Análisis
Utopía inodora

La disponibilidad continua, ilimitada, de agua corriente durante las veinticuatro horas del día de cada uno de los trescientos sesenta y cinco días del año sin movernos del recinto de nuestro domicilio es una condición recientísima (y efímera) limitada por el nivel de bienestar de nuestro país y por nuestra situación de clase.
21 ago 2022 05:52

En Europa los verdaderos boletines de guerra no solo provienen de Ucrania, sino del frente climático. El gobierno francés ha tomado medidas drásticas respecto al uso del agua, prohibiendo regar el césped y lavar los coches en sesenta y dos de los ciento un departamentos del país, dado que más de cien municipios ya no disponen de agua potable. Las centrales nucleares del Ródano y el Garona han tenido que reducir su producción por la insuficiencia de los respectivos caudales para refrigerar sus reactores. En Italia, el gobierno ha declarado el estado de emergencia en cinco de las veinte regiones, mientras se descubren bombas de la Segunda Guerra Mundial en el lecho desecado de su mayor río, el Po. En Alemania, el caudal del Rin es tan escaso que los cargueros fluviales que recorren los mil kilómetros que separan Austria de Holanda han tenido que reducir su carga de 3.000 a 900 toneladas para no encallar, mientras se espera que el río sea pronto intransitable para el tráfico de mercancías. En Inglaterra, por primera vez desde que se tiene constancia, las fuentes del Támesis se han secado y el río está empezando a fluir ocho kilómetros más abajo. En España se han impuesto restricciones al consumo de agua en Cataluña, Galicia y Andalucía.

Se trata de señales de alarma del mundo que nos espera. Dentro de unos siglos, la idea del agua como un recurso abundante, cuyo uso era considerado un derecho universal, puede ser inimaginable. Circulará entonces la leyenda metropolitana de una mítica edad del agua en la que los seres humanos que habitaban el planeta tan solo unas pocas generaciones antes se duchaban todos los días y usaban agua potable para descargar sus propios residuos excrementales en los ríos; correrá la leyenda de que en esos tiempos remotos, que son los nuestros, el agua era un bien abundante, disponible para todos y, además, cosa realmente extraña, un derecho universal. Es también posible que muchos, más perspicaces y realistas, se muestren escépticos ante semejantes mitos, que recurrentemente siempre aparecen para embellecer el pasado.

La llegada del agua ha creado una utopía y ha sido promovida por esta misma utopía consistente, antes y ahora, en la existencia de una sociedad, de una ciudad y de una humanidad inodoras

Todo el mundo habla sin parar del calentamiento global y del derretimiento de los glaciares, sobre todo en un verano tan tórrido como el actual, pero nadie hace el esfuerzo de imaginar como será la vida cuando la temperatura global haya subido dos, tres o más grados y cuando las enormes masas de hielo actuales se hayan disuelto (por no hablar de los efectos de la fusión de los casquetes polares). Es fácil olvidar que incluso en el llamado mundo avanzado, el agua corriente doméstica –esto es, destinada al aseo, la cocina, la higiene personal, el lavado de la ropa y la limpieza de la vajilla– es un fenómeno muy reciente y efímero, que data de menos de hace un siglo. En 1940 el 45 por 100 de los hogares estadounidenses carecían de un sistema de agua completo. En 1950 sólo el 44 por 100 de los hogares italianos disponía de una instalación de agua potable interior o exterior, reduciéndose el porcentaje al 32,1 por 100 en el sur del país. En 1954 sólo el 58 por 100 de las viviendas francesas disponía de agua corriente y sólo el 26 por 100 tenía inodoro en casa. En 1967 el 25 por 100 de los hogares de Inglaterra y Gales seguía careciendo de bañera o ducha, retrete interior, fregadero y grifos de agua caliente y fría. En Rumanía, el 36 por 100 de la población carecía de un retrete con cisterna sólo para su hogar en 2012, cifra que se ha reducido al 22 por 100 en 2021.

