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Capitalismo
Narciso y yo
Las cooperativas de consumo, los centros sociales, los espacios públicos, las mesas redondas... son lugares en los que podemos darnos cuenta de que somos seres sociales
Narciso habita en mí en tanto que yo moldeo y fabrico a mi propio Narciso. Nuestro espejo veneciano intrínseco que alimentamos a medida que crece nuestro ego exuberante. Narciso podríamos decir que hasta cierto punto me define; no habla de mí, sino que habla por mi.
El capitalismo feroz premió la autenticidad y la diferencia en sus distintas modalidades. El empresario emprendedor y único consiguió su estatus marcando una diferencia que distanciaba a los monótonos obreros. Él sobresalió centrándose en sus aptitudes competitivas y de notables, impropias en carácter colectivo. Él, como único, destacable y, por ello, superior. O al menos así nos lo habían contado hasta ahora. Dentro del sistema en que hemos sido forjados los habitantes del siglo XXI se ha generado una amplia distancia entre la autenticidad y la semejanza. La teoría evolucionista de Darwin del “sobrevivirá el más fuerte” está hoy más vigente que nunca. Sobrevivirá quien sepa adaptarse mejor al mercado y consiga acabar con sus competidores. Si bien, dentro del capitalismo resulta curioso destacar a un solo individuo debido a que es el propio sistema el que crea iguales; piezas de un engranaje miméticamente calculado que conforma nuestras vidas en base a unos parámetros ya marcados. Pongamos por ejemplo una fábrica de obreros estándar. El patrón es quien supuestamente está por encima de sus trabajadores debido a que ha demostrado poseer unas mejores características para el liderazgo: más valiente, más arriesgado, más luchador, etcétera. Él es el válido para gobernar. Es, en resumen, el diferente ante los iguales. Y, como consecuencia, todos deberíamos querer ser como él.
El mayor logro del capitalismo es hacer creer a los obreros que ellos también llegarán a ser “la diferencia”, que podrán tener un sofá de diseño en una casa digna, lejos del extrarradio de las ciudades. Y que, si trabajan fuerte, si realmente se esfuerzan, si se autoexplotan, algún día podrán ser como ellos. Pero no pongamos la culpa en los asalariados obreros, a quienes vendieron unos sueños hechos de humo. Ellos son víctimas de un engaño que nos acompaña durante toda nuestra vida. La publicidad y el marketing perpetúa esta idea de manera continua: si quieres ser la envidia de tus compañeros de trabajo, “tendrás que comprarte ese coche”. Este es el punto en el que tenemos que hablar de Narciso.
El Narciso contemporáneo no se crea a sí mismo en cuanto un “yo”, sino en relación con aquello material que posee. Puede que, durante la Ilustración, Narciso destacara especialmente en aquellos burgueses que miraban por encima del hombro a la clase baja analfabeta. En ese momento, Narciso habitaba en ellos con forma de una soberbia intelectualidad que consideraban inigualable. Sin embargo, en la sociedad contemporánea, en la que existe un mayor acceso a la educación, los conocimientos no son valorados de la misma manera. A Narciso ya no le interesa hacernos listos, sino hacernos ricos. No destacará tanto lo que eres sino lo que tienes, y aquello que albergues será lo que te defina. Nosotros somos nuestra propia empresa y debemos auto-promocionarnos constantemente. Somos producto, productor y vendedor. Nuestros cuerpos y saberes han pasado a construirse dentro de unos parámetros de competitividad en el sangriento mercado de nuestra sociedad. El capitalismo jugó a sacarle las cosquillas a Narciso en las partidas de la vida, en las que nos ofrecían un catálogo gigante de mercancías innecesarias a nuestra disposición para formar nuestra propia personalidad.
Según nuestro consumo irían catalogándonos dentro de unos criterios sociales puramente marcados. Compramos para ser diferentes sin saber que el producto nos esta comprando a nosotros y nos está haciendo iguales. Por mucho que la gente más joven intente desvincularse de los roles sociales a los que está sometido, nunca podrá huir del todo de ellos, seguirá consumiendo lo que el mercado nos ofrezca. Con los anuncios y publicidad subliminal nos incitan a seguir la línea que tienen programada: la ropa de diseño, los viajes a Vietnam... y, por encima de todo, Netflix. Plataformas como Netflix o HBO son el mejor ejemplo para entender esa falsa libertad de consumo que nos hacen creer: encontramos a nuestra disposición un amplio número de películas y series aptas para nuestro disfrute. ¡Nunca fuimos tan libres!, no tenemos que ceñirnos al mensaje directo que ofrecen los cuatro canales amañados de nuestra televisión. Sin embargo, de nuevo, Netflix nos compra a nosotros, nos bombardea con anuncios en todas las redes sociales sobre las nuevas series, e inconscientemente optaremos por ello. Los portales de ocio no nos hacen sino más esclavos de unas categorías perfectamente estudiadas. Habitamos en la caverna platónica, donde acaban de instalar fibra óptica.
El narcisismo, por encima de todo, nos individualiza, crea una distancia entre nosotros, nos invita a la desconfianza y al egoísmo. Si somos capaces de mirar con claridad, de salir de la caverna de Platón, nos daremos cuenta de que el verdadero poder ciudadano se encuentra en la cooperación. Las cooperativas de consumo, los centros sociales, los espacios públicos, las mesas redondas... son lugares en los que podemos darnos cuenta de que somos seres sociales. Generalmente creamos numerosas relaciones insanas porque permitimos que, ante el colectivismo, se adelante el narcisismo. Lo que poseemos inevitablemente va a hacernos iguales, mientras que lo que somos individualmente, aplicado en colectivo, siempre suma.