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Sierra Leona
Mujeres presas en Freetown: una condena para siempre
Al franquear el gran portalón metálico que custodia el correccional central de mujeres de Freetown, en Sierra Leona, y pasar por una pequeña garita donde tres oficiales toman el nombre de los visitantes y los registran, se accede al patio exterior donde se ubican las principales dependencias de la prisión. A la izquierda, una guardería precede a dos barracones con 19 habitaciones, hogar de las 67 presidiarias que cumplen condena aquí, y a un pequeño edificio, con la pared desconchada y lleno de humedades, que hace las veces de enfermería. A la derecha, una oficina donde ahora duerme una guarda se yergue frente a un huerto y un escueto habitáculo que funciona como sala de informática. Por todas las dependencias resulta común el trajín de presas uniformadas de distintos colores; de verde, que son las menos, aquellas que todavía se encuentran a la espera de la celebración del juicio. De azul, las que aguardan la sentencia. De rojo, las más numerosas, las que tienen condena en firme.
El delito de Safi Kamara, de 23 años, es haber hurtado junto a su novio una bicicleta en su pueblo, una aldea situada en una zona rural y remota del país. Su condena por tal infracción: 20 años de prisión. Lleva uno; saldrá de la cárcel con 42 años
Safi Kamara, de 23 años, es de las que viste de rojo. Su delito: haber hurtado junto a su novio una bicicleta en su pueblo, una aldea situada en una zona rural y remota del país. Su condena por tal infracción: 20 años de prisión. Lleva uno; saldrá de la cárcel con 42 años. “Por culpa del robo, mi familia me ha repudiado. A mí no viene a verme nadie, ni siquiera ellos”, dice en Krio, la lengua más hablada en el país, una nación que no llega a los ocho millones de personas y donde la pobreza es algo endémico: según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, casi el 54% de los sierraleoneses debe vivir con menos de 1,5 dólares al día. “Aquí, dentro de la prisión, al menos dispongo de un buen colchón y algunas medicinas para cuando enferme. Pero yo no tengo nada”, sentencia Safi.
Fatumata, una joven con vestido azul que dice tener 19 años, aunque aparenta alguno menos, escucha a su compañera y pide hablar cuando cree que ha terminado de contar su historia. “Yo estoy esperando a que nazca mi hijo. Llevo aquí dos meses y me han puesto una fianza de 500.000 leones (algo más de cuarenta euros), pero no puedo pagarlos. Me acusan de no devolver un microcrédito que pidió mi jefa y de robarle azúcar, cocos y leche. Pero yo no hice nada”, dice.
— ¿Cómo crees que va a ir el juicio?
— Pues no creo que pueda ir bien. A mí nadie me va a ayudar. Creo que dependerá de que tenga suerte con el magistrado.
— ¿Y crees que la vas a tener?
— No lo sé. Solo Dios lo sabe. Ahora estoy en manos de Dios.
Mujer y presa, un difícil futuro
“Para las presas, la situación se vuelve realmente complicada. ¿Qué futuro puede esperar a una mujer que tiene que estar aquí encerrada durante años y, cuando sale libre, no sabe hacer nada? Pues malo. Muy malo”, valora Aminata, oficial de la policía y jefa de la Unidad de Género y Oportunidades de los servicios penitenciarios de Sierra Leona, sentada en un modesto despacho situado en las oficinas de la prisión. Y añade: “Entre los reclusos del país, las mujeres son las más vulnerables. Cuando regresan a la sociedad se enfrentan a la misma vida dura, a una alta tasa de desempleo, sin entrenamiento formal de ningún tipo que pueda proporcionarles un trabajo lucrativo. Así es muy difícil que se mantengan alejadas de los crímenes que las llevaron a su encarcelación y del acoso de los hombres malvados. Es un círculo vicioso que continúa sin cesar para ellas”.
No le faltan argumentos a Aminata que sustenten sus quejas y sus preocupaciones. Sólo un ejemplo: el país tiene una brecha de género del 66,8% (índice que analiza la división de los recursos y las oportunidades entre hombres y mujeres en más de 150 países midiendo la participación en la economía, en el mundo laboral cualificado o en el acceso a la educación), uno de los más altos del mundo. Las mujeres ganan menos dinero, van menos tiempo al colegio y, cuando consiguen trabajo, deben conformarse con puestos mucho peor remunerados. Por eso a Aminata le preocupa que las presas, con su encarcelación, firmen también una condena a un ostracismo eterno. Por eso, dice, cree necesaria la puesta en marcha de programas que permitan que las presas aprendan diferentes oficios mientras permaneces encarceladas. El gobierno no se preocupa por ellas.
