Análisis
Lecciones económicas que la izquierda debería aprender de las elecciones extremeñas

Ha llegado el momento de que el Gobierno de coalición decida si quiere pasar a la historia acomodando a esas élites o enfrentándolas por lealtad a su pueblo.
Acuerdo PSOE Sumar - 3
Pedro Sánchez (PSOE) y Yolanda Díaz (Sumar). Foto: Sumar

La reciente debacle electoral del PSOE en Extremadura –perdiendo un feudo histórico ante la derecha– no es un hecho aislado, sino síntoma de un agotamiento más profundo del orden liberal surgido tras la caída del Muro de Berlín. Ese orden, hegemónico desde 1989, prometía prosperidad bajo el libre mercado globalizado, pero hoy muestra signos de fatiga. Sus logros se han traducido en crecientes desigualdades, pobreza persistente e ineficiencias económicas. La globalización neoliberal vació el bienestar de amplias capas medias y aumentó la desigualdad hasta generar un descontento social generalizado.

En España, tras años de crecimiento económico, 12,5 millones de personas siguen en riesgo de pobreza (25,8% de la población) y la ligera mejoría reciente “no ha servido para reducir la desigualdad”, según la Red Europea contra la Pobreza. En resumen, el orden liberal pos-1989 no sólo no ha resuelto los problemas materiales de la mayoría, sino que ha exacerbado la sensación de injusticia y estancamiento.

Un orden liberal agotado y la captura corporativa de la democracia

Este agotamiento del modelo liberal va acompañado de una preocupante deriva antidemocrática: un traspaso del poder efectivo desde las instituciones públicas hacia grandes corporaciones y élites económicas. El politólogo Sheldon S. Wolin acuñó el término “Totalitarismo Invertido” para describir esta realidad: una forma de gobierno en la que, a diferencia del totalitarismo clásico, las estructuras democráticas formales siguen en pie, pero vaciadas de contenido por el poder empresarial. Es un sistema donde “las corporaciones han corrompido y subvertido la democracia y donde la economía triunfa sobre la política”. En la práctica, esto significa parlamentos debilitados, leyes a medida de intereses privados y partidos convertidos en gestores del statu quo al servicio de una minoría adinerada. Cada aspecto de la vida social y cada recurso natural se mercantiliza en beneficio de esa élite, mientras la ciudadanía es anestesiada por el consumismo y el sensacionalismo. Lejos de la utopía liberal de mercados autorregulados que benefician a todos, nos hallamos ante una democracia de baja intensidad, capturada por el poder corporativo.

La lección inicial es clara: sin transformaciones profundas del modelo, la gente pierde la fe en las instituciones y busca alternativas, aunque sean reaccionarias

España ofrece un caso paradigmático de estas tendencias. La llamada Transición del 78 dejó intactos muchos núcleos de poder económico, burocrático y mediático provenientes del antiguo régimen, los cuales se adaptaron a las nuevas formas democráticas sin perder sus privilegios. Este país, integrado plenamente en el orden liberal occidental, padece tanto la fatiga socioeconómica (desigualdad, precariedad, desconfianza ciudadana) como la distorsión democrática causadas por la captura corporativa. Antes de las elecciones extremeñas, muchos votantes de izquierda ya manifestaban frustración: ¿De qué sirve un gobierno progresista si mantiene políticas que perpetúan su precariedad? La lección inicial es clara: sin transformaciones profundas del modelo, la gente pierde la fe en las instituciones y busca alternativas, aunque sean reaccionarias. El agotamiento del orden liberal exige repensar la democracia económica; de lo contrario, como en Extremadura, los votantes castigarán a un progresismo que perciben acomodado y cómplice del sistema vigente.

