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Derecho a la vivienda
Virginia y un barrio entero frente a un desahucio inminente
El espacio La Caracola acoge a varios de los colectivos más activos del barrio del Raval en Barcelona. Las cuatro naves de este centro se enfrentan ahora a la amenaza de un desalojo con fecha abierta.
“No hay que ponérselo fácil. ¿Para qué quieren este espacio? Nosotras somos señoras mayores, delicadas de salud… Nos quieren sacar para cerrarlo y así le están dando oportunidades a los narcos para que cojan esto. No lo veo justo”. Virginia explica sentada en una silla plegable en el interior de La Caracola su principal preocupación desde hace semanas. Lo hace en el lugar que se convirtió en su casa en mayo de 2019.
En aquella primavera Virginia entró, junto a los activistas del Espacio del Inmigrante, a la nave en la que nos encontramos. En su interior todavía había “restos de sangre y jeringuillas”. Desechos de los ocupantes previos: traficantes que habían convertido este lugar en un enorme narcopiso. Un supermercado para la venta y el consumo de droga en el centro del barrio del Raval de Barcelona. Justo enfrente del patio de un colegio y a un par de calles del museo del MACBA y del Mercado de la Boquería.
El espacio que era una fuente de problemas para el barrio, se convirtió entonces en un lugar bien diferente
Lo que hasta ese momento era una fuente de problemas para el barrio, se convirtió entonces en un lugar bien diferente. Junto al Espacio del Inmigrante llegaron también otros colectivos sociales muy activos en estas calles desde hace años, como el Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes de Barcelona y el Sindicat d’Habitatge del Raval. Todos ellos se enfrentan ahora a una amenaza de desalojo inminente.
Tras la tregua provocada por la pandemia, las ejecuciones judiciales han vuelto con fuerza al Raval. Hace apenas unas semanas llegó a La Caracola una orden de desahucio con fecha abierta entre el 1 y el 15 de octubre. El propietario de este apetitoso inmueble en el centro de Barcelona, Caixabank, reclama vaciar, de nuevo, sus cuatro naves.
“No hay que bajar la guardia”
Virgina es originaria de la República Dominicana, tiene 65 años y es diabética. Antes de la última crisis hipotecaria trabajaba como cocinera en el restaurante del tanatorio de Barcelona. Un trabajo que complementaba ayudando en una pequeña tienda de costura del barrio de Sant Antoni. Junto a su ahora difunto marido decidieron comprar un piso. Pero en 2010, al no poder pagar la hipoteca, el banco les echó. “Desde entonces me ha ido todo mal. Perdí el piso y a partir de ahí mi marido se enfermó. Le dio un ictus y se murió. Y yo me quedé sola con una gatica que me regalaron”.
Actualmente Virginia sobrevive con una pequeña pensión de viudedad, explica. Una cantidad insuficiente para pagar un piso en alquiler y vivir tranquila. Por eso, tras pasar por un albergue y un piso okupado, entró a vivir a este lugar. “Hace diez años que lucho para que me den un piso de protección oficial. Tengo 35 años aquí [en España] y he trabajado muchísimo. Estoy enferma de lo que he trabajado en este país. Estoy muy cansada ya”, asegura.
Virginia muestra en el piso de arriba de la nave un caos de maletas y bolsas listas para ser trasladadas. A día de hoy aquí viven, además de ella misma, otras dos mujeres, de Filipinas. Antes habían pasado por estos cuartos otras “señoras de Bolivia, Perú o Brasil”. Virginia explica que ella fue la primera. Y que después fueron llegando hasta aquí otras mujeres en su misma situación. Solas, migrantes y de bajos recursos. Gracias a los contactos de cuando trabajaba en la tienda de costura, ella misma corrió la voz en el barrio. Así fue como nació el Espacio de mujeres La Caracola.
Mientras charlamos entra por la puerta Isabel, del Sindicat d’Habitatge del Raval. Ataviada con la camiseta del sindicato —“La revolució del flow”—, esta vecina del barrio reivindica el trabajo de acompañamiento y acogida que se hace bajo este techo. “No hacemos nada malo aquí. Sólo intentamos ayudar a la gente mayor”. Isabel explica que ella misma está peleando por no tener que dejar su piso. “No hay que bajar la cabeza”, le dice a Virginia. Y relata las reuniones y fiestas navideñas que han organizado y disfrutado juntas entre estas cuatro paredes.
Al comenzar la pandemia el local se convirtió en un gran almacén de alimentos y productos básicos para las familias y vecinos
Desde hace unos meses, sin embargo, las funciones de este espacio han cambiado un poco. Al comenzar la pandemia el local se convirtió en un gran almacén de alimentos y productos básicos para las familias y vecinos más afectados por la crisis. De algún modo el coronavirus frustró los planes para crear un taller de serigrafía y una ludoteca para las madres del barrio, comenta Isabel.
Ambas mujeres rememoran también los intentos de los narcos por recuperar este lugar. Varios de ellos se acercaron en su momento pidiendo un precio para que sus actuales ocupantes lo abandonasen, dejándoles vía libre para reconvertirlo en narcopiso. “Han venido y los hemos echado”, exclama orgullosa Isabel. “Ahora no hay que bajar la guardia. Hemos luchado durante casi dos años por este lugar y aquí nos vamos a quedar”.
El taller del sindicato
Es 1 de Octubre –fecha simbólica en Barcelona y en toda Cataluña- y esta misma mañana en el Raval había tres desahucios programados. En uno de ellos, en La Rambla, los Mossos d’Esquadra han cargado con fuerza. Nada que impidiese a los vecinos allí congregados evitar el desalojo, al menos por ahora, de Maite, una mujer que vive desde hace 33 años en un pequeño ático de la emblemática calle barcelonesa.
