Análisis
Europa, muérete rápido, o ¿debe Europa cosaquizarse?

La Unión Europea ha presentado en estas elecciones su peor cara al mundo: un continente que se adentra en su invierno demográfico, intelectualmente un pantano, a cuyas orillas vive una población presa de una frustración y rencor que la extrema derecha ha sabido como nadie canalizar y capitalizar
exhibición militar armada
Maniobras de las Armada en Gijón, el pasado mayo. Foto: Ministerio de Defensa.
11 jun 2024 10:44

Pocas sorpresas en las elecciones europeas. Una ultraderecha a la ofensiva ha avanzado posiciones en Bruselas. El amplio centro político —formado por las familias socialdemócrata, verde y liberal— es hoy un poco menos amplio. Como ya anunció meses atrás, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, no se cierra a que el Partido Popular Europeo (EPP) pueda llegar a acuerdos con algunos partidos ultras, siempre y cuando no se opongan ni a la idea de la Unión Europea —signifique lo que signifique eso— ni a la asistencia militar a Kiev. Los verdes se han caído de la ola ecologista que los llevó a incrementar su presencia en la Eurocámara. La izquierda se ha desplomado bajo el peso de sus propias contradicciones internas.

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La única esperanza de los comentaristas adscritos a la menguante coalición centrista es que las diferencias entre el grupo de los Conservadores y Reformistas Europeos (ECR) —liderado por los Hermanos de Italia y del que forman parte Ley y Justicia (Polonia) o Vox, entre otros— e Identidad y Democracia (ID) —liderado por Agrupación Nacional (AN) y del que son miembros el Partido de la Libertad de Austria (FPÖ), el Partido por la Libertad (PVV) holandés o la Lega de Salvini— impida la unidad de acción en la cámara. Con todo, incluso de no haber unidad, ECR e ID podrían hacer valer su peso en posiciones compartidas en inmigración o política medioambiental y desandar lo andado hasta la fecha —que, hablando con propiedad, tampoco era mucho— y hacer bascular una buena parte de la agenda política a la derecha. Ahora cuentan con los ingentes recursos del Parlamento Europeo para ello.

Fuera del distrito europeo de Bruselas, a nivel de estado, los pronósticos no son mucho mejores: a los Gobiernos con participación de la ultraderecha existentes en Italia, Hungría, Finlandia y los Países Bajos —o que la ultraderecha condiciona, como en el caso de Suecia— podrían unirse próximamente los de Austria, la República checa, Eslovenia y Francia, dependiendo de los resultados de las elecciones que se celebrarán en estos países en los próximos meses y años. Huelga decirlo, los resultados de cada país obedecen a múltiples causas internas, pero la dinámica europea también parece clara.

Si algún sitio en el (sub)continente simboliza el estado de la mayoría de las ideologías representadas en el Parlamento Europeo, ése es las catacumbas de Palermo

La Unión Europea ha presentado en estas elecciones su peor cara al mundo: un continente que se adentra en su invierno demográfico, intelectualmente un pantano, a cuyas orillas vive una población presa de una frustración y rencor que la extrema derecha ha sabido como nadie canalizar y capitalizar, haciendo suyo el manual de Donald Trump en EE UU para aquello que los fascistas de los años treinta llamaban “la conquista del Estado” y, ahora también, el supraestado.

Ninguno de estos partidos tiene por supuesto soluciones a los verdaderos problemas que aquejan a la UE. Sus programas económicos, rara vez explicitados, más bien ahondarán muchos de ellos. En este sentido, no están muy lejos de la metáfora propuesta por Alfred Rosenberg, uno de los principales ideólogos del nazismo, quien comparó al bloque fascista de su época con una columna militar en marcha, a la que apenas importa el objetivo y el motivo de la marcha mientras ésta avance. El futuro, como ha dicho alguien, ha sido cancelado. El centro-izquierda siente nostalgia, los menos, por los años de la socialdemocracia nórdica, los más, por los años de la Tercera Vía y Barack Obama en la Casa Blanca. La derecha siente nostalgia por la rigidez ideológica de los años cincuenta y sus valores morales tradicionales, si no por una época más oscura y que mencionar sigue siendo aún tabú (“cuando los trenes llegaban puntuales”), pero cada vez menos. “Los muertos no han enterrado a los muertos” y una Europa en negación, narcicista y falta de dinamismo no ha tomado conciencia de sí misma: si algún sitio en el (sub)continente simboliza el estado de la mayoría de las ideologías representadas en el Parlamento Europeo, ése es las catacumbas de Palermo.