España: redes de poder y democracia traicionada

En el caso español, la erosión democrática tiene rasgos particulares forjados por su historia. El historiador Paul Preston, en Un pueblo traicionado (Debate, 2019), documenta una pauta constante desde el siglo XIX hasta hoy: las élites políticas y económicas españolas han antepuesto sistemáticamente sus intereses al bienestar común, frenando el progreso social. Según Preston, la historia contemporánea de España está marcada por “el desajuste entre una población deseosa de progresar y unas élites que no cesan de bloquear sus intentos”, lo que constituye “una crónica sobrecogedora de la devastadora deslealtad hacia los españoles por parte de su clase política, impasible ante la realidad social del país”. En otras palabras, las clases dirigentes –sean caciques decimonónicos, oligarcas franquistas o tecnócratas de la democracia– han traicionado una y otra vez las esperanzas de la ciudadanía, anteponiendo la corrupción, la incompetencia o la pura defensa del orden establecido a cualquier impulso de reforma profunda.

Esa continuidad de las élites explica por qué, tras la Transición de los años 70, la joven democracia española heredó vicios y poderes fácticos que limitan su calidad. El sociólogo, y amigo, Andrés Villena, en Las redes de poder en España (Roca Editorial, 2019), describe cómo una tupida red de altos funcionarios, empresarios, banqueros, jueces y ex políticos opera tras bambalinas, capturando el Estado democrático. “Más allá de las puertas giratorias, unos pequeños grupos de altos funcionarios, personas vinculadas al poder real –sobre todo al económico–, toman las decisiones sin responder ante los ciudadanos ni escucharles”, resume Villena. Quienes mandan de verdad no se presentan a las elecciones ni rinden cuentas en las urnas: “defienden sus intereses personales, los de sus amigos y los de las grandes corporaciones”, entrelazados en una red de influencias que trasciende siglas partidistas. Esa “carcasa” de democracia formal oculta un reparto del poder muy poco plural: los altos cuerpos de la Administración (economistas del Estado, abogados del Estado, etc.), formados en un consenso neoliberal aplastante, nutren por igual a gobiernos del PP y del PSOE. Así, políticas económicas y estructurales cambian poco, independientemente de quién gane elecciones, porque las redes de poder permanentes garantizan la continuidad del modelo.

Un hecho especialmente llamativo es la permisividad del Partido Socialista (PSOE) –teóricamente de centroizquierda– hacia este control oligárquico del Estado. Durante décadas de gobierno socialista (de Felipe González en los 80-90 a Pedro Sánchez en la actualidad), el PSOE no desmontó el dominio de la vieja derecha económica, judicial y mediática, sino que convivió con él e incluso lo normalizó. Por ejemplo, bajo González se privatizaron empresas públicas estratégicas que pasaron a manos de la élite económica; también se mantuvo intacta la cúpula del Poder Judicial surgida en la Transición, tradicionalmente dominada por sectores conservadores.

En tiempos más recientes, altos cargos socialistas han transitado a consejos de administración del Ibex 35 (telefónicas, eléctricas, bancos), reforzando la connivencia entre poder político y oligopolios. En el terreno mediático, el principal grupo de prensa supuesto afín al PSOE (Prisa) acabó controlado por fondos financieros y ha adoptado líneas editoriales anti-izquierdas cuando peligran los intereses del establishment. Es decir, el PSOE, salvo retórica, no ha democratizado la economía ni las instituciones clave; al contrario, con su moderación ha terminado por “dejar hacer” a los poderes tradicionales –permitiendo que grandes empresas, jueces ultraconservadores y medios oligopólicos dicten los límites de lo posible.

