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Educación
Ciencias sin números
ué sería de las sociedades sin historiadoras y arqueólogas que desentierren el pasado, sin músicas que pongan banda sonora al tiempo, sin ilustradoras que hablen sin palabras, o sin filósofas que se cuestionen lo que damos por definitivo.
Me vienen a la mente los ojos disgustados en la cara de un padre al oír que, en lugar de una ingeniería u otra carrera de verdad, su hija quiere estudiar filosofía, magisterio o bellas artes. Esta situación imaginada (al menos para mí) responde al intento de cerrar la “herida materialista” de generaciones pasadas que han sido educadas en el valor por lo tangible. Puede haber mil y un motivos que expliquen la decepción de ese padre, pero en el fondo reside la búsqueda por el pragmatismo y la idea de que aquello que se puede comprar son trofeos que representan el éxito y, por extensión, la felicidad. Y qué padre no quiere que su hija sea feliz.
Esta preocupación se imprime en la sociedad y nos enseña desde niñas lo admirable de ser cirujana, arquitecta o empresaria. No seré yo quien lo discuta, solamente quien recuerde una vez más el papel esencial de las ciencias sin números. Qué sería de las sociedades sin historiadoras y arqueólogas que desentierren el pasado, sin músicas que pongan banda sonora al tiempo, sin ilustradoras que hablen sin palabras, o sin filósofas que se cuestionen lo que damos por definitivo.
Pues bien, la importancia de dichas disciplinas no es una verdad evidente, ya que constantemente se devalúa y se maltrata el saber que no incluye fórmulas imposibles o teoremas con nombre de señor. No hay cena de amigas, reunión familiar o incluso conversación esporádica en el autobús en la que no se solucione el panorama político del país, se resuelvan las incongruencias del sistema capitalista y de regalo se ofrezca una dosis de superioridad moral facilona.
Tal vez sea la atención mediática que algunas ciencias sociales reciben o el uso interesado que de ellas hace la clase política lo que genera una ilusión de cercanía y conocimiento. Pocas veces surge cuestionarse en un contexto de cotidianidad la estructura de un edificio, las leyes de la física o los nuevos avances en tecnología biomédica. La razón es obvia: son pocas las personas que se sienten preparadas para hacerlo. Sin embargo, parece que hay algo en la ausencia de los números que otorga a quien habla la legitimidad y el entendimiento necesarios para crear y defender una opinión.
Sería impensable negar la existencia de una construcción monumental de una civilización pasada allí donde hoy solo quedan ruinas, pero esa responsabilidad intelectual no parece presente en quienes narran una versión modificada de la historia para su beneficio, repiten lo que la personalidad influyente del momento clama, o tiran por tierra las innumerables hipótesis y estudios a los que especialistas han dedicado tiempo y esfuerzo.
En el campo de las ciencias sociales, da la sensación de que cuanto menos se sabe de un tema, más tajantes son las afirmaciones respecto a él y más difícil resulta contrarrestar dicha atrevida ignorancia con argumentos lógicos. La misma atmósfera de mofa que se genera cuando una persona ajena a un determinado campo intenta obtener beneficio a su costa con una palpable torpeza debería generarse también cuando se falta al rigor que las artes, humanidades y ciencias sociales han luchado y luchan tanto por defender.
El tratamiento para la osadía empieza por la autocrítica y pasa por cambiar los puntos finales por signos interrogativos, es la mejor manera de demostrar que nunca es tarde para aprender y de hacer honor a la idea de que es mejor quedarse callada y parecer tonta, que abrir la boca y confirmarlo.