“Envejecer entre pueblos jóvenes me parece un placer, pero hacerse viejo, donde todo es viejo, me parece lo peor de todo”, escribía Hiperión a Belarmino. El “viejo” continente es hoy más viejo que nunca. El “nuevo” continente es “viejo”. El futuro está en otra parte. Su fin ni siquiera tiene tintes de tragedia. Tampoco se sentará apaciblemente a esperarlo, como el Rómulo el Grande de Dürrenmatt, alimentando a las gallinas mientras aguarda la llegada de los bárbaros. Si es que llegan. Una de las entrevistas de Heiner Müller con Fritz Raddatz se titula “Europa, muérete rápido”. “Europa, por ejemplo, no es más que una idea”, reflexionaba el dramaturgo alemán, “ahora bien, ¿qué hace uno de esta idea de Europa cuando ya no es ninguna realidad?”.

Macron feat. Coudenhove-Kalergi

Emmanuel Macron tiene un plan. En realidad, tiene muchos. Todos ellos cargados de grandes ideas, líneas maestras, ambición, proyección histórica. Un poco, según parece, lo que la gente espera de un presidente francés. Pero más probablemente es lo que el ejército de asesores de imagen de Macron cree que “la gente” —y más aún: los editores de los medios de comunicación del establishment, a quienes aún siguen considerando como intermediarios para llegar a “la gente”— espera de un presidente francés, y él, por su parte, se limita a proporcionarlo. Así, Macron se antoja más como uno de esos directivos ejecutivos de gran empresa randianos que son sus héroes y que suplen sus importantes carencias intelectuales con una hiperactividad personal y profesional.

Como prueba, un botón. “Lo que me mata, en Francia como en Europa, es el espíritu de derrota. El espíritu de derrota significa dos cosas: te acostumbras a él y dejas de luchar. La política es Eros versus Tánatos. Esto es la política. Si Tánatos tiene más hambre, la muerte gana. Si los europeos están del lado de Eros, es la única manera de salir adelante. No tengáis miedo, sed atrevidos. Mirad, hay grandes cosas por hacer”. Después de su discurso en La Sorbona a finales de abril, Macron concedió una larga entrevista al semanario The Economist en la que volvía a algunas de las ideas allí expuestas, y que a finales de mayo retomó en un artículo conjunto con el canciller alemán, Olaf Scholz, para el Financial Times. Dos de los dirigentes que han salido más tocados de las pasadas elecciones. Los europeos, al parecer, no han estado lo suficientemente del lado de Eros.

Israel, la nación centinela, paranoide y en estado de excepción permanente, es el modelo compartido por la derecha europea y Ucrania, a veces en voz baja, otras no tanto

El presidente francés resumía en tres los retos de Europa, que en esta ocasión no se limita, como acostumbra a suceder en la jerga política al uso, a la Unión Europea, sino a una “Comunidad Política Europea” (ECP) que incluiría a Noruega, el Reino Unido y los Balcanes. “El marco no es institucional: es geográfico”, sentenciaba Macron. Lamentablemente, el concepto de geografía de Macron, que se pondrá en práctica el próximo mes de julio en la primera cumbre de la ECP en el Palacio de Blenheim, es eminentemente político —y de las más cortas mirasè y dejaba fuera de esta arquitectura de seguridad a Bielorrusia y los dos grandes países eurasiáticos: Rusia y Turquía.