La disponibilidad de agua corriente doméstica varía en función de la riqueza individual y de los recursos de la nación respectiva. Mientras que en Europa Occidental y Estados Unidos el número de hogares con cuarto de baño equipado con agua corriente supera actualmente el 99 por 100, en varios países africanos el porcentaje se sitúa entre el 1 y el 4 por 100: Etiopía, el 1,76 por 100; Burkina Faso, el 1,87 por 100; Burundi, el 2,32 por 100; Uganda, el 2,37 por 100; Chad, el 2,50 por 100; Níger, el 2,76 por 100; Madagascar, el 2,83 por 100; Mozambique, el 2,87 por 100; Malí, el 3,71 por 100; Ruanda, el 3,99 por 100; Congo, el 4,17 por 100. En estos países, el cuarto de baño es un marcador de la condición de clase; en Etiopía, menos de uno de cada cincuenta y seis hogares dispone del mismo. Los datos también contienen algunas sorpresas: hay más cuartos de baño en Bangladesh (35 por 100) que en Moldavia (29 por 100), India está en la misma situación que Sudáfrica (44 por 100 frente al 45 por 100) y justo por delante de Azerbaiyán (40 por 100). Oriente Próximo presenta tasas muy elevadas. Mientras que en Bagdad el porcentaje de viviendas con cuarto de baño dotados de agua corriente es del 94,8 por 100, en el centro de Kabul es del 26 por 100 y en el conjunto de Afganistán del 13,7 por 100. La disponibilidad continua, ilimitada, de agua corriente durante las veinticuatro horas del día de cada uno de los trescientos sesenta y cinco días del año sin movernos del recinto de nuestro domicilio es, por lo tanto, una condición recientísima (y efímera) limitada por el nivel de bienestar de nuestro país y por nuestra situación de clase. Esta disponibilidad continua de agua es, pues, tanto más reciente cuanto menor es el nivel de bienestar nacional y más baja nuestra posición de clase en la escala social de nuestro país.

Es posible, por consiguiente, trazar la historia social y geopolítica del agua corriente. Su accesibilidad generalizada fue el resultado de dos factores principales: 1) la revolución industrial, que proporcionó las tuberías y las plantas de purificación necesarias para esta colosal empresa planetaria; y 2) la urbanización, pues es simplemente obvio que llevar agua corriente a casas aisladas situadas en zonas rurales es mucho más caro y complejo que hacerlo a centros urbanos densamente poblados. La urbanización fue estimulada por la revolución industrial y, a su vez, por la disponibilidad de agua corriente para los ciudadanos migrantes recién llegados a las ciudades. El servicio de agua corriente presente en cada casa supone, pues, el dato más peculiar y significativo de nuestra civilización. La llegada del agua ha creado una utopía y ha sido promovida por esta misma utopía consistente, antes y ahora, en la existencia de una sociedad, de una ciudad y de una humanidad inodoras. Ello no habría sido posible sin la difusión del agua corriente, pero esta se vio acelerada por el creciente deseo de desodorizar el hábitat humano. En el siglo XXI ya no percibimos los olores como lo hacían nuestros antepasados.

En The Foul and the Fragrant (1988) Alain Corbin se pregunta: “¿Cuál es el sentido de esta vigilancia más refinada del olfato? ¿Qué ha producido la misteriosa y alarmante estrategia de desodorización de todo lo que ofende a nuestro silenciado entorno olfativo? ¿En qué etapas se ha producido esta profunda transformación antropológica?”. Una respuesta incisiva la ofrece Ivan Illich en su brillante librito H2O and the Waters of Forgetfulness (1986), que nos recuerda que no fue hasta los últimos años del reinado de Luis XIV, cuando se aprobó un decreto que ordenaba la retirada semanal de las heces de los pasillos de Versalles. En 1772 no existía una sola letrina individual en el Palacio Real de Madrid. Fue en esta época cuando se inició el proyecto de higienizar la ciudad.

Antes de la Segunda Guerra Mundial bañarse una vez a la semana se consideraba una paranoia higienista. Sólo con la producción en masa de la lavadora doméstica, la limpieza de la ropa se hizo más frecuente

El sentido del olfato –escribe Illich– era el único medio para identificar las exhalaciones de la ciudad. Los osmólogos (estudiosos de los olores) recogían los “aires” y los materiales olorosos en frascos bien tapados y los comparaban abriéndolos posteriormente, como si se tratara de vinos añejos. Durante la segunda parte del siglo XVIII se publicó una docena de tratados centrados en los olores de París [...]. A finales de siglo, esta vanguardia de ideólogos de los desodorantes hace que cambien las actitudes sociales hacia los desechos corporales [...]. A mediados de siglo defecar se convierte, por primera vez en la historia, en una actividad específica de cada sexo [...]. A finales del mismo, María Antonieta hace instalar una puerta para que su defecación sea privada. El acto se convierte en una función íntima […]. Se descubre que no sólo los excrementos, sino también el propio cuerpo emana malos olores. La ropa interior, que hasta entonces había servido para mantenerse caliente o atractivo, empezó a relacionarse con la eliminación del sudor. Las clases altas empezaron a utilizarla y a lavarla con más frecuencia, mientras en Francia se ponía de moda el bidé. Las sábanas y su lavado regular adquirieron una nueva importancia y dormir en la propia cama entre sábanas se cargó de significado moral y médico [...]. El 15 de noviembre de 1793, la Convención revolucionaria declaró solemnemente el derecho de cada hombre a su propia cama como parte de los derechos del hombre.