Sierra Leona
Sierra Leona, 15 años después
A Messpa Samura, una muchacha de 22 años, la condenaron hacen unos meses a 25 años de prisión por intento de asesinato. Ella lo recuerda así: “Cuando me casé, yo no sabía que mi marido tenía otra mujer. Un día, ella apareció muy enferma y a mí me acusaron de querer envenenarla. Pero yo no lo hice. Yo ni hice nada”. Si Messpa cumpliera su condena íntegra y saliera de la cárcel con 47 años, tendría, con suerte, unos seis o siete años más de vida. No en vano, la esperanza de vida de Sierra Leona es la cuarta más baja de todo el mundo. Para los hombres, esta cifra se estanca en los 53 años. Para ellas, el número se eleva hasta unos pírricos 55 años. En España, por ejemplo, este mismo guarismo se sitúa en algo más de 86 años en el caso femenino. O, lo que es lo mismo, una persona nacida en el estado español vive tres décadas más que alguien que lo haga en esta nación situada en el golfo de Guinea.
Víctimas colaterales
Kadiatu Torawally, 26 años, pelo rizado y figura extremadamente delgada, es de las pocas presas que sabe hablar inglés. Lo aprendió en la escuela. Como otras presidiarias, se encuentra en la cárcel a la espera de que se celebre su juicio. Entonces, un juez deberá decidir si es cierto que robó productos por valor de ocho millones y medio de leones (algo menos de 700 euros) en la peluquería donde trabajaba. Pueden caerle más de 20 años de condena. Pero a Kadiatu le preocupa, sobre todo, su hijo David, un pequeño de un año y seis meses que permanece recluido junto a ella en prisión ajeno al proceso judicial que encara su madre. Hoy, David se entretiene junto a otros niños, todos hijos de las reclusas, en la guardería del presidio, una especie de sala de juegos que presenta un aspecto lamentable; la humedad se está comiendo el techo y las paredes y el suelo muestra agujeros de una profundidad de medio metro donde cabe algún chaval como David. “Si me condenan a un tiempo largo, me tendré que separar de él. Sólo puede permanecer aquí conmigo hasta que cumpla tres años”, afirma mientras coge en brazos al chiquillo. Y prosigue: “Después se tendrá que ir con algún familiar fuera para poder ir a la escuela. Y yo no tengo a nadie”.
— ¿Cómo se vive aquí dentro? ¿Os encontráis bien?
— Bueno, estamos bien. Aquí no nos tratan mal.
— ¿Qué echas en falta?— Muchas cosas. Por ejemplo, compresas. No tenemos compresas; casi siempre nos tenemos que apañar con unos trozos de tela. Necesitamos también chanclas y ropa. Y yo, productos para mi bebé. Pañales, comida, medicinas… Es muy pequeño y requiere muchos cuidados.
Si Messpa cumpliera su condena íntegra y saliera de la cárcel con 47 años, tendría, con suerte, unos seis o siete años más de vida. La esperanza de vida de Sierra Leona —55 años para las mujeres— es la cuarta más baja de todo el mundo.
Necesidades como las que comenta Kadiatu y saltan a la vista en la guardería donde juega David también se hacen patentes en el resto del correccional. Las mujeres afirman que el generador da problemas, que se quedan sin electricidad a menudo. Que en la enfermería suelen faltar medicinas. Que la comida no siempre está buena ni es abundante. Que faltan productos de higiene personal y que sus necesidades más básicas no siempre están cubiertas. La ONG salesiana Don Bosco Fambul, que desarrolla programas dentro de la cárcel, ayuda con diferentes acciones, como en el llevar médicos o dentistas (algo muy aplaudido por parte de las reclusas; un dolor de muelas puede suponer meses de martirio) pero no puede suplir todas las necesidades del día a día.
Al menos, Kadiatu puede pasar las noches con su bebé en las habitaciones de la cárcel. Diecinueve habitáculos con cuatro o cinco camas con sus respectivas mosquiteras cada uno, una ducha y una pequeña cocina. Huele a jabón y a ropa limpia. Las diferencias con el presidio para hombres, la temida Pademba, situada a solo unas cuantas calles de distancia, son abismales. Allí, 1.700 hombres permanecen hacinados en un lugar con capacidad para apenas 300 personas y las violaciones de los derechos humanos son constantes y lacerantes. Pademba resulta difícil, pero a la salida queda la esperanza de labrarse un futuro o vivir un presente con algo de dignidad en un país construido por y para los hombres. A menudo, la vida en la prisión de mujeres es más sencilla, pero cuando las condenas finalizan suele llegar el olvido, la desesperanza y un desarraigo infinito.