Sea como fuere, “nuestra Europa” se enfrenta a un “triple riesgo existencial”: “Un riesgo militar y de seguridad, un riesgo para nuestra prosperidad, y un riesgo existencial de incoherencia interna y disrupción de nuestras democracias”. Tres riesgos que “se han acelerado en los años recientes”, y que, convenientemente reordenados y leídos entre líneas, proporcionan una imagen muy diferente de lo que las elites francesas tienen en mente y que Macron denomina la necesidad de “construir un nuevo paradigma: un nuevo paradigma geopolítico, económico y social para Europa”. En realidad este “nuevo paradigma” tiene menos de nuevo de lo que parece, y hay que agradecer al presidente francés la sinceridad a la hora de expresarse. “No puede haber una gran potencia sin prosperidad económica, ni soberanía energética y tecnológica”, sostiene. Éste ya no es el lenguaje de la diplomacia y la cooperación internacional, sino el de la geopolítica y la competición despiadada.

Según Macron, “si nosotros, los europeos, queremos tener peso en el mundo de mañana tenemos que ser más inventivos y más ambiciosos que el resto” y “tenemos que redoblar nuestros esfuerzos, tenemos que redoblar nuestras ambiciones”. Sin embargo, admite: “No tenemos la demografía y no tenemos la energía en este momento.” La energía de la que habla Macron no es una metáfora: es la que se necesita para mantener las industrias existentes y las nuevas. “Lo vimos al comienzo de esta guerra de agresión, cuando el modelo de producción europeo dependía fuertemente del gas ruso”, desarrolla, “aunque Francia menos que el resto”, una velada referencia a la energía nuclear. La conclusión es que Europa necesita construir su “soberanía”, su “autonomía estratégica” y su “independencia en términos de energía, materiales y recursos extraños”, pero también “en términos de talentos y tecnologías clave” para que las “tecnologías disruptivas” del futuro no se desarrollen primero en otras regiones porque tienen un capital acumulado y un fuerte apoyo estatal, como ocurre en Estados Unidos o China. Puede que el diagnóstico sea correcto, ¿pero la solución?

¿No será acaso que el presidente francés está pensando más bien en una fuerza para intervenir en África y garantizar el acceso a unas materias primas que la UE necesita urgentemente pero de las que carece?

En el fondo, un viejo problema, con el que los capitalistas industriales alemanes están más familiarizados que nadie. El capitalismo industrial del siglo XIX se construyó con carbón y hierro, pero el del siglo XX llevaba en sus venas el petróleo —más tarde también el gas—, un material escaso en el continente. Aquí, por usar las propias palabras de Macron, “el marco no era institucional, sino geográfico”: este hecho físico ha determinado en buena la diplomacia y los conflictos del siglo XX. Aquí es donde entra la cuestión militar.

En su entrevista con The Economist, Macron se refiere al conflicto en Ucrania, a la necesidad de invertir más en defensa y seguridad para “cerrar la brecha” con Estados Unidos —del que prevé un distanciamiento, que se acelerará aún más con una victoria de Trump este noviembre—, China, Rusia, e incluso Irán. Si en la entrevista con The Economist Macron describe el conflicto en Ucrania como “una guerra de alta intensidad”, en su discurso anterior en la Sorbona el mismo Macron planteaba la necesidad de crear un ejército europeo de intervención rápida. Ahora bien, ¿cómo un ejército así puede suponer una fuerza disuasoria a un ejército convencional como el de Rusia, una potencia nuclear con la experiencia en “una guerra de alta intensidad” como la que está librando en Ucrania? ¿No será acaso que el presidente francés está pensando más bien en una fuerza para intervenir en África y garantizar, así, el acceso a unas materias primas que la Unión Europea necesita urgentemente pero de las que carece, en una zona geográfica en la que, por lo demás, ha perdido terreno frente a Rusia y China, una pérdida de la que precisamente Francia se ha convertido en icono en el Sahel (junto ahora también en Nueva Caledonia)?

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En un contexto europeo de ascenso de los partidos de extrema derecha, Alternativa por Alemania recaba el apoyo de un tercio del electorado de rentas bajas e incrementa su voto joven, mientras la coalición gobernante sufre un rapapolvo electoral.

