montaje bandas latinas

Análisis
¿(Queremos) legalizar las ‘bandas’?

Las familias de calle son los chivos expiatorios, ese mal barbárico y oscuro sobre el que posar todos los malestares de una sociedad que nunca se verá a sí misma como mestiza. Son usados como invocación al orden tanto por actores conservadores como progresistas
4 jun 2023 06:00

En los últimos tiempos, un discurso optimista a favor de la “legalización de las bandas” ha tomado impulso como aparente única alternativa a la criminalización de las agrupaciones juveniles o familias de calle. Tomando como referentes los experimentos de mediación institutional con Latin Kings & Queens o los Ñetas, la pregunta “cómo incorporar a las bandas [aka. juventud racializada] a nuestra sociedad” aparece con cierta centralidad. Así, frente a la persecución y castigo salvaje contra las “pandillas” ejemplificada en países como El Salvador o la propia ciudad de Madrid, el “Modelo Barcelona”, que durante el 2006 y 2008 apostó por “legalizar” a las agrupaciones, o el más reciente proceso ecuatoriano que culmina con la polémica integración de un miembro de los Latin King en la Asamblea nacional, suelen ser tomados como símbolos de ejemplaridad y buenas prácticas. No obstante, ¿qué efectos han tenido estas experiencias de inclusión y pacificación institucional? ¿Qué implicaciones para el devenir de las agrupaciones?

El libro Bandas dentro, Bandas Fuera, resultado del proyecto LEBAN, procura responder a algunas de estas preguntas reuniendo la voz de investigadores e investigadoras del estado español, Ecuador y El Salvador. En él atestiguamos cómo las “bandas” se han convertido en un terreno de producción de discurso y gobernanza a escala global sin igual en las últimas tres décadas, sólo sustituidos hoy por el pánico moral suscitado por los Menores extranjeros no acompañados. Son los chivos expiatorios, ese mal barbárico y oscuro, siguiendo a Luca Queirolo, sobre el que posar todos los malestares de una sociedad que nunca se verá a sí misma como mestiza. Son usados como invocación al orden tanto por actores convervadores como progresistas. Son acusados de machismo salvaje y mirados con cierto recelo por las entidades barriales o espacios de sindicalismo social, sin saber sin son (o pueden llegar a ser) aliadas en nuestros territorios. Y mientras, en bambalinas, las familias de calle sostienen, sin romanticismos ni glorificaciones, a un conjunto de jóvenes (racializados y no) que nos muestran que algo no va bien.

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Lo sabemos: la mano dura no funciona

Entre quienes apostamos por, como mínimo, un abordaje no criminalizador sobre las agrupaciones, hay un consenso general: la “mano dura” no funciona. Bajo esta convicción confluyen profesionales de la intervención social, políticos progresistas, miembros de la academia y las propias agrupaciones juveniles. La persecución y el castigo incrementan las cotas de violencia, conflicto y sufrimiento a largo plazo. Los 30 años de “guerra contra las maras” en El Salvador, adalid de la política manodurista, dejan un saldo de violencia y muerte en las cárceles sin precedentes, además de 60.000 salvadoreños detenidos durante el régimen de excepción – la mitad denunciadas como detenciones arbitrarias sólo por llevar tatuajes o pertener a comunidades pobres. En Madrid, estandarte ibérico de lucha contra las bandas, por cada organización que es descabezada, por cada líder que es encarcelado, surgen nuevos grupos, con nuevas siglas, protagonizando nuevos enfrentamientos.