Ser inodoro se convirtió así en un símbolo de estatus:

oler se convirtió en un atributo de clase. Los expertos médicos observaron que los pobres son los que huelen con especial intensidad y, además, no notan su propio olor. Los oficiales y misioneros coloniales volvieron a casa con informes que señalaban que los salvajes olían de forma diferente a los europeos. Los samoyedos, los negros y los hotentotes podían reconocerse por su olor racial, que no cambiaba ni con la dieta ni con un lavado más cuidadoso.

Naturalmente, este mito era una profecía autocumplida en la medida en que a los pueblos colonizados se les negó el agua corriente, el jabón y los cuartos de baño dotados de ella. También las clases peligrosas, esto es, las clases subalternas y proletarias, empezaron a oler mal y a provocar repulsión. “Poco a poco”, continúa Illich,

la educación ha moldeado el nuevo sentido del individualismo limpio. El nuevo individuo se siente obligado a vivir en un espacio sin atributos y espera que todos los demás se mantengan dentro de los límites de su propia piel. Aprende a avergonzarse cuando se nota su aura. Se avergüenza al pensar que su origen puede ser olido y le da asco que los demás huelan. La vergüenza de que le huelan, el bochorno de proceder de un entorno maloliente y una nueva propensión a ofenderse por el olor, todo ello sitúa al ciudadano en un nuevo tipo de espacio.

La realización de este ideal de neutralidad olfativa requería cada vez de más agua. Antes de la Segunda Guerra Mundial bañarse una vez a la semana se consideraba una paranoia higienista. Sólo con la producción en masa de la lavadora doméstica, la limpieza de la ropa se hizo más frecuente. Recuerdo el Londres de la década de 1970: en el metro, los empleados de la City se reconocían por sus puños y cuellos desmontables; los primeros se cambiaban con regularidad, pero los segundos estaban grisáceos tras una semana de uso ininterrumpido. Las familias que nos alojaban nos pedían que introdujéramos monedas en un contador especial de agua caliente: el desayuno estaba incluido en el precio, la ducha no.

Ahora, sin embargo, la utopía de una humanidad carente de olor ha conquistado gran parte del planeta. Paradójicamente, como ocurre con muchos aspectos de la modernidad, en el momento en que adquirimos los medios para alcanzar un determinado objetivo, perdemos su condición habilitadora (es decir, la disponibilidad abundante e ilimitada de agua). Un planeta cada vez más poblado y que se calienta a gran velocidad volverá probablemente a un estado en el que el agua será escasa y disputada. Este futuro puede estar marcado no obstante por una importante diferencia cultural. Mientras que en el pasado el agua era escasa para una humanidad capaz de vivir felizmente con los olores, ahora será escasa para una que considera insufribles los propios, por no hablar de los de los demás.

Recuerdo que en su momento me llamó poderosamente la atención el extraordinario éxito de la miniserie dramática producida para la televisión canadiense H2O (2004), cuyo tráiler anunciaba:

Un primer ministro muerto. Un país en estado de agitación. Una batalla por el recurso más preciado de Canadá: el agua. En vísperas de unas tensas discusiones con el secretario de Estado estadounidense, el primer ministro Matthew McLaughlin muere en un accidente. Su hijo, Tom McLaughlin, regresa a Canadá para asistir al funeral de su padre, donde pronuncia un panegírico que conmueve a la ciudadanía y lo impulsa a entrar en política y, finalmente, a ocupar el puesto de primer ministro. Sin embargo, la investigación de la muerte de su padre revela que no fue un accidente, planteando la posibilidad de que se haya tratado de un asesinato. El rastreo de las pruebas desencadena una serie de acontecimientos que descubren una impactante trama creada para vender uno de los recursos más valiosos de Canadá: el agua.

Como señaló James Salzman en su libro Drinking Water: A History (2012), este anunció omitía, sin embargo, “la parte más emocionante de la serie en la que las tropas estadounidenses invaden Canadá para saquear su oferta de agua”. ¡Una guerra entre Estados Unidos y Canadá por el agua! Hasta ahora, este tipo de conflictos parecían reservados a las zonas semidesérticas de Oriente Próximo (piénsese en los escritos de Eyal Weizman sobre el uso del agua por parte de los israelíes para vigilar y castigar a los palestinos) o a la tórrida África (como atestigua el conflicto latente entre Egipto, Sudán y Etiopía por la presa del Gran Renacimiento Etíope construida en el Nilo Azul). Pero con la posible desertización de la llanura central europea, la guerra por el agua se convertirá en una perspectiva real, incluso en regiones antaño famosas por su alta pluviosidad y sus infraestructuras hídricas. Los ciudadanos de los “países ricos”, de las “naciones industrializadas”, de las “potencias más desarrolladas”, lucharemos por apestar menos.

Sidecar
Artículo original: Odourless Utopia publicado por Sidecar, el blog de la New Left Review, traducido con permiso por El Salto. Ver más: Nancy Fraser,  ‘Climates of Capital’, NLR 127.

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