En realidad el mejor comentario al discurso de Macron —el más brillante mascarón de proa del liberalismo europeo, cada vez con menos lustre— lo dejó el escritor austríaco Karl Kraus muchos años antes: “Cuando el sol de la cultura se encuentra bajo, hasta los enanos proyectan largas sombras”.

¿Debe Europa cosaquizarse?

En 1878 Wilhelm Liebknecht publicó un panfleto que recogía sus artículos sobre la guerra ruso-turca con el título Sobre la cuestión oriental o, ¿debe Europa cosaquizarse? y que, andando el tiempo, se convertiría en uno de los pilares sobre el que se edificaría la rusofobia del ala derecha de la socialdemocracia alemana, que alcanzaría su apogeo en la Primera Guerra Mundial. En este libro de título inequívocamente orientalista, de unas setenta páginas, Liebknecht presentaba a Rusia como una potencia brutal y cruel, ajena a todo principio y civilización, que, en su desarrollo histórico, había ido integrando a otras culturas para conseguir su objetivo último, que no era otro por supuesto que la dominación del continente. Para conseguir esta meta, los rusos semiasiáticos recurrían a la intimidación, a las injerencias comerciales y por descontado a las amenazas de guerra a Europa, un conflicto que pondría fin a su libertad si no era Europa la que civilizaba, por la fuerza si era necesario, a Rusia primero.

Este espíritu sigue hoy bien vivo. “Si Rusia gana en Ucrania, no habrá seguridad en Europa”, aseguraba Macron en su entrevista con The Economist, pues “¿quién puede pretender que Rusia se detendrá allí? ¿Qué seguridad habrá para otros países vecinos, como Moldavia, Rumanía, Polonia, Lituania y los otros [sic]?” “Y más allá de eso”, continuaba, “¿qué credibilidad tendrían los europeos que han gastado miles de millones, dijeron que la supervivencia del continente estaba en juego y no se han dado a sí mismos los medios para detener a Rusia?”. Días después, la primera ministra estonia, Kaja Kallas, acusaba a Rusia de haber causado una crisis migratoria con sus intervenciones en Siria y en África a través del Grupo Wagner —misteriosamente, ni las injerencias ni las intervenciones occidentales causan crisis migratorias— y llamaba al resto de países a tomarse en serio la amenaza rusa: “No ven y no creen que, si Ucrania cae, toda Europa está en peligro, toda Europa”.

Esta inversión en defensa será, que nadie lo dude, a costa de otros capítulos de los presupuestos, lo que no hará más que agravar los problemas actuales de la Unión Europea

Todas estas declaraciones sirven para reforzar la idea de que los Estados miembro de la Unión Europea deben invertir más en defensa, la única industria que parece gozar actualmente de buena salud frente a todas las demás 1el caso de Alemania, con una ola de insolvencias que no se veía desde hace veinte años, es paradigmático—, arrastradas por la crisis de los precios de la energía, pospuesta su modernización e incapaces de competir con una China pujante —como señaladamente ocurre con el automóvil eléctrico— y a la que únicamente pueden frenar, y sólo por algún tiempo, con aranceles desproporcionados que perjudican a los consumidores europeos y ponen en entredicho los principios de libre comercio que hasta hace poco se tenían por dogma, y su vulneración, por anatema. En tiempos de globalización fragmentada, además, estas medidas tienen poco efecto: las economías exportadoras siempre pueden encontrar un atajo a partir de un tercer país que no se encuentre bajo el régimen arancelario o sancionador.

Esta inversión en defensa será, que nadie lo dude, a costa de otros capítulos de los presupuestos, lo que no hará más que agravar los problemas actuales de la Unión Europea, que ya habla, como quería el jefe de su diplomacia, Josep Borrell, “el lenguaje del poder”. Es el “cambio de mentalidad” propuesto por Von der Leyen: los 55.000 refugios antiaéreos de Finlandia, la mantequilla defendida a cañonazos de Borrell en su entrevista entre vehículos militares. Israel, la nación centinela, paranoide y en estado de excepción permanente, es el modelo compartido por la derecha europea y Ucrania, a veces en voz baja, otras no tanto.

