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La vida y ya
Perras
Es de noche. Una perra comienza a ladrar y, sin saber de dónde (es de noche y no se ve bien, casi solo sombras, casi todo sombras), empiezan a escucharse más ladridos. Uno. Después dos. Tres. Cuatro. Siete. Diez. Ladridos que saltan de uno a otro lado de la oscuridad. Sin orden. Solapándose a veces uno sobre otro. Sin una dirección concreta. Lanzados como cuando se tira una piedra desde un acantilado al mar. Dispuestos a ser engullidos por las olas, por la noche, por la oscuridad, hasta convertirlos en silencio.
Es un barrio que está a las afueras, en la periferia. Lejos. Donde todavía hay perras que andan sueltas y con ganas de ladrar.
A veces ocurre así. Perras que se ponen a aullar en medio de una noche donde casi todo son sombras. Quizás buscando algo. Quizás sin esperar nada. Ladran. Te hacen tener ganas de asomarte por la ventana. Mirar a la calle. Observar lo que ocurre afuera. Permanecer con los párpados abiertos. Te descubren que la noche no es opaca. Te desempolvan el cansancio.
Hay perras que se desenvuelven bien en la oscuridad. Otras no. Quizás demasiados golpes. Quizás demasiado sueño. Quizás las sombras que son difíciles de esquivar.
Pero cuando una perra ladra en medio de la noche sucede siempre que despierta a otras perras, de eso no cabe duda. Las pone alerta. Como una señal de alarma. Les incita a mirar. A escudriñar el origen del sonido. Un sonido difuso. Que llega de muchos lados. Ladridos confusos. Las perras siempre responden al ladrido de otras perras.
Y, sin saber muy bien cómo, quizás sin buscarlo, quizás como respuesta a un instinto imposible de frenar, poco a poco, los ladridos se van escuchando menos dispersos.
Y se oyen más fuerte.
Las perras se juntan. Forman una jauría.
Muchas otras perras, despiertas, en medio de la noche y de la oscuridad y del frío, sienten la señal para unirse a la manada.