La consecuencia de esta tolerancia es que solo la aparición de una fuerza nueva a la izquierda del PSOE puso en jaque a esas élites. Unidas Podemos, surgida en 2014 al calor del 15-M, representó la primera amenaza real al statu quo oligárquico desde la Transición. Su mera entrada en el Gobierno en 2020 (como socio minoritario) bastó para detonar la reacción furibunda de los llamados poderes profundos: policías, periodistas y jueces afines a la derecha emprendieron una campaña de guerra sucia. Documentos fabricados, como el falso informe PISA que acusaba a Podemos de financiación ilícita, fueron filtrados a la prensa, y ex comisarios implicados en tramas de Estado (las cloacas) confesaron haber dirigido estas operaciones para frenar a la nueva izquierda. Según denunció Unidas Podemos en el Congreso, una trama “policial-mediática” generó noticias falsas para promover “el desprestigio público, la persecución judicial y el descrédito político de sus líderes, apoyándose en periodistas dispuestos a difundir mentiras. Es sintomático que, cuando UP impulsó en 2022 investigar estas cloacas, el PSOE se negase a apoyarlo alegando no sentirse “en condiciones”. Una vez más, el PSOE prefirió no confrontar a los poderes oscuros del Estado.

El Gobierno de coalición debe reconocer que sin limpiar el Estado de estas influencias antidemocráticas y sin hacer políticas valientes, el desencanto ciudadano seguirá creciendo

La lección extremeña es que esa complacencia pasa factura: muchos votantes de izquierda, hastiados de que el PSOE contemporice con la oligarquía (y decepcionados por divisiones internas en la izquierda), se abstuvieron, facilitando el triunfo de la derecha. Para evitar repetir errores, el Gobierno de coalición debe reconocer que sin limpiar el Estado de estas influencias antidemocráticas y sin hacer políticas valientes, el desencanto ciudadano seguirá creciendo.

Frustración ciudadana y la trampa de la financiarización

Otra gran enseñanza de lo ocurrido es la importancia de mejorar la vida material de la mayoría. El voto extremeño de castigo reflejó una desesperanza extendida: muchas personas no han visto mejoras tangibles en asuntos básicos pese al Gobierno progresista. España arrastra problemas estructurales en vivienda, empleo, salud, educación, alimentación o movilidad social que ningún gobierno reciente ha resuelto.

El acceso a la vivienda es quizá el más sangrante: se ha consolidado una crisis habitacional donde encontrar techo se ha vuelto un desafío económico enorme para jóvenes y clases populares. Colectivos sociales llevan años denunciando que los alquileres y precios inmobiliarios suben muy por encima de los salarios. De hecho, el mercado inmobiliario español se caracteriza por la concentración de viviendas en muy pocas manos (fondos buitre, grandes propietarios), lo que ha disparado los precios a niveles sin precedentes. El informe de pobreza 2024 señala la vivienda como “factor clave de empobrecimiento”: los alquileres medios aumentaron un 39% en la última década, estrangulando las economías familiares. Esta financiarización de un derecho básico –tratar la vivienda como un activo especulativo más– ha condenado a generaciones enteras a destinar más de un tercio de sus ingresos al alquiler, retrasando proyectos de vida y aumentando la pobreza severa.

Lo mismo puede decirse de otros ámbitos: la precariedad laboral (contratos temporales encadenados, sueldos que no llegan a fin de mes) sigue afectando a millones pese a la reciente reforma laboral; la sanidad pública sufre listas de espera y recortes en diversas CCAA, empujando a quien puede permitírselo hacia seguros privados; la educación y la ciencia continúan infradotadas, con fuga de talentos al extranjero; el coste de la cesta de la compra se ha disparado con la inflación, agravando la inseguridad alimentaria en hogares humildes.

Si un gobierno de izquierdas no garantiza mejoras materiales palpables (techo asequible, trabajo digno, servicios públicos de calidad), su base electoral se desmoraliza

En definitiva, tras años de recuperación económica a nivel macro, muchos no han recuperado las condiciones de vida previas a la crisis de 2008. Incluso en 2025, organizaciones sociales advierten que el crecimiento del PIB no “revierte de forma efectiva en la calidad de vida de la gente”. Se critica que no se esté fomentando la inversión social ni reforzando el papel protector del Estado, de modo que los beneficios de la recuperación se quedan en pocas manos. Es un fallo político de primer orden: si un gobierno de izquierdas no garantiza mejoras materiales palpables (techo asequible, trabajo digno, servicios públicos de calidad), su base electoral se desmoraliza. Esa frustración explica parte del desencanto extremeño: tras dos legislaturas de coalición, muchos votantes no sintieron cambios suficientes en su día a día.