Aunque estamos cansados de decir que “las organizaciones no nacen con una finalidad criminal” (sino de búsqueda de identidad, respeto y sostén en un escenario de “guerra entre pobres”), lo cierto es que la política represiva cumple bien su objetivo: los 30 años de represión salvaje contra las “bandas” en Madrid han forzado un comportamiento clandestino de las agrupaciones, neutralizando los liderazgos más positivos y favoreciendo su deriva delictiva. Según el investigador Juan Martínez d'Aubuisson en relación al caso salvadoreño, a pesar de que el origen de ciertas maras (como Salvatrucha o Barrio 18) fuera el apoyo a la comunidad, la supermano dura ha convertido a estos grupos, de facto, en redes piramidales de extorsión casi mafiosas. Y así, mientras expertos de El Salvador ofrecen formación en materia de bandas a policías en Madrid, la “pescadilla de la criminalización” se muerde la cola: las agrupaciones no nacen con un fin delictivo, pero la política que las criminaliza termina por empujarlas hacia ese camino.

En el estado español el clima de creciente odio hacia las poblaciones racializadas se entrelaza con un largo sentimiento juvenofóbico, un cóctel letal para las agrupaciones juveniles de calle

A pesar de que el paradigma del castigo no funciona para reducir la violencia, la instrumentalización del conflicto es profundamente efectiva para el interés de estos gobiernos manoduristas: generar un clima de hostilidad contra la población migrante, fortalecer los dispositivos securitarios en barrios y municipios de clases populares, generar estados de excepción y alimentar la industria carcelaria, o usar a los grupos con fines electoralistas. En el estado español, además, este clima de creciente odio hacia las poblaciones racializadas se entrelaza con un largo sentimiento juvenofóbico, un cóctel letal para las agrupaciones juveniles de calle. Ahora bien, ¿y qué pasa con las (escasas) experiencias exitosas de mediación institucional que han acontecido en lugares como Cataluña o Ecuador? ¿Qué efectos han tenido estos experimentos?

Los experimentos de mediación institucional: Barcelona, Ecuador

Entre los años 2006 y 2008, mientras Madrid sentenciaba su ejemplaridad en el rechazo a la mediación en favor de una política salvajemente represiva, los procesos de diálogo por canales institucionales se abrían paso con cierto éxito en Catalunya. Nace el “Modelo Barcelona”. El ciclo progresista del gobierno catalán y barcelonés durante esos años (PSC con apoyos), abre una ventana de oportunidad para la experimentación institucional con las “bandas”: reducir y prevenir la violencia, “conocer mejor” a las agrupaciones, favorecer su integración y darles acceso a espacios de la administración pública (como los casals de la juventud). Algunos concejales, miembros de la academia y de la intervención social, y una unidad de los Mossos de Esquadra, inician un diálogo con algunos sectores de los Latin Kings & Queens y Ñetas (las mayoritarias entonces). Así comienza un proceso de pacificación que, entre otras cosas, concluye con la constitución de “asociaciones civiles” reconocidas jurídicamente: la Organización Cultural de Reyes y Reinas Latinos de Cataluña y la Asociación Cultural, Musical y Deportiva Ñetas. A día de hoy, ambas asociaciones culturales se encuentran prácticamente inactivas.

La “legalización” de estas agrupaciones por la Generalitat les brinda cierta legitimidad para acceder a recursos y espacios de la administración pública antes vetados, generar lazos entre agrupaciones antaño enemigas (como el proyecto musical “Unidos por el Flow” entre Latins y Ñetas en el distrito de Nou Barris) y soslayar temporalmente el hostigamiento policial y mediático. Sin embargo, la alegría duró poco. Entre 2007 y 2010, la “mano dura” reaparece con fuerza, con múltiples y mediatizadas redadas, detenciones y juicios por “asociación ilícita” y “coacciones” tanto en los sectores “legalizados” como los que se mantuvieron al margen de este proceso.

Como atestiguamos en el libro, algunos efectos colaterales de esta apuesta institucional por la “legalización” o política de “mano blanda” han resultado ser de dudoso beneficio para las agrupaciones. Entre otros, el difícil encaje entre el discurso del “civismo” y del “estado de derecho” y las agrupaciones, así como la intervención de las fuerzas de seguridad del estado en los procesos de mediación, han sido algunas de las dimensiones más problemáticas.

¿La policía en procesos de mediación?

