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El discurso ecologista está empezando a hacer mella entre la población —pese a que apenas se tocó en la pasada campaña de las elecciones generales— gracias, en parte, a los movimientos liderados desde el sector juvenil en todo el mundo, que han encontrado en una chica sueca de 16 años un altavoz con el que decir alto que tenemos que solucionar la crisis climática entre todos, con el objetivo básico de tener un futuro al que seguir mirando. También por una ola verde que viene de Europa y que ha llegado para transformar los paradigmas políticos y aportar el factor climático al modelo de desarrollo y la agenda de los partidos.
Uno de los principales escenarios de pensamiento y crítica de esta nueva corriente ecologista se encuentra en el rediseño de las ciudades. Las urbes, y en especial las llamadas a ser ciudades globales, concentran paulatinamente un mayor número de personas que se sienten atraídas por el dinamismo, el desarrollo y las posibilidades que las caracterizan. En 2007, en el mundo había más población urbana que rural, y para mitad de siglo se espera que siete de cada diez humanos vivamos en ciudades. Eso lleva a varias conclusiones rápidas: la densidad de población de dichas urbes va a crecer aún más, y es en ellas donde se debe hacer un esfuerzo mayúsculo para que nuestra huella sea lo más sostenible posible.
El debate de las ciudades no se abre realmente de forma completa hasta ya entrados en el siglo XXI. Era un debate, en principio, sobre cómo reducir la huella de carbono, sobre la implantación de energías renovables, sobre sumarse localmente a ese Green New Deal que ansía despertar desde las asociaciones ecologistas y ciudadanía comprometida. La premisa era básicamente hacer nuestro entorno más verde y con aire más limpio. De ahí se suceden cambios en el modelo energético y, sobre todo, en movilidad urbana (impulso institucional al coche eléctrico o a la implantación de placas fotovoltaicas en las azoteas, por ejemplo).
Accesibilidad universal
Pero hacía falta introducir un elemento más en la ecuación: el factor de accesibilidad universal ligado a la idea trascendente del movimiento feminista. Las ciudades no solo se entendían como islas contaminantes, sino como lugares pensados urbanísticamente para favorecer el tráfico y aupar un modelo de desarrollo basado en la movilidad casa-trabajo-casa. Pareciera que no hubiese más realidad que la del trabajador (hombre, mayoritariamente) que sale pronto de casa para acudir a su puesto de trabajo y regresar casi a la hora de cenar. Al menos así es como estaba pensado el uso de espacios públicos a lo largo de la red urbana.
Pese a lo cual, esta realidad ha sido al fin llamada a cambiar, y en ello no podemos obviar el papel que han jugado los recientes equipos de gobierno de ayuntamientos como Madrid, Barcelona, Pontevedra o Vitoria en la transformación del espacio urbano pensando en colectivos vulnerables, minoritarios o marginados en las lógicas propias del siglo pasado; es decir, haciendo urbanismo con perspectiva feminista.
La facilidad de las comunicaciones permite, a su vez, que estas ciudades compartan directamente experiencias con urbes de todo el mundo y se organicen entre ellas elaborando una táctica global común. Gracias a esas comunicaciones, Carmena y Bill de Blasio pueden ‘tomarse un café virtual’ y pensar en cómo extrapolar proyectos como la peatonalización de Times Square o la ejecución de Madrid Central.
La ciudadanía, además, tiene que ser protagonista activa de este cambio. Las urbes tienen que transformarse desde abajo, desde las necesidades directamente expresadas por vecinos y vecinas, que son los que mejor conocen la realidad de los barrios que habitan. Las mujeres, las personas discapacitadas, los ancianos, las personas LGTBI y los niños han sido los grandes olvidados de la planificación del urbanismo y los servicios públicos. Y ante estas realidades, los ciudadanos tienen dos herramientas, a parte de la participación (que es un derecho en su esencia), que ayudan a la completa inclusión y accesibilidad: el feminismo y el urbanismo táctico, que han de ir de la mano.
Repensar la urbe
Por un lado, pensar la ciudad desde el feminismo implica notables mejoras para el bienestar general que solemos pasar por alto, y que gracias al movimiento, se están poniendo sobre la mesa y difundiendo. Ejemplos recientes son las experiencias que se llevan a cabo en distintas empresas de autobuses para que, durante las noches, las mujeres puedan bajarse donde soliciten independientemente de la ubicación de las paradas. Lograr que la mitad de la población camine de noche por la calle sin miedo es uno de los retos que se deben marcar, pero no el único. Eliminar barreras arquitectónicas para los discapacitados físicos y sensoriales, instalar aseos públicos pensando en las personas transexuales y transgénero, tornar las calles hacia espacios de encuentro y esparcimiento favoreciendo a la infancia, son solo parte de un conjunto amplio de estrategias para la construcción de barrios con vida y universalmente accesibles.
Y por otro lado, aplicar el urbanismo táctico como vía para lograr todo lo anterior. El término, extrapolado desde Sevilla, hace referencia al proceso de conversión de calles, plazas y avenidas en lugares amables y donde el peatón es el centro de la actividad, mediante obras de pequeño calado que, como expuse anteriormente en este artículo, permite la colaboración ciudadana tanto en el transcurso de la obra como después, permitiendo hacer cambios al ser elementos plenamente flexibles —con macetones o bancos que bloqueen el paso de vehículos, sin más—.
Esto permitiría la democratización de los espacios públicos, la posibilidad de que los vecinos elijan cómo quieren redistribuir las calles de las que hacen uso; y ello no puede entenderse además sin la eliminación del coche en muchas zonas que no esté justificada. Según la Fundación Ellen MacArthur, que trabaja en el diseño de un futuro en el marco de una economía circular, en Europa el coche está aparcado el 92% del tiempo y emplea un tercio del mismo en buscar aparcamiento, lo que ahonda aún más en la insostenibilidad que implica que todos tengamos vehículo privado.
Los proyectos de peatonalizaciones se han convertido en un eje central de competición política a nivel local. Gracias a las aportaciones de movimientos recientes se está consiguiendo sacar al debate público los usos y necesidades ciudadanas en el rediseño urbano, pero también existe una contrapartida invisibilizada por ahora: un greenwashing como reclamo publicitario que ahondará más en la guerra de trasfondo de las ciudades para las multinacionales o para los habitantes. ¿Dónde buscaremos el equilibrio? La pugna solo acaba de empezar.