¿Por qué el Gobierno de coalición PSOE–Unidas Podemos (y ahora PSOE–SUMAR) no logró frenar estas dinámicas de empobrecimiento y desigualdad? Una de las razones es la continuidad de políticas económicas neoliberales que ninguna de las dos patas del gobierno se atrevió a romper del todo. Pese a avances puntuales (subida del salario mínimo, ingreso mínimo vital, limitadas regulaciones de alquiler en la nueva Ley de Vivienda), el modelo de desarrollo financiero-inmobiliario sigue intacto. La banca y los fondos de inversión, responsables de la burbuja inmobiliaria y las preferentes, no han sido estructuralmente desafiados; los impuestos al gran capital siguen siendo bajos comparados con la UE; no se han nacionalizado sectores estratégicos ni revertido privatizaciones en energía o transporte. SUMAR –la plataforma de Yolanda Díaz– nació con vocación dialogante y tecnocrática, pero su programa económico no rompió con la lógica dominante de estabilidad presupuestaria y atracción de mercados.

En suma, ni el PSOE ni SUMAR han alterado las reglas del juego de la financiarización: la vivienda continúa tratada como un bien de inversión, la sanidad pública coexiste con negocios privados florecientes, y la protección social sigue condicionada por la sacrosanta disciplina fiscal. De hecho, hay que recordar con autocrítica que fueron a menudo los propios partidos socialdemócratas quienes, desde los años 80-90, abrazaron estas políticas de libre mercado. La socióloga Stephanie L. Mudge, en Leftism Reinvented (La izquierda reinventada), documenta cómo los partidos socialdemócratas occidentales adoptaron una ideología neoliberal que colocaba los mercados por encima de la política en esas décadas. La tecnocracia económica coadyuvó a la izquierda tradicional: aceptó la privatización, la desregulación financiera y la subordinación del Estado a “la confianza de los inversores”. En España, el PSOE de Felipe González fue pionero en liberalizar sectores y acercarse a la banca; en los 2000, el socialista Zapatero no frenó la burbuja inmobiliaria heredada del PP, y tras la crisis de 2008 aplicó recortes sociales dictados por Bruselas.

De poco sirve proclamar la justicia social si en la práctica la vivienda sigue asfixiando familias, la pobreza infantil roza el 30% (la más alta de la UE) y casi la mitad de los españoles no ve futuro mejor para sus hijo

Esta transformación ideológica explica la tibieza de los actuales gobernantes de centroizquierda a la hora de revertir la financiarización. Cuando quienes deben defender lo público asumen la lógica del mercado, las reformas se quedan a medio camino. Mudge señalaría que la socialdemocracia se reinventó para gestionar el neoliberalismo en lugar de combatirlo. Así, por más buenas intenciones que tengan, terminan perpetuando un modelo que socava los derechos básicos. La amarga reacción del electorado extremeño –abstención de izquierda, voto de protesta– puede leerse como un grito de desesperación: “¡Cumplan lo prometido, mejoren nuestras vidas de verdad, o nos rendiremos!”. La coalición gubernamental debe aprender que, sin resultados materiales visibles, los votantes progresistas pierden la paciencia. De poco sirve proclamar la justicia social si en la práctica la vivienda sigue asfixiando familias, la pobreza infantil roza el 30% (la más alta de la UE) y casi la mitad de los españoles no ve futuro mejor para sus hijos. Frenar la financiarización destructiva de derechos no es una opción ideológica más, es condición para la supervivencia política de la izquierda.

