbacoa del vecino. En fin: lo de Podemos vino con el hambre. Habiendo comida, ya no lo quieren. Esto no es más que el cuento del flautista de Hamelín versión 2019–2023.