Varios de ellos llegan hasta el Carrer d’Agustí Duran i Sampere, el callejón donde se encuentra La Caracola. Hoy se abre el plazo abierto para su desahucio, así que está programado un desayuno popular y una rueda de prensa. “Estamos asistiendo a un macro-operativo de desahucios en el barrio”, dice micrófono en mano Adrián Ponce, integrante del Espacio del Inmigrante. Otro local clave en el tejido comunitario del barrio, el Gimnàs Social Sant Pau, situado a apenas una manzanas de aquí, también podría ser desalojado en los próximos días.
Junto a Adrián están sentados varios miembros del sindicato de manteros. El colectivo de vendedores ambulantes de la ciudad encontró hace año y medio en otra de las naves del complejo un lugar donde seguir con sus proyectos. Llegaron, limpiaron el lugar y lo habilitaron para impartir clases de idiomas a otros compatriotas y como lugar de encuentro del sindicato. La llegada del coronavirus les hizo transformar casi por completo el local.
Con unas cuantas máquinas de coser los manteros levantaron aquí, en pleno confinamiento, un eficiente taller de costura. En él fabricaron a toda velocidad mascarillas y batas —unos 14.000 equipo de protección, según sus cálculos— que repartieron entre centros de salud, hospitales, residencias y particulares. Tanto de Barcelona como de los municipios limítrofes.
Lamine Sarr, uno de los portavoces del colectivo, argumenta ante periodistas y vecinos del barrio que todo aquello parece haberse olvidado. “Nosotros manteros, gente sin recursos, hemos salido a la calle en plena pandemia para servir a esta ciudad. Y hoy la única recompensa es desalojarnos”, señala. “En esta ciudad parece que hay días que somos útiles y días que no. Días en los que somos importantes y días que no”.
Igual que en el caso de las mujeres migrantes solas, algunos manteros también han encontrado en La Caracola una vivienda provisional. Mansour Djité es uno de ellos. Este senegalés llegó a España en 2007. Siete años después, en 2014, no pudo renovar sus papeles y desde entonces sobrevive en la irregularidad.
A Mansour hoy le toca hacerse cargo de la tienda de Top Manta, el local donde los manteros venden su propia ropa y diseños: camisetas, sudaderas y desde hace unos meses también mascarillas con el logo de su marca. La tienda está a apenas 100 metros de La Caracola. Mansour deja por unos minutos en manos de otros compañeros la atención del comercio para mostrar la nave que ocupa el sindicato. “Antes de la pandemia nos reuníamos aquí, dábamos información sobre el sindicato y se daban clases”, explica.
Aunque con la llegada del coronavirus este espacio se llenó de máquinas de coser, ahora prácticamente todas ellas están guardadas en el Ateneu del Raval, otro espacio autogestionado del barrio. “No hay sitio para nada en la tienda”, señala Mansour, quien reivindica la necesidad del colectivo de contar con un lugar amplio como este para seguir trabajando. “Ahora mismo estamos unas cinco personas viviendo”, añade frente a una pizarra en la que todavía hay anotaciones de una clase reciente. Pero aclara que por el piso superior de esta nave han pasado unos 35 residentes distintos en el último año y medio.
Tercer intento de desalojo
Esta no es la primera amenaza de desahucio a la que se enfrenta La Caracola. En noviembre de 2019 una orden judicial ya estuvo a punto de desalojar estas naves y los proyectos que acogen. La presión vecinal y la mediación del Ayuntamiento de Barcelona, según recogió entonces El Periódico, lograron pararlo. Tres meses después, en febrero de este año, hubo un segundo intento que se frenó en el último momento.
Las cuatro naves de este enorme complejo son un objeto muy codiciado en el centro de Barcelona. La cooperativa cultural Som, editora entre otros productos de la revista Sàpiens y Ara Llibres, tiene la intención de instalar aquí y en un edificio contiguo —también propiedad de Caixabank y actualmente alquilado por la Generalitat como sede del Espai Memorial Democràtic— su sede.
A preguntas de El Salto, desde el consistorio barcelonés reconocen “la inmensa labor social” que los colectivos presentes en La Caracola hacen en el barrio. Y aseguran estar mediando con la propiedad para que ésta facilite “una solución habitacional” a las mujeres mayores que aquí residen. Pero no van más allá.
Adrián Ponce, del Espacio del Inmigrante, critica la actitud del ayuntamiento y del regidor del distrito, Jordi Rabassa. A quienes acusa de ignorar sus peticiones para evitar el desalojo de La Caracola. “No solo van a echar a la calle a unos proyectos sociales, sino que van a echar a unas personas que están en extrema vulnerabilidad”, asegura.
Sentado en un parque ubicado frente a La Caracola, Adrián reivindica los proyectos auto-gestionados que han salido de aquí los últimos meses. Entre ellos, una asociación de jóvenes migrantes ex tutelados y una agrupación de mujeres cuidadoras. “Estamos acompañando a mucha gente y no podemos permitirnos dejar de trabajar. Les acompañamos en sus procesos de padrón, para obtener la tarjeta sanitaria, etc., hay mucha gente que está sola”, esgrime. Y alude al trabajo hecho desde el comienzo de la pandemia.
“Queremos visibilizar que siempre ha habido una respuesta de este barrio -que es popular y diverso- en los periodos de crisis. Siempre hemos substituido a las instituciones desde abajo. Nos organizamos desde el primer día del confinamiento para ayudar. Y eso no se puede olvidar”, comenta.