En busca de un nuevo Roosevelt: recuperar el Estado para la mayoría

El panorama descrito –orden liberal en crisis, Estado capturado por lobbies, malestar social creciente– exige una respuesta audaz de la izquierda si quiere recuperar la confianza de la ciudadanía. La historia ofrece un referente inspirador de cómo actuar ante una encrucijada similar: Franklin D. Roosevelt. En los años 30, tras la Gran Depresión, Roosevelt entendió que salvar la democracia pasaba por enfrentarse abiertamente a las “fuerzas económicas” que habían hundido al país. Lejos de contemporizar con los poderosos, identificó a los verdaderos enemigos del progreso: monopolios empresariales, financieros sin escrúpulos, grandes fortunas que veían al gobierno como apéndice de sus negocios.

Un gobierno verdaderamente progresista debe estar dispuesto a que le odien los poderosos si con ello logra mejoras para las mayorías

En su famoso discurso de campaña en Madison Square Garden (1936), FDR proclamó sin ambages: “Tuvimos que luchar contra los viejos enemigos de la paz: los monopolios empresariales y financieros, la especulación, la banca insensible... Habían comenzado a considerar al gobierno como un mero apéndice de sus negocios. Ahora sabemos que ungobierno del dinero organizado es tan peligroso como un gobierno de la mafia organizada”. Aquella élite reaccionaria le declaró la guerra: Me odian de manera unánime, y yo doy la bienvenida a su odio”, remató Roosevelt. Esa frase –I welcome their hatred– condensa una lección crucial: un gobierno verdaderamente progresista debe estar dispuesto a que le odien los poderosos si con ello logra mejoras para las mayorías. FDR, con el New Deal, demostró que era posible acorralar a los lobbies empresariales (reguló Wall Street, desmanteló oligopolios eléctricos, fortaleció sindicatos) y reconstruir el contrato social. Gracias a esas políticas valientes, ganó un apoyo popular arrollador (reelegido 4 veces) y sacó a EE.UU. del pozo, reforzando la democracia frente a los extremismos de su época.

En la actualidad, muchos analistas señalan la ausencia de líderes de semejante calibre en la izquierda occidental. Sin embargo, la figura de Bernie Sanders destaca como heredera del espíritu del New Deal. Sanders, senador independiente en Estados Unidos, ha articulado en la última década un programa económico y social muy cercano al de Roosevelt, adaptado al siglo XXI. En su libro Nuestra Revolución. Un futuro en el que creer (Lola Books, 2019), expone una propuesta de socialismo democrático que retoma derechos básicos hoy erosionados por el neoliberalismo. Sanders defiende “una propuesta de socialismo democrático basada en la defensa de los derechos sociales, la sanidad universal, la gratuidad de las matrículas universitarias y un plan de trabajo garantizado a nivel federal”. Dicho de otro modo, aboga por un Estado que asegure vivienda, salud, educación y empleo digno para todos –financiado con impuestos a multimillonarios y corporaciones–, acabando con la codicia desmedida de las grandes empresas (tema que aborda en su libro Sobre la codicia de las grandes empresas y el declive de la clase media). Sanders ha llegado a proclamar, igual que FDR, que las élites económicas corruptas son sus adversarias directas, y “no hay que tenerles miedo, sino enfrentarlas”. Aunque el establishment de su propio partido (el Demócrata) frustró sus intentos de llegar a la presidencia, Bernie logró algo significativo: movilizar a millones con un mensaje anti-oligárquico y restaurar la fe en que otro modelo es posible. Su influencia se refleja en que ideas antes marginales en EE.UU. (sanidad pública universal, impuesto a la riqueza, universidad gratuita) ganaron apoyo mayoritario gracias a su campaña.

