València
No es el negacionismo, es el negocio

En el contexto de catástrofes como las inundaciones en la provincia de València, una parte del foco político, social y mediático progresista se sitúa sobre el negacionismo climático.
Recursos Utiel Benetusser - 12
Un grupo de personas limpia en el interior de un Mercadona en Benetusser. Álvaro Minguito
26 nov 2024 06:08

Durante los últimos años, y especialmente en el contexto de catástrofes como las inundaciones en la provincia de València, una parte del foco político, social y mediático progresista se sitúa sobre el negacionismo climático. Ciertamente, este fenómeno supone un grave problema y un enorme desafío, no sólo en lo que respecta al clima, sino porque informa sobre las problemáticas relaciones entre sociedad, democracia y conocimiento científico en el siglo XXI. Es posible, de hecho, que el negacionismo no sea solo síntoma de retrocesos, sino también de lo endebles que eran ciertos consensos de progreso dados por afianzados en la segunda parte del siglo XX.

En cualquier caso, aun siendo necesaria la batalla contra este movimiento, es posible que en algunos casos estemos seleccionando mal los adversarios. Según el estudio publicado por Ideara para el Ministerio para la Transición Ecológica en 2021, “el 93,5% de la población española considera que el cambio climático es una problemática real. (…) el 73,3% también considera que no se le está dando la importancia que necesita...” Por su parte, el Centro de Investigaciones Sociológicas ha observado en reiteradas ocasiones datos que reflejan una preocupación significativa respecto al cambio climático en una mayoría de la población española (más de un 70% referían que este fenómeno les preocupaba mucho o bastante en octubre de 2024).

Parte de nuestra población se enfrenta a que su vida cotidiana dependa de seguir urbanizando zonas inundables, construyendo campos de golf o promoviendo agriculturas intensivas en zonas vulnerables a largas sequías y/o fuertes inundaciones

Son varios los estudios que apuntan en la misma dirección. Por ello, y sin perjuicio de los retrocesos o cambios de tendencia que pueda sufrir esta realidad sociológica, cabría preguntarse si el principal problema no está en la cantidad de gente que construye su identidad en torno al negacionismo científico, sino en toda aquella que está atrapada en dinámicas cotidianas que dependen de negar la emergencia climática. Y esto no es exactamente lo mismo. No se trata (que también) de cuánta gente consume contenidos intelectualmente ridículos que inventan, malinterpretan o distorsionan datos; no se trataría (sólo) de cuánta gente ha desarrollado la ridícula creencia de que es posible formarse una opinión fundada sobre un fenómeno complejo en base a tres o cuatro titulares más o menos simplistas. Se trata, sobre todo, de la ciudadanía cuya supervivencia está vinculada a despreciar, ignorar o minusvalorar los efectos del clima en su vida concreta. Qué parte de nuestra población se enfrenta cada día al hecho de que su vida cotidiana dependa, por ejemplo, de seguir urbanizando zonas inundables, construyendo campos de golf o promoviendo agriculturas intensivas en zonas vulnerables a largas sequías y/o fuertes inundaciones.

Cuántas pequeñas empresas, gente trabajadora o dinámicas sociales cotidianas dependen, directa o indirectamente, de ser “destino turístico” a cualquier precio y, por tanto, urbanizar, ofrecer “servicios” u organizar infraestructuras no según lo que la realidad climática impone, sino lo que unas élites económicas mediocres desean. En definitiva, cuánta gente, como sucede con especial intensidad en la Vega Baja y buena parte del País Valenciano, debe sobrevivir en el seno de un modelo social y económico que nos impele a despreciar los límites y condicionantes objetivos del territorio.

El problema ya no es tanto la negación como la disonancia. La preocupación por el cambio climático o la certeza de que el modelo es insostenible confrontados por la percepción infundada de que, pese a todo, no hay alternativa y no cabe más opción que huir hacia delante

De algún modo aquí el problema ya no es tanto la negación como la disonancia. La preocupación por el cambio climático o la certeza de que el modelo es insostenible confrontados por la percepción, infundada pero poderosa, cotidiana y omnipresente de que, pese a todo, no hay alternativa y no cabe más opción que huir hacia delante. Es posible que sea aquí donde resida parte de la fuerza de partidos políticos y agentes económicos o mediáticos abiertamente negacionistas y/o contrarios a una agenda sostenible (valgan, PP, VOX y el empresariado que se nutre gracias a ellos). Pero también aquello que alimenta el miedo o rechazo a llevar a cabo transformaciones ambiciosas por parte de quienes, pese a proclamar su preocupación por la emergencia climática, se niegan a llevar a cabo políticas verdaderamente sostenibles (valgan aquí el PSOE y otros sectores del tejido empresarial con que se vincula).

