Casa La Sauceda
Imagen del archivo de la Casa de la Memoria de La Sauceda.

Los ojos de Salvadora. Memorias y amnesias familiares a 50 años de la muerte de Franco

Descubrí que, a Jacinto, el abuelo de Ana, lo habían asesinado un grupo de conocidos de la comarca engalanados con la camisa de la Falange. Eso sí, no fue en guerra alguna, porque en Andalucía, como en Extremadura, no hubo guerra, sino represión fascista, masacres, bombardeos, violaciones y torturas.
23 nov 2025 05:00

A Salvadora Rodríguez Gil

A quienes se dejaron la piel levantando la Casa de la Memoria La Sauceda

En el sueño, el hijo de Salvadora me miraba sonriente, como siempre me miró, con aquellos ojos llorosos que marcaron mi vida para siempre, obligándome a poner en lo más alto de la cúspide a las personas tiernas. Me abracé a él llorando esmorecido, oliendo el perfume de La Sauceda. La fuerza del llanto me hizo despertar. Contento, roto y despierto, seguí siendo lágrimas un buen rato, agradecido por haber tenido la oportunidad de abrazarle una vez más, después de 20 años de su abrupta muerte. Alegre y quebrado por haber vuelto a ser, después de tantos años, aquel pequeño enamorado del padre de Ana que protestaba cuando tocaba abandonar su regazo. Mucho después, descubrí que, cuando se despedía de mí desde la ventana de aquel sexto piso en Jerez de la Frontera, él también lloraba.

“Es que al padre del abuelo lo mataron en la guerra”, me dijeron un día, siendo todavía tan pequeño que, sentado en el sofá, mis pies no llegaban a posarse sobre el suelo del salón. El hijo de Jacinto, tan alto, tan elegante, estaba a mi vera compungido, mirando al horizonte. Yo le miré y acto seguido miré al suelo. Quedé preocupado, pero no pude articular palabra. En mi adolescencia, quebrada por múltiples vías —el doloroso abandono de Jerez, la emigración a Madrid, las hondas roturas familiares, las dificultades económicas, los interrogantes identitarios— los diálogos con Diego eran, sobre todo, alegría y risa. Diego era, todo él, como el nido que el polluelo arrecío que fui anhelaba. Cuando él y mi abuela aparecían en escena, mi desazón vital disminuía espontáneamente. Siendo ya un adulto, mis preguntas florecieron, pero él ya no estaba a nuestro lado para ponerlas al sol y regarlas. Descubrí que, a Jacinto, el abuelo de Ana, lo habían asesinado un grupo de conocidos de la comarca engalanados con la camisa de la Falange. Eso sí, no fue en guerra alguna, porque en Andalucía, como en Extremadura, no hubo guerra, sino represión fascista, masacres, bombardeos, violaciones y torturas contra civiles ejecutadas por los aliados españoles de Mussolini y Hitler; y ante todo ello resistencia de parte de la población.

Nunca vi una imagen del primer marido de Salvadora, pero llevo imaginándole tanto tiempo que casi puedo divisar su silueta entrando en aquella casa, a los pies de la ermita de La Sauceda. Casi puedo verle girarse y buscarme con la mirada para decirme: “¿qué te duele, alma mía?”. Alma mía, como dicen en Cortes. A lo que yo respondo entre sollozos “tú, abuelo. Me dueles tú”. Cada año, bajo a La Sauceda. Atravieso los puentecitos que dirigen a la Laguna del Moral. Camino entre los restos del poblado escuchando las risas de los niños que se salvaron de los bombardeos, que se salvaron de las matanzas y torturas ordenadas por el alférez José Robles en el Cortijo del Marrufo. Entro en algunas de las chozas rehabilitadas. No sé cuál de ellos era la de Salvadora y Jacinto. El hogar en el que nacieron y se criaron Diego y Luis, en el que fue concebido Francisco, destruido, junto a todo el pueblo, el 1 de noviembre del 36. Asesinado Jacinto, Salvadora Rodríguez cogió de las manos a Diego y a Luis y, con Francisco en el vientre, caminó para seguir en pie.

La memoria, la amnesia y el sueño de los descendientes

Empeñada en explorar el origen familiar de algunos de nuestros fantasmas, mi madre sugirió el camino. ¿Cómo debió ser para Salvadora y sus hijos tener que asistir enmudecidos en Cortes de la Frontera a los célebres desfiles de la Falange? Los fascistas que asesinaron a Jacinto y destruyeron su pueblecito. Ella no pudo hablar, pero ¿qué guardaron sus ojos? Su retina lo presenció y guardó todo, también la impotencia. Décadas de miedo, sospecha, persecución y viles señalamientos institucionalizados como terrorismo de Estado. Y aquí estamos hoy, nietos y bisnietos. Sobrinas. Yernos. Incluso hijos e hijas, que ya rondan el siglo. ¿Acaso alguien puede dudar sobre el profundo impacto que hechos como estos siguen teniendo hoy en el territorio de las más de 6.000 fosas, en cientos de miles de familias que han tenido que callar durante décadas? A responder tales preguntas nos ayudó Clara Valverde con su necesario Desenterrar las palabras: Transmisión generacional del trauma de la violencia política del siglo XX en el Estado español, publicado en 2014.

