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El retorno viciado de la política industrial
El retorno de la política industrial es ineludible, catalizado por los impactos acumulativos de la covid-19 y de la guerra de Ucrania, así como por cuestiones estructurales de más largo plazo: la crisis ecológica, la productividad vacilante y la alarma ante la dependencia de los Estados occidentales del aparato productivo chino. En su conjunto, estos factores han ido minando la confianza de los gobiernos en la capacidad de la empresa privada para impulsar el desarrollo económico.
Por supuesto, el «Estado empresarial» nunca desapareció del todo, especialmente en Estados Unidos donde los fondos de la Defense Advanced Research Projects Agency y de los National Institutes of Health han sido cruciales para mantener la ventaja tecnológica del país, financiando la investigación y el desarrollo de productos durante las últimas décadas. Sin embargo, está claro que en estos momentos se está produciendo un cambio sustancial. Como señaló un grupo de economistas de la OCDE, «cada vez se cuestionan más las llamadas políticas horizontales, es decir, las intervenciones dirigidas a la totalidad de las empresas, que trazan las condiciones-marco empresariales relacionadas con la tributación y la normativa sobre los productos o con el mercado laboral».
Mientras tanto, «los argumentos a favor de que los gobiernos dirijan más activamente la estructura del sector empresarial están ganando un consenso mucho mayor». Cientos de millardos de financiación condicionada inundan ahora las empresas de los sectores militar, de alta tecnología y ecológico a ambos lados del Atlántico.
Este punto de inflexión forma parte de una reconfiguración macroinstitucional más amplia del capitalismo en la que una economía pospandémica sometidas a altas presiones ha tensado los mercados de trabajo, mientras continúa debilitándose la posición central ocupada por el sector financiero en la economía. Estos fenómenos son realmente complementarios: la financiación pública estimula la economía y puede impulsar la creación de empleo, mientras que la asignación administrativa del crédito sirve de prueba palmaria de que los mercados financieros son incapaces de atraer la inversión necesaria para hacer frente a los grandes retos coyunturales. A un nivel muy general, este giro neoindustrial debe acogerse con satisfacción, ya que implica que la deliberación política puede desempeñar un papel algo mayor en las decisiones de inversión. Sin embargo, desde un punto de vista más concreto, hay mucho de qué preocuparse. A estas alturas, podemos identificar al menos tres dimensiones problemáticas del actual relanzamiento de la política industrial.
En primer lugar, el alcance de este giro en sí mismo considerado. Aunque las sumas son significativas, no están a la altura de los retos civilizacionales a los que nos enfrentamos y se quedan muy cortas con respecto a la reestructuración completa de la economía, que exige el colapso climático, lo cual es especialmente cierto en Europa, aquejada de una vulnerabilidad estructural crónica debida a las medidas de austeridad autoinfligidas –actualmente rebautizadas como «trayectorias de ajuste fiscal»– y a la profundización de las divisiones existentes entre el centro y la periferia del continente. La geopolítica de la política industrial es especialmente delicada en el contexto del mercado único de la UE.
Las iniciativas tomadas se conciben como subvenciones para hacer más ecológicas instituciones y mercancías, en lugar de reorientar la economía de acuerdo con un criterio de sostenibilidad
Hayek era un firme partidario del federalismo precisamente porque sabía que una unión de este tipo crearía serios obstáculos a la intervención estatal. Llegar a un acuerdo a escala federal para apoyar a un sector concreto es excepcionalmente difícil, debido a los intereses nacionales divergentes, fruto a su vez de la especialización productiva y el desarrollo desigual. A escala nacional, por el contrario, la relajación de la normativa sobre la concesión de ayudas publicas a las empresas tiende a suscitar la resistencia de los Estados miembros más débiles, que temen que los países dotados de una mayor capacidad de maniobra fiscal –Alemania en particular– puedan mejorar su ventaja competitiva, agravando aún más la polarización productiva de la Unión.
Dado que todo el edificio europeo se construyó sobre la premisa de que la competencia es suficiente para garantizar la eficiencia económica, la capacidad técnico-administrativa para implementar la política industrial es prácticamente nula. Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, la austeridad ha tenido efectos igualmente perjudiciales sobre la capacidad del Estado. Preguntado sobre la viabilidad del programa de Biden, Brian Deese, exdirector del National Economic Council, se mostró cauteloso: «Gran parte de ello depende de la profesionalidad de la Administración pública a escala federal, estatal y local, que en gran medida se ha vaciado».