Por ello, creo que urge una reflexión en, al menos, tres ámbitos. En primer lugar, los partidos políticos democráticos, ecologistas y progresistas no podemos limitarnos a enunciar y denunciar la catástrofe climática. Es necesario proponer alternativas que ofrezcan una salida a un tiempo realista y transformadora. Insistir en que unas políticas públicas ecologistas no sólo garantizan mayor seguridad y sostenibilidad, sino también una prosperidad más inclusiva. Desarrollar propuestas que permitan “tocar”, “experimentar” realidades cotidianas compatibles y, de hecho, dependientes de una gestión adecuada de la emergencia climática.

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Ahora bien, estas propuestas tendrán pocos visos de concretarse si la comunidad científica o el ámbito mediático progresista se conforman, a su vez, con denunciar el negacionismo y exigir de forma genérica que “la política” esté a la altura. Así como las y los políticos demócratas tienen la obligación de formarse técnicamente e informar científicamente sus postulados y decisiones, también la comunidad científica tiene la obligación de asumir que su labor no sucede en un contexto neutral y que, de hecho, sus actuaciones, marcos de trabajo y credibilidad tienen causas y consecuencias de tipo político.

La obligación política de basarse en la ciencia encuentra su reflejo en la necesidad de que la ciencia comprenda las dinámicas institucionales, sociales o económicas que gobiernan la política. Esto no debe entenderse, ni muchísimo menos, como una suerte de exigencia “militante” a cualquier científica o científico. Mucho menos de acomodar su trabajo a cualquier imperativo político. Muy al contrario, significa que, desde su sagrada autonomía y libertad, no haya miedo a intentar comprender y afirmar qué propuestas políticas son, pese a sus límites o contradicciones, una apuesta real y transformadora por una mejor gestión climática y cuáles son, por contra, mero discurso vacío cuyo único objetivo es acumular legitimidad para continuar apostando por las mismas políticas urbanísticas, medioambientales o turísticas incompatibles con un futuro sostenible. Y aquí, en muchas ocasiones, estamos ante una frontera difusa y engañosa.

Hay grandes estrellas periodísticas, tertulianos y medios que parecen tener pánico a señalar, con nombres, siglas y apellidos, quiénes abogan por políticas públicas climática y socialmente justas y quiénes no

Esto vale también para el ámbito mediático. Hay grandes estrellas periodísticas, tertulianos y medios, con un alcance diario de millones de personas y más facilidad para construir relato que cualquier líder político/a que parecen contentarse con repetir verdades más o menos evidentes (y no por eso menos necesarias) sobre ciencia y clima. Sin embargo, parecen tener pánico a insistir y señalar, con nombres, siglas y apellidos, quiénes abogan, mejor o peor, por políticas públicas climática y socialmente justas y quiénes no. Cabe reconocer que, en el caso de la provincia de València, las graves negligencias y mentiras del gobierno de Carlos Mazón ha generado una digna respuesta en muchísimos medios.

El problema es, sin embargo, qué tonos y marcos de análisis se impondrán cuando, pasada la emergencia, llegue el momento de discutir sobre urbanismo, transportes, política turística o sobre el papel de determinadas grandes empresas y fortunas que son parte central del problema. Cómo reaccionarán algunos grandes medios y periodistas autodeclarados como progresistas cuando determinados agentes políticos y económicos comiencen a generar una presión deliberada y descarada contra quienes aboguen por una agenda política ecologista y compatible con la seguridad climática. En estos casos, a menudo se imponen fórmulas tan genéricas como estúpidas del tipo “bronca política”, “crispación” o “polarización”. Y todo ello con un tono que sólo sirve, en el mejor de los casos, para generar cinismo y desarmar a aquellos sectores de la población más proclives a un cambio ecologista, democrático y científicamente razonable.

Si efectivamente el problema no es (sólo) el negacionismo climático sino el negocio anticlimático; si el desafío no es sólo convencer con la fuerza sino construir realidades sociales, laborales o emocionales cotidianas que sean compatibles con la protección frente a la emergencia climática, entonces será necesario suprimir numerosos privilegios y cuestionar fuentes de enriquecimiento muy beneficiosos para una minoría (en el País Valenciano destacan las élites turísticas, inmobiliarias o parte de las agrícolas, entre otras). En ese caso, sería ingenuo creer que esos sectores no harán todo lo posible para confrontar o ralentizar cualquier transformación en ese sentido. Si el problema no es (sólo) el negacionismo climático, sino el negocio anticlimático, entonces avanzar hacia territorios justos, seguros y sostenibles nos aboca a una batalla política urgente en la que nadie puede permitirse el lujo de la neutralidad.

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