Esto no va tan sólo de recordar penas del pasado. Va de comprender quiénes somos y cuál es el origen de nuestros males: la amnesia

En el funeral de mi abuela, el hijo y nieto de otros represaliados por el franquismo, se acerca a mí. Tímidamente, me cuenta sus penas. Acto seguido, me advierte “hay que dejar eso en el pasado”. No, amigo mío. Yo lo que hago es intentar curar las heridas que tú escondes. Ponerlas a la luz. Para que tu árbol y el mío acojan la luz del sol. Esto no va tan sólo de recordar penas del pasado. Va de comprender quiénes somos y cuál es el origen de nuestros males: la amnesia. La amnesia, como la memoria, se traducen en el presente de forma prístina. La amnesia, como la memoria, informan nuestras prácticas aquí y ahora. Precisamente porque la memoria es imprescindible, cuando esta es demasiado endeble la estrategia revisionista fundamenta parte importante de su giro reaccionario, en sociedades que han experimentado la empresa colonial, imperial y fascista, en la tergiversación calculada de la historia. Por eso, por mucho que, desde determinados postulados academicistas cueste aceptarlo, la ligazón entre historia y memoria seguirá siendo ineludible. Y por eso, hoy, estoy escribiendo esto para que lo leas tú, para que lo lean nuestras familias. Para que recuerden.

En mis sueños, Jacinto Garcés Lozano y Salvadora Rodríguez Gil saludan a los hermanos Antonio y Andrés Barreno Pérez, de camino a la asamblea del Comité de La Sauceda. Se encuentran con Manuel Domínguez Pérez y Roque Fernández Gutiérrez en la ermita para recoger los alimentos que distribuirán entre los vecinos y las familias de refugiados que siguen llegando desde toda la comarca. Dejan a Diego y a Luis al cuidado de Domingo Herrera Rojas junto al horno comunitario. Cerca, Catalina Ramos García lee a Manuel Pérez Mena las cartas que Francisco Pérez Fernández le acercó a Jacinto para que las entregara a sus destinatarios en La Sauceda. Pedro Márquez Calvente recoge algunas escopetas de caza que le entrega José Álvarez Pazos, del Comité del Marrufo, cuyas tierras han sido colectivizadas por los jornaleros una vez estalla la sublevación fascista. Francisco Domínguez Ramos reparte pan y aceite para los niños y los ancianos. Pedro Rodríguez Rodríguez, presidente del Comité de La Sauceda, releva a Manuela Cabrera Sevilla en el puesto de vigilancia de Puerto de Gáliz. Manuel Domínguez Pérez vuelve a difundir a viva voz el reglamento de La Sociedad de Trabajadores de la Tierra de La Sauceda, perteneciente al Centro Socialista Obrero de Cortes. Antonio González Ríos y Pedro Márquez Calvente se afilian en el momento, ilusionados. (Todos los nombres pertenecen a los restos de personas represaliadas en La Sauceda y en el Marrufo, identificadas gracias a las pruebas de ADN en el año 2012. Actualmente, están sepultadas y dignificadas en el Mausoleo de La Sauceda, Panteón de la Memoria.)

“Los facciosos tuvieron que movilizar 6.000 hombres, apoyados por tanques y aviación para tomar el lugarejo de la serranía de Ronda”, reza sobre la resistencia opuesta por los vecinos y vecinas de La Sauceda ante el ataque de las tropas sublevadas de Franco el titular del periódico Nosotros, de la Federación Anarquista Ibérica un 15 de diciembre de 1937 (dato recogido en el libro Las fosas comunes del Marrufo. Vida republicana y represión franquista en el valle de La Sauceda). La Sauceda es hoy un área dedicada al turismo rural. No queda rastro del pueblo que fue. Miles de personas la visitan cada año para hacer senderismo sin saber lo que allí ocurrió. A 50 años de la muerte de Franco, quizá algo crucial de la atmósfera robada de aquella casa familiar siguió vivo en mí, a través de la semilla regada por mi abuelo Diego, hijo mayor de Jacinto y Salvadora. En el vínculo de amor que nos sigue uniendo, después de veinticuatro años desde su marcha. En su darme la mano para sostenerme apareciendo todavía hoy en mis sueños, quizás la casa de mis bisabuelos, en La Sauceda, sigue siendo mucho más que parte de un hermoso enclave dedicado al turismo rural.

Quizás Jacinto, cuyos nobles huesos fueron recuperados por el Foro por la Memoria del Campo de Gibraltar y la Asociación de Familiares de Represaliados de La Sauceda y el Marrufo en el año 2012, sigue siendo, no sólo un jornalero, sino el cartero del poblado. Y quizás por eso vuelve, una y otra vez, para darme no un mensaje sino la memoria.

Por eso recuerdo. Por eso sueño. Cuando Ana, la bisnieta de Jacinto, nació y recibimos la llamada de mi madre desde el hospital, Diego se levantó rápidamente, cogió nervioso las llaves del coche y se puso a llorar. Yo también. Siempre imitaba a mi abuelo. Si él se despertaba temprano, yo quería despertarme temprano. Si él cenaba migas de pan con leche y azúcar, yo también. A él le gustaba el campo, a mí también. Y en aquella pequeña cocina de Jerez de la Frontera, mis abuelos se ponían contentos al comprobar que el niño quería ser como Diego. Querida Salvadora, vi tus ojos en las fotos de mi madre, pero los sentí en los besos de tu hijo. Quiero que sepas que lo que guardaste no se lo llevó el silencio. Está aquí, conmigo, con los que tenemos memoria. Todavía hoy, quiero ser como tu Diego. Sigo queriendo ser, como tú y Jacinto, otro hijo de La Sauceda. Allá donde estés, te canto, como Valeria Castro cantó a las decenas de miles de Salvadoras gracias a cuya fortaleza estamos hoy aquí “Ay, guerrera… Te llevaré en el alma la vida entera”.

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