Opinión
Sálvame o el teatro de la crueldad laboral
Sálvame no ha dudado en ningún momento en convertir las relaciones laborales en parte del propio espectáculo.

“Me da igual que se haya filtrado, gracias a Dios que se ha filtrado y me entero porque no me lo habéis dicho a la cara. 'Oye, Lydia, ponte las pilas, oye Lydia no haces nada, oye Lydia no vales, Lydia eres una mierda'. Y que los directores no me lo hayan dicho... ¡hombre, por favor! ¡Qué menos! Es lo mínimo de tantas Navidades, fines de año, cumpleaños... Después de todo lo que hemos vivido, que se me lleve a un despacho y que me lo digan”.
La que habla con la voz cortada por la desesperación es Lydia Lozano, uno de los buques insignia del periodismo de cotilleo, de hecho, una de las creadoras de esa forma moderna de hacer televisión ya que estuvo trabajando en el original Tómbola entre 1997 y 2004, pasando después a reinar en Mediaset. A su lado, impertérrita y con los tacones quitados como si fuera a hacer un viaje al más allá donde esas cosas terrenales no se necesitaran, Terelu.
Lydia llora desgarrada y expone que las intervenciones de los últimos meses han sido erráticas y nada claras, algo que era evidente en esa lucha salvaje por la atención que es Sálvame
Las dos colaboradoras, como castigadas, situadas frente a una gran pantalla en la que se podía leer un titular que explicaba que había habido conversaciones para prescindir de ambas en el programa. Ante esa filtración de información, Terelu saca su raza y sus privilegios sociales diciendo que no va a hacer declaraciones. Mientras tanto, Lydia llora desgarrada y expone que las intervenciones de los últimos meses han sido erráticas y nada claras, algo que era especialmente evidente en esa lucha salvaje por la atención que es Sálvame.
El resto de compañeros les preguntan por su productividad, por cómo podían mejorarla y por su satisfacción por el modo en el que han trabajado. También, comprensivos, les interrogan por el modo en el que ven sus vidas tras el despido. ¿Qué harán las tardes entre semana?
Sálvame es, como programa de televisión, un ejemplo perfecto de eso que en la teoría de la televisión se conoce como post-televisión o hiper-televisión. Una idea que proviene de Umberto Eco y que dice, básicamente, que la tele de nuestra niñez, la de los años 70 y 80, la llamada “paleotelevisión” era una ventana al mundo donde los mecanismos de la televisión como las cámaras o los micrófonos no se podían ver.
Con la llegada de las televisiones privadas, con la neotelevisión, el medio televisivo pasa a ser también parte del espectáculo y vemos a cámaras y regidores diciendo que se aplauda o se aúlle. Con esa aceleración del lenguaje televisivo de los últimos años que caracteriza a la post-televisión, ese aspecto se lleva a su máxima expresión y, reconozcámoslo, nadie acelera la tele mejor que Sálvame.
Sálvame es un programa de televisión sobre un programa de televisión que se llama Sálvame. Vemos a sus directores, la mayoría hombres, dando órdenes y midiendo el ritmo. Vemos también a los y las colaboradoras, la mayoría mujeres, entrando y saliendo, enfadándose y riendo convertidas ellas mismas en estrellas y vemos a Jorge Javier, el presentador, dominando la pista.
En ese destripar el propio medio televisivo que es Sálvame, y conscientes que no solo los famosos son merecedores de atención sino que los periodistas o comentadores sociales son también estrellas, el programa no ha dudado en ningún momento en convertir las relaciones laborales en parte del propio espectáculo.
Hace unos años se despidió a otra de las colaboradoras clásicas, Karmele Marchante, en una votación del público muy a lo Juegos del Hambre y la semana pasada veíamos a Dulce, la niñera de la hija de Isabel Pantoja firmando su participación en el programa en directo mientras Jorge Javier bromeaba: “Léete bien la letra pequeña que es donde te la meten”.