Este último detalle es especialmente delicado. Más allá de la buena voluntad de ciertas individualidades interesados en generar una versión “más amable” de la labor policial, la participación de la unidad de investigación de los Mossos en el proceso de mediación catalán tuvo consecuencias negativas palpables. Los históricos conflictos entre las agrupaciones LKs y Ñetas con la figura del cuerpo policial acrecentó la fragmentación entre los capítulos que aceptaron la mediación institucional y los que no: cualquiera que hablara con la policía era un “chivato” y estaba traicionando a la organización. Por otra parte, la “legalización” no pudo protegerles de los posteriores procesos de re-criminalización del aparato mediático-judicial-policial. De manera especialmente dramática, la información que obtuvo el cuerpo policial gracias a participar en los procesos de mediación, favoreció el conocimiento detallado de las organizaciones y sus miembros, siendo utilizada después en los posteriores procesos de punitivismo contra las agrupaciones una vez la voluntad de mediar terminó y la “mano dura” volvió a campar a sus anchas.

Iniciativas como SinPoli generan nuevos espacios para aprender a resolver conflictos sin policía en los barrios más afectados por la crisis y el asedio policial con perfil racial

¿Hacer del estigma, emblema? ¿Pacificar o politizar el conflicto?

Junto con la naturalización del papel de la policía como un agente a incoporar en la gestión preventiva del conflicto social, el devenir de las agrupaciones en los últimos años ha caminado de la mano de su creciente despolitización general. Las imágenes de los LKs neoyorkinos paseando las calles de Manhattan denunciando los abusos policiales y el racismo institucional de principios de los 2000 se topa hoy, de facto, con una foto muy diferente. En el estado español, la naturaleza más combativa, anti-sistema y de denuncia radical de los mimbres estructurales que mantienen a las poblaciones subalternas (racializadas y migrantes) en los márgenes, ha desaparecido de la centralidad del discurso de las organizaciones en favor de un discurso “pro-inclusión”. Tanto las políticas de mano dura, como las más bienintencionadas experiencias de “legalización” ocurridas hasta la fecha, han contribuido (o, como mínimo, no han sabido frenar) esta tendencia.

Es un escenario triste, pero no hay que perder la esperanza. Nuevas formas de mediar están siendo inventadas. Algunas de ellas incorporan además la sabiduría de los nuevos feminismos, como representa la ex-líder María Oliver en su reciente libro “Latin Queen”. Iniciativas como SinPoli generan nuevos espacios para aprender a resolver conflictos sin policía en los barrios más afectados por la crisis y el asedio policial con perfil racial. La reciente iniciativa “Barrios, bandas y sentimiento de pertenencia” no sólo llama a la adhesión de entidades para la creación de una red, con base en Madrid, que trabaje desde un abordaje no punitivista, sino que se pregunta en qué medida el estigma de la “banda” podría llegar a convertirse en emblema. Estas y otras tantas iniciativas nos invitan a pensar que hay alternativas más allá del clásico castigar o reformar a las agrupaciones, entre amedrentarlas o salvarlas. En tiempos de incertidumbre y desgaste con los asaltos institucionales, mantener el fuego de esta esperanza no es menor: en qué medida las “bandas” pueden convertirse en aliadas de un movimiento transformador antirracista, anticlasista y feminista, es una pregunta que debemos hacernos para imaginar futuros más alentadores.

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Antonino
5/6/2023 17:49

Uno, o una, puede entender el origen de algunas violencias. La pobreza, ignorancia, etc, etc. Pero de ahí a aceptarlas, va un trecho. Hablo de organizaciones criminales, que es lo que al fin y al cabo son estos grupos. Váyanse un tiempo a Guatemala, Honduras, El Salvador, etc a vivir y convivir con esta gentuza, monten un pequeño negocio, una tienda, y luego nos cuentan. A modo de ejemplo, habría de incluirse en la línea del artículo, también a las mafias italianas, porque todas empezaron siendo pequeñas y de orígenes pobres.

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