No se trata de esperar a un salvador carismático, sino de asumir un enfoque político distinto: anteponer sin titubeos los intereses populares a los privilegios de las élites

La izquierda española –y europea en general– haría bien en buscar su propio “Roosevelt” para el siglo XXI, una figura o un proyecto colectivo capaz de enfrentar a esos lobbies empresariales que han capturado el Estado y secuestrado el futuro de las nuevas generaciones. No se trata de esperar a un salvador carismático, sino de asumir un enfoque político distinto: anteponer sin titubeos los intereses populares a los privilegios de las élites, y explicarlo con valentía a la ciudadanía. Hace falta un liderazgo que diga, como Roosevelt, que la oligarquía debe ser expulsada de los centros de decisión; que no tema nombrar a los culpables de la precariedad (bancos, fondos, eléctricas, aseguradoras) y les ponga coto con leyes justas. Solo recuperando el control democrático sobre la economía –rompiendo la telaraña de influencias descrita por Villena– podrá la izquierda cumplir sus promesas materiales. Y solo así recobrará la confianza de la clase trabajadora, hoy tentada por la abstención o por cantos de sirena autoritarios.

En conclusión, las elecciones extremeñas lanzan un mensaje inequívoco al Gobierno de coalición: o se corrige el rumbo, o el desencanto seguirá engordando a la derecha. Corregir el rumbo implica aprender de la historia. Igual que Roosevelt supo canalizar la ira popular contra quienes la merecían (los poderosos egoístas) y no contra chivos expiatorios, la izquierda española debe afrontar su propia batalla contra las desigualdades y las cloacas económico-institucionales. No basta con gestionar lo existente; es hora de transformar. Si el liberalismo está en crisis, que lo esté por el impulso de un nuevo proyecto más democrático y solidario, y no por su reemplazo con variantes neofascistas. En Extremadura, muchos votantes de izquierda se quedaron en casa decepcionados: no vieron en el PSOE-SUMAR a ese potencial “Roosevelt” ibérico capaz de plantar cara al poder establecido. Solo Unidas por Extremadura, con una excelente candidata, pero sin altavoces mediáticos, mejoró y aumento de manera notoria el número de votos. Recuperarlos exige audacia y autocrítica. Las lecciones están servidas: limpiar la corrupción estructural, desarticular las redes oligárquicas, garantizar mejoras materiales en la vida cotidiana y tener el coraje de enfrentarse a quienes bloquean dichas mejoras. Solo así la izquierda podrá reenganchar a la ciudadanía y evitar que futuros “Extremaduras” caigan del lado oscuro. Como dijo Roosevelt en 1936, la verdadera prueba de un gobierno del pueblo es a quién provoca la ira: si los ricos y corporaciones odian a su gobierno, es señal de que está haciendo algo bien. Ha llegado el momento de que el Gobierno de coalición decida si quiere pasar a la historia acomodando a esas élites… o enfrentándolas por lealtad a su pueblo, tal como demanda la situación actual. Las urnas, como en Extremadura, no tardarán en dictar su veredicto.

Opinión
Puertas giratorias, saqueo del Estado y la culpabilización cínica al ciudadano
El núcleo del cáncer español no son solo los Montoro aislados, sino ciertos sectores económicos y sus satélites que, de manera sistemática y perfectamente organizada, succionan las arcas públicas.
Análisis
Neoconservadurismo, multipolaridad y la decadencia de las democracias occidentales
Occidente, en su obsesión por dominar, ha fracasado en su intento de moldear el mundo a su imagen, dejando tras de sí Estados fallidos, migraciones masivas y un Sur Global cada vez más resentido.
Cargando valoraciones...
Ver comentarios 2
Informar de un error
Es necesario tener cuenta y acceder a ella para poder hacer envíos. Regístrate. Entra na túa conta.
Cargando...
Cargando...
Comentarios 2

Para comentar en este artículo tienes que estar registrado. Si ya tienes una cuenta, inicia sesión. Si todavía no la tienes, puedes crear una aquí en dos minutos sin coste ni números de cuenta.

Si eres socio/a puedes comentar sin moderación previa y valorar comentarios. El resto de comentarios son moderados y aprobados por la Redacción de El Salto. Para comentar sin moderación, ¡suscríbete!

Cargando comentarios...