En ese reality show en directo en el que se ha convertido Sálvame, donde una parte importante del espectáculo se basa en las relaciones que mantienen los colaboradores entre ellos y con la estructura jerárquica del medio, y donde cobran importancia los primeros planos y la música para subrayar los conflictos, el programa tiene una inesperada deuda con Donald Trump.
La crítica televisiva del New Yorker, Emily Nussbaum, escribía este verano un artículo sobre la televisión que había permitido la elección de Donald Trump y en él señalaba el show de la NBC The Apprentice (2005-2015) como una de las principales herramientas que facilitó su candidatura ya que lo presentó como un mega-magnate eficaz y capaz, pero también paternal, que dirimía quién era el mejor de los candidatos para conseguir un puesto de trabajo en una de sus empresas.
La tele privada transmite la verdadera cara de la meritocracia capitalista basada en el esfuerzo sin fin, la puñalada trapera y el espectáculo del trabajo
El programa que, según Nussbaum, tenía lo mejor de los realities de la época, es decir, era un concurso, un documental y una telenovela con toques de humor, le hizo acuñar una de sus frases características “You’re fired!”, “¡Estás despedido!”. Tras decirla, el perdedor tomaba uno de los ascensores al inframundo laboral.
Naomi Klein, quien habló del programa en su libro No Is Not Enough: Defeating the New Shock Politics, exponía que el show, considerado como la mejor expresión de la revolución del mercado libre de principios del milenio, con su alabanza de la avaricia, el individualismo y la zancadilla laboral situaba por primera vez la competición por la supervivencia dentro del mercado capitalista (no en una jungla como Supervivientes) y convertía el acto de despedir en un entretenimiento masivo.
Para Klein, el programa de Trump evitaba conscientemente el mensaje de décadas anteriores de que el capitalismo iba a crear el mejor de los mundos, para sustituirlo por la idea de que “este sistema genera unos pocos ganadores y hordas de perdedores, así que asegúrate de estar en el equipo ganador”. Junto a ello, Klein exponía que Donald Trump como legislador iba a afrontar la crisis de desempleo como espectáculo, subrayando que se habían creado unos pocos puestos de trabajo –que se hubieran creado de todos modos– y convirtiendo esas historias en paradigmáticas.
Aunque el caso de Sálvame tiene significativas diferencias con The Apprentice en, por ejemplo, la despersonalización del poder –en Sálvame a la dirección del programa le llaman con un misterioso “La cúpula”–, su finalidad es la misma: inculcar una ética laboral despiadada en la era de la desintegración del mercado de trabajo que es una de las características del capitalismo tardío.
Si el segundo canal de la televisión pública tiene esos programas asistenciales ñoños de mañana como Aquí hay trabajo, donde se anuncian sin esperanza puestos de fresador en Albacete, la privada transmite la verdadera cara de la meritocracia capitalista basada en el esfuerzo sin fin, la puñalada trapera y el espectáculo del trabajo.
Un espectáculo cruel determinado por su escasez donde nuestro trabajo debe ser visible, aplaudido y donde debemos promocionarnos eternamente –por favor, compartan este artículo, estoy en paro–, no debiendo desaprovechar ninguna ocasión. Del mismo modo que una de las protagonistas del programas de citas de la Cuatro, First Dates, quien, en vez de hablar de las cualidades del hombre que buscaba, pasó a glosar su currículo en comunicación que constaba de ¡¡tres másteres!!!.
Mientras Sálvame se cerraba con un plano de las dos afectadas sentadas a la mesa con los directores del programa como diciendo que el capitalismo tiene de vez en cuando que dar la cara, que ahoga pero no aprieta, que quizás todo era una broma, la moraleja quedaba clara: no existe alternativa, o aceptamos nuestras penurias laborales convertidas en espectáculo o debemos situarnos descalzas delante de un titular filtrado donde ponga “la empresa va a prescindir de ti”.
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