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No recuerdo el día ni el verano que pasó porque más que un único recuerdo fue un número incalculable de tardes, repetidas durante años, iguales una detrás de otra, que ahora quedan en la memoria como una única pieza edulcorada. Entonces el tiempo pasaba muy lento y las horas de la siesta se hacían eternas entre el ruido de taladros y martillazos que venían de la calle. Yo todavía disfrutaba del sentido de la infinitud que te regala la infancia. Mi hermana era mayor como para salir con sus amigas y mi hermano y yo solo salíamos acompañados de la mano de mi madre, aunque a mí ya me daba vergüenza que lo hiciera al venir a recogerme al colegio. En esas fechas había pasado el peligro: era agosto, el barrio se vaciaba y nosotros siempre nos quedábamos en Madrid.
Al poco de empezar a caer el sol, salíamos a comprar al mercado que estaba más cerca de nuestra casa. El carro más alto que nosotros, las zapatillas de velcro y las carreras hasta el cruce o el semáforo. Rogelio, que decía conocernos desde el carrito y que llevaba desde que nació, o así yo lo entendía, detrás del mostrador de la pescadería, nos dejaba jugar con los cangrejos. Mi madre, encantada porque estábamos entretenidos y, sobre todo, quietos; no haciendo carreras de la charcutería a la pollería, de la pollería a la charcutería. Aún hacía calor, pero antes de llegar a casa había que pasar a por unas medias a la mercería y a por un arreglo a la zapatería.
De vuelta, los altos edificios de nuestra calle estaban cubiertos de lonas color gris y verde. Detrás, todo un laberinto de andamios y obreros con casco trabajando, unos haciendo mucho ruido y levantando mucho polvo y otros untando la paleta de cemento fresco. Eran las obras de nunca acabar. Camino al pueblo ese verano, con las ventanas abiertas por el tabaco —“ya vale, que estamos a punto de llegar…”— sonaba en la radio todo el rato Bisbal, Shakira o Paulina Rubio; Grecia había ganado, o ganaría al año siguiente, la Eurocopa de 2004.
A los pocos años, el camino que hacíamos todos los veranos antes del 2008 dejó de existir
Luego todo se aceleró, a hacerse más rápido e inasible. El tiempo lo precipitó de alguna manera. Literalmente. La roja ganaría la Eurocopa a finales de junio, pero el desastre empezó meses antes y duraría mucho tiempo —realmente, nunca se cerraría del todo—. Explotó la burbuja inmobiliaria y salimos pronto de aquella pompa de la inocencia. Crisis. Crisis. La maldita palabra copaba telediarios y conversaciones en todas partes, acompañada de otros tantos sinónimos y eufemismos: reformas (peores trabajos), desregulación (privatizaciones), ajuste presupuestario (recortes), baja (a la calle), ERE (todos a la calle). La mayoría de las obras del barrio se paralizaron pero algunos de los andamios parecían quedarse allí, para siempre —como el poso que deja un montón de antiguos bártulos en un campo abandonado—.
Era lo suficientemente mayor como para entender ciertas cosas, como para que doliesen, y demasiado pequeño para poder explicárselas a mi hermano. “La tía no sabe qué va a pasar con ella en la cocina de la guardería”. “Invitamos nosotros a los tíos, que ahora están muy apurados y no llegan”. “El primo se ha quedado en el paro”. “El (otro) primo se ha ido a Holanda porque aquí nada”. “Ha quebrado la empresa del (otro) tío y no sabe qué hacer”. Trozos sueltos de conversaciones que rememoran esa época, que coincidía con las primeras salidas a la calle con tus amigos, las primeras patadas y heridas en las pistas de fútbol, el primer beso que no sabe darse. Y el mundo que vivías en casa empezaba a reproducirse en el exterior.
A los pocos años, el camino que hacíamos todos los veranos antes del 2008 dejó de existir. No parecíamos reparar en ello hasta entonces, como el silencio que se impone después de un ligero ruido constante. El mercado, y todos sus comercios, cerraron. Rogelio echó el cierre y se jubiló antes de lo que quería. El local de la zapatería de toda la vida se derruyó, convirtiéndose en un solar. Años después, y todavía hoy, ocupó su sitio un bloque de nuevos pisos altísimos, una urbanización de fachada blanca y modernísima que desentona a más no poder con las antiguas casas bajas y los balconcitos de la calle Cáceres.