En segundo lugar, la esencia del neoindustrialismo es preocupante. Las decisiones que se están tomando actualmente sobre la dirección de la financiación conformarán la estructura productiva de las próximas décadas. En el frente ecológico, la cuestión principal es que las iniciativas tomadas se conciben casi exclusivamente como subvenciones para hacer más ecológicas las instituciones y las mercancías existentes, en lugar de reorientar la economía de acuerdo con un criterio de sostenibilidad. La industria automovilística es un ejemplo de ello. Idealmente, las políticas verdes desarrollarían soluciones de transporte multimodal con un papel limitado concedido a los vehículos eléctricos pequeños. Sin embargo, esto implicaría una drástica reducción del sector automovilístico, algo impensable para los fabricantes de automóviles con ánimo de lucro, que ejercen presión, por el contrario, para que se fabriquen lucrativos todoterrenos de alta gama totalmente eléctricos.
Para conciliar el aumento de la productividad con los imperativos medioambientales, la política industrial precisaría no sólo de los recursos necesarios para apoyar el cambio estructural, sino también de los medios para que los planificadores públicos disciplinen a los capitalistas. Las lecciones del desarrollismo posterior a la Segunda Guerra Mundial extraídas por Vivek Chibber en este artículo siguen siendo válidas: las empresas entienden la política industrial como «la socialización del riesgo, dejando intacta la apropiación privada del beneficio». Por lo tanto, se oponen firmemente a «medidas que otorguen a los planificadores cualquier poder real sobre sus decisiones de inversión».
Otra cuestión cualitativa es el aumento global del gasto militar. A falta de lo que Adam Tooze denomina «un nuevo orden de seguridad basado en la adaptación al ascenso histórico de China», hemos entrado en una Nueva Guerra Fría con el aterrador potencial de extenderse más allá del escenario ucraniano. Mientras que algunas empresas tienen mucho que perder de una confrontación con China, otras pueden salir beneficiadas. De la mano del complejo militar-industrial, las corporaciones de Silicon Valley están alimentando deliberadamente los temores sobre las capacidades chinas en el campo de la inteligencia artificial con la esperanza de asegurarse el apoyo público para sus actividades y el bloqueo del acceso a los mercados extranjeros aliados, lo cual ha creado una relación de reforzamiento mutuo entre el afán de lucro privado y el poder del Estado, al estilo imperialista tradicional.
El tercer problema tiene que ver con el equilibrio existentes entre las clases. En su libro de reciente publicación L'Etat droit dans le mur, Anne-Laure Delatte se interroga sobre las raíces económicas del declive de la legitimidad del Estado. Sostiene que tanto en Francia como en el resto del mundo, el aumento de los impuestos sobre los hogares –la mayoría de ellos regresivos– ha ido acompañado de un incremento del gasto público en beneficio de las empresas. Esto ha creado un Estado viciado, orientado en gran medida hacia el sector financiero, y una población en general cada vez más desconfiada de la formulación de políticas públicas. Hoy en día es fácil constatar cómo una política industrial ambiciosa podría agravar estos sesgos favorables a las empresas. Los gestores de activos están especialmente ansiosos por aprovechar las nuevas oportunidades rentistas, que surgen de la inversión en infraestructuras respaldada por el Estado. Sin aumentar los impuestos de sociedades y la tributación de las rentas del capital, ni hacer que las industrias pasen a ser propiedad pública directa, las subvenciones públicas implican una transferencia de recursos del trabajo y del sector público al capital, lo cual exacerba las desigualdades y los resentimientos.
La opción de Occidente por la política industrial está explícitamente motivada por los enormes logros productivos chinos. Sin embargo, no puede exagerarse la singularidad de China. Allí, el capital del Estado es dominante gracias a la propiedad pública de sectores estratégicos y básicos de la economía, «los puestos de mando», dicho en términos leninistas. Además de disfrutar de derechos de propiedad formales sobre activos clave, una forma Estado dotada de una específica de organización de clase permite al Partido Comunista de China (PCCh) ejercer cierto control sobre la trayectoria general de desarrollo del país. Su cultura de disciplina interna es crucial para asignar a los políticos identidades duales como amos del capital y servidores del Estado-partido, lo cual proporciona una base firme para la planificación pública, permitiendo que la acumulación privada coexista con las fuerzas que dan forma al mercado, como las políticas de crédito y de adquisiciones públicas. La red público-privada del PCCh también es muy adaptable, lo cual permite al gobierno implementar cambios políticos importantes con relativa rapidez. Tras la crisis financiera de 2008, las instrucciones políticas se transmitieron inmediatamente a los miembros del partido en previsión del enorme paquete de estímulo público que iba a ser implementado, lo cual propició una respuesta fiscal mucho más rápida y eficaz que en Estados Unidos o la UE.
China
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En las sociedades democráticas, por el contrario, la disciplina efectiva sobre las grandes empresas sólo puede provenir de la presión popular externa. Así pues, para los grupos de activistas y los partidos de izquierda, el giro neoindustrial es una buena noticia sólo en la medida en que propina un nuevo impulso a viejas preocupaciones: ¿Quién decide el destino del dinero? ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Cómo se utiliza sensatamente y se malgasta? Tal vez, al ayudarnos a formular estas preguntas, el neoindustrialismo acabe exponiendo la insuficiencia de sus propias respuestas.