Lo cierto es que el conflicto ucraniano comienza a acusar el cansancio del público europeo y viceversa, y la escalada retórica no parece contrarrestar el fenómeno. El tema más evitado por los consumidores de medios jóvenes en Reino Unido el año pasado fue la guerra de Ucrania, un resultado que se repitió, aún más curiosamente, en los países que están geográficamente más cerca del conflicto. Y lo que es más sorprendente, este resultado llega después de una considerable inversión en agencias de publicidad y relaciones públicas que habían de conseguir el efecto contrario.

Quien se hacía eco de este resultado, el comentarista Wolfgang Münchau, apuntaba a la crisis de los medios de comunicación tradicionales, especialmente entre los jóvenes. Una crisis que la línea editorial de estos propios medios no hace sino agravar, presentando el conflicto de manera más bien maniquea y revisionista, cuando no ahistórica. Si la capacidad de atención media de las audiencias occidentales ya es de por sí escasa, frente a un conflicto tan complejo y difícil de comprender en sus raíces y potenciales ramificaciones como éste cae en picado (¿se puede explicar la historia de Ucrania en un vídeo de TikTok, en un reel de Instagram?), más aún si los propios periodistas que habrían de explicárnoslo —ya sea por la inercia y las dinámicas en las que se encuentran atrapados, o directamente por sesgos personales— no lo hacen de manera correcta. El resultado no podía ser más catastrófico: un conflicto que determina de manera tan directa y clara las economías europeas —empezando por la de Alemania, que había sido su motor— es, irónicamente, el más evitado por el público occidental.


Si se puede estar de acuerdo en algo con el polémico comentarista ucraniano Anatoli Sharí es que no es la Unión Europea la que ha incorporado a Ucrania, sino Ucrania la que ha incorporado a la Unión Europea. El limes europeo termina ahora en el Dniéper ucraniano. Ucrania va camino de ser el laboratorio neoliberal de Bruselas y Washington: desde los campos de trigo hasta los vientres de sus mujeres pasando por los planes de privatización de sus activos estatales. Quienes se escandalizan por la subida de la extrema derecha a un lado de la frontera la arman en el otro y miran hacia otro lado (Berlín deportó a mediados de mayo a siete soldados ucranianos por exhibir simbología nazi e instruyó a Kiev para que en lo sucesivo el personal militar fuese discreto en este aspecto, sin entrar en la ideología de los mismos soldados). Quienes lamentan la espectacularización de la política a un lado de la frontera la celebran en el otro. Quienes denuncian la corrupción a un lado de la frontera como obstáculo al desarrollo la ignoran en el otro. Quienes se arrancan las vestiduras por las vulneraciones de los derechos humanos a un lado de la frontera hacen ver que este fenómeno no existe en el otro lado, y así sucesivamente. Pues sí, Europa se ha cosaquizado. Pero cosacos, conviene apostillar, los había en el territorio de la actual Rusia y los había en el territorio de la actual Ucrania. Otra ironía de la historia.

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fllorentearrebola
11/6/2024 15:39

Ya no hace falta esperar a los bárbaros: la barbarie está en el corazón de Europa, se llama Von der Layen, Scholz, Macron, Meloni y Sánchez, se llama Zelensky, IBEX 35, mercados financieros y neocolonialismo, se llama Pacto Migratorio, vasallaje respecto a la OTAN y al emporio militar-industrial gringo, se llama extrema derecha y derecha extrema, extremo centro, socialdemocracia rendida al neoliberalismo, verdi-pardos y una izquierda apenas socialdemócrata e incapaz de decir NO a la guerra, se llama nacionalismo y guerra al clima y a Gaia,... los bárbaros somos nosotros

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anadaviesrodriguez
11/6/2024 13:40

Gracias por este buen artículo escrito además con una prosa inteligente y clara.

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