La juventud, según todos los informes económicos, ha sido el colectivo más golpeado durante la crisis. La precariedad pasa de ser considerada una disfuncionalidad a una normalidad sistémica y normalizada
Ahora todo empieza a repetirse de forma distinta y peligrosamente parecida. El mismo vértigo. Mi generación, la de las niñas y niños de la burbuja inmobiliaria —tan socorrida para lanzar reproches de los traumas propios de otras generaciones—, no tiene conciencia de ver noticias sin malos augurios en los teletipos. Los únicos episodios históricos que ha experimentado, los ha sufrido. Una recesión económica mundial. Una pandemia. Y a la sensación de ser, estar en crisis, se suman cosas como la impotencia reflexiva (“la consciencia de que las cosas andan mal, […] pero no se puede hacer nada al respecto”) o la hedonia depresiva (“la incapacidad para hacer cualquier cosa que no sea buscar placer”) en un mundo en el que existe la “certitud de que el futuro nos ha sido prohibido y el pasado se repite una y otra vez bajo la forma de la nostalgia y la retromanía”. Es el realismo capitalista de Mark Fisher, el día del fin del mundo y el de la marmota al mismo tiempo: “la sensación de un presente continuo sin comienzo ni fin” e intuir el colapso, sufrirlo en nuestros cuerpos.
La juventud, según todos los informes económicos, ha sido el colectivo más golpeado durante la crisis. La precariedad pasa de ser considerada una disfuncionalidad a una normalidad sistémica y normalizada: no existe un estado vital reconocible (y, peor aún, imaginable) ajeno a ella. Si no tienes curro, estás jodida; pero si lo tienes, también. A la ansiedad de no trabajar, se suma la ansiedad por dejar de hacer vida al trabajar o por no conseguir las suficientes horas de trabajo (siempre insuficientes o demasiadas) para poder hacer vida. Se impone entonces un lenguaje empresarial que contamina la realidad: una austeridad de los afectos fuera del trabajo, un dejar de verse por no tener tiempo (que se vuelve más limitado y estrecho, concéntrico en pocas personas y actividades).
En España, el 75% de los trastornos mentales se desarrollan antes de los 18, y el suicidio es la segunda causa de mortalidad entre las personas que lo sufren
Por otro lado, el deseo de maximización del tiempo conduce a una hiperactividad social cada vez mayor en donde nos cuesta dormir después de tantos inputs. Aparece el ahorrar para ir a terapia (no como mecanismo de estabilización de nuestra salud, sino para suavizar el ciclo emocional y maximizar nuestros rendimientos laborales) y el consumo de psicofármacos como inyección química para estimular nuestro equilibrio mental: el Lorazepam, el Valium, el Orfidal, el Trankimazin y luego el Prozac.
La temporalidad laboral produce así una fragilidad emocional que, junto a la ruptura de vínculos sociales cada vez más insatisfactorios (y más deseados al mismo tiempo), hace mella en la salud física y mental. Según la OMS, el suicidio es la tercera causa de muerte a nivel mundial entre los jóvenes y la depresión es la cuarta causa de enfermedad y discapacidad entre jóvenes de 15 y 19 años. En España, el 75% de los trastornos mentales se desarrollan antes de los 18, y el suicidio es la segunda causa de mortalidad entre las personas que lo sufren. Todo depende de su temprana detección y los medios de su entorno en la adolescencia; algunos expertos inciden en que el grado de competitividad y el nivel de exigencia en la educación es un factor clave para que surjan estos trastornos.
Con respecto a la depresión, el 80% de los casos se gesta en la adolescencia. En España, 2 millones de jóvenes de 15 a 29 años (casi uno de cada tres) ha sufrido algún tipo de trastorno mental. Y, además, según un estudio del Instituto de la Juventud (Injuve) publicado en 2009, “los datos epidemiológicos indican que es en la adolescencia cuando las mujeres comienzan a predominar en las tasas de depresión, en la misma proporción que se producirá después en la vida adulta: se deprimen 2 chicas adolescentes por cada chico”. Es decir, cada número de depresión en hombres se duplica en el caso de las mujeres. Datos que se disparan en las personas trans.
Fisher, que acabó suicidándose a los 48 años, incidía mucho en criticar la idea del “voluntarismo mágico” como forma de despolitizar la salud mental y privatizar el estrés dentro del neoliberalismo: “Puedes cambiar el mundo, porque el mundo es cosa tuya en última instancia, para que ya no te provoque estrés”. Hoy, una de las tareas más urgentemente necesarias pasa por justo lo contrario: politizar el dolor, construir un espacio de afectos compartidos y hacerlo público en todas sus esferas para que, por fin, la impotencia reflexiva se convierta en la voluntad colectiva por un nuevo futuro. Desde ahí está escrito todo esto.
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Qué bonito... Me he visto muy reflejada, generación de los 90s. Gracias por escribir esto y compartirlo, es precioso. Ojalá poner el cuerpo y la mente, con nuestras emociones, en lo colectivo, y no tanto en el trabajo, nos permita construir un futuro un poco menos doloroso que nuestro presente.
Desde lo personal explicando lo generacional. Gracias por el texto.