Un amigo me regaló el libro Mil mañanas, de Mary Oliver. Él, que es librero, dice que son los libros los que nos escogen, en ocasiones con mucho tino y en otras con mala baba, pero siempre certeros.
La forma que tiene esta poeta de elegir las palabras cuando habla de su relación con la naturaleza me revuelve las ganas de meter los pies en un río.
Tardé en comenzar a disfrutar leyendo poesía. Con las propuestas de lectura del instituto pensaba que la poesía se reducía a los clásicos que, a mí, no me conectaban con ninguna emoción. En esa época de adolescente dejé apartado todo lo que se pareciera a un texto con renglones no escritos hasta el final de la página. Temporalmente olvidé que yo ya conocía lo que era leer y escribir poesía. En el colegio, entre los ocho y los once años, tuve una profesora que creía que éramos poetas y, porque ella lo creía, lo fuimos. Hacíamos “Taller de poesía”. Estoy segura de que disfrutar escribiendo ahora tuvo su inicio con ella. Se llama Alicia.
Yo también utilizo poemas en mis clases. Como puede verse en los poemas de Mary Oliver y en muchos otros, la biología y la poesía tienen una conexión profunda.
Saber que lo justo no es tratar a todo el mundo por igual sino a cada cual según lo que necesite, es algo que, en general, no se aprende en los centros educativos.
Cuando comencé Mil mañanas pensé que andaba necesitando leer algo así. Cuando llegué al poema “Tres cosas que hay que recordar” lo releí dos veces.
Mientras estés bailando, puedes
romper las reglas.
Algunas veces, romper las reglas es tan sólo
extender las reglas.
Algunas veces no hay reglas
Y luego me entraron ganas de escribir.
Además de olvidar temporalmente en el instituto que me gustaba la poesía, también aprendí (no sólo ahí, pero también ahí) la importancia de no transgredir las reglas.
Desobedecer las leyes injustas. Pensar quién decide las reglas del juego y quién las sufre. Saber que lo justo no es tratar a todo el mundo por igual sino a cada cual según lo que necesite, es algo que, en general, no se aprende en los centros educativos.
Primero bailar. Bailar, al menos, un rato cada día. Y, luego, abrir la posibilidad a imaginar formas de romper las leyes injustas
Cuando, como dice mi amigo librero, me encontró el libro de Mary Oliver, ese poema me sonó como una guía a seguir en los tiempos que corren. Primero bailar. Bailar, al menos, un rato cada día. Y, luego, abrir la posibilidad a imaginar formas de romper las leyes injustas. Rasgándolas. Bordeándolas. Saltándolas. Agujereándolas. Partiéndolas. Despedazándolas.
Y, a veces, sabiendo que ante las leyes que dañan los cuerpos y la naturaleza hay que hacer otra cosa: actuar como si no existieran.
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