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Derecho a la vivienda
La ruptura social, la otra cara del incremento de precios de la vivienda
No hace mucho, una pareja amiga decidió mudarse a L'Hospitalet de Llobregat. No lo hacían por iniciativa propia sino, más bien, impulsados por la subida desorbitada del alquiler que pagaban por su vivienda del Raval, céntrico barrio de Barcelona. Tras una infructuosa búsqueda por zonas más cercanas, al final, el único piso asequible y adecuado a sus condiciones personales y laborales —tenían niño y niña menores de diez años— los llevó a la citada ciudad del área metropolitana. Lo que no hicieron fue cambiar a sus hijos de colegio; estos seguirían escolarizados en el Raval.
Esto, pese a que suponía todo un desafío para su organización familiar, se les presentó como la opción más optima para su situación particular. Durante años, habían logrado tejer una red de amistades y complicidades con vecinos y vecinas del barrio, madres y padres de otros niñas y niños del colegio, que le servían para suplir las deficiencias más elementales de su cotidianidad: recoger a los niños de la escuela; dejarlos en casa de alguien cuando estos se ponían enfermos y había que ir a trabajar; organizar fiestas, cumpleaños y salidas de fin de semana; tener vida como pareja, etc. Esto es, las dinámicas de reciprocidad y ayuda mutua propias de la vida colectiva en determinados barrios de la ciudad, altamente relacionada con la clase social a la que se pertenece.
En el Área Metropolitana de Barcelona la gente no puede establecerse y echar raíces, sino que se ve impulsada, en gran medida, a buscar una vivienda más asequible para, simplemente, poder llevar una vida normal
Esta semana, el Instituto de Estudios Regionales y Metropolitanos de Barcelona (IMRMB) ha publicado su Encuesta de Cohesión Urbana (ECURB) de 2022 donde muestra, entre otras cuestiones, que casi el 64% de la población del área metropolitana de la capital catalana encuentra difícil dar con una vivienda asequible y que se adecúe a sus necesidades dentro de su barrio o municipio. Esta cuestión, en 2017, suponía solo un 50,5%, con lo que el incremento de la percepción ha sido más que notorio, lo que ha llevado, a su vez, a un aumento notable de la movilidad dentro del área, que ha pasado de un 8,8% en 2017 a un 28,3% en 2022: casi uno de cada tres habitantes de la zona ha cambiado de domicilio.
Los motivos recogidos por la encuesta son variados: desde la búsqueda de una mejora de la propia vivienda o del entorno —un 38,9%—, pasando por los cambios relacionados con la formación de un hogar —un 30,4%—, hasta llegar a los motivos económicos o vinculados al incremento sustancial del precio de la vivienda, que han pasado a suponer uno de cada cuatro de todos los realizados, el 24%, cuando en 2017 eran solo del 14,4%. Esta es la realidad del Área Metropolitana de Barcelona (AMB), donde la gente no puede establecerse y echar raíces, sino que se ve impulsada, en gran medida, a buscar una vivienda más asequible para, simplemente, poder llevar una vida normal.
Una sociedad hipermóvil es causa y efecto del individualismo más enconado
Sin embargo, la crudeza de los datos, siempre fríos, no debe ocultarnos parte de la transformación social que dicha dinámica supone. La vivienda no es solo el lugar donde descansamos, comemos o desarrollamos nuestra intimidad, es también nuestro elemento principal de conexión con el territorio y, por tanto, con la comunidad humana que en ella vive. No es posible hablar de barrio o ciudad, desde un punto de vista socio-antropológico, sino es mediante el establecimiento de un tipo de relaciones sociales especiales, basadas en la cercanía y la repetición de los encuentros, que acaban por generan una conciencia, identidad y tejido social único.
Un barrio residencial no es un barrio, es un aparcamiento de personas. Decía Aristóteles que solo los animales y los dioses no necesitan a los otros, y los seres humanos no somos ni una cosa ni la otra. El paisaje urbano del que tanto nos enorgullecemos; las fiestas, la arquitectura, el comercio, la familia, etcétera; está conformado en tanto somos y conformamos grupos relativamente estables de miembros. La salida involuntaria de los mismos impide el continuo que nos ha traído hasta aquí, que nos ha conformado como sociedad.
Hace un par de meses, en una charla sobre urbanismo, precisamente en L'Hospitalet de Llobregat, alguien del público me preguntó: “¿Cómo podemos mantener un movimiento social activo y articulado si, cada cierto tiempo, perdemos miembros porque se tienen que mudar a causa del precio de la vivienda?”. Para mí, este comentario dio en el clavo: una sociedad hipermóvil es causa y efecto del individualismo más enconado. No es posible conformar relaciones sociales estables, a no ser mediante el uso de las nuevas tecnologías y las redes sociales, aunque con una fragilidad tremenda, si no es mediante el encuentro y el diálogo constantes. El desplazamiento de parte de la población involuntariamente en búsqueda de una vivienda adecuada a sus necesidades supone también la ruptura del entramado activista y militante de los territorios, algo que acaba por echar más leña al fuego de la movilidad, al desaparecer parte de los actores con capacidad de ofrecer una resistencia y una respuesta política.
En definitiva, la dificultad para encontrar una vivienda adecuada a los intereses personales y familiares de cada uno de nosotros no es únicamente un problema personal, sino colectivo. La ruptura de parte del tejido social de barrios, pueblos y ciudades supone un incremento en las dificultades de la cotidianidad, de la conciliación familiar, de la constitución de un tejido social, económico y cultural continuo; de la superación, en definitiva, del individualismo más rampante. Esta y otras cuestiones se encuentran dentro del incremento de los precios de la vivienda, haciendo, más perentorio que nunca, el establecimiento de las medidas legislativas adecuadas para evitarlas.