Argentina
Federico Giuliani, el refugiado político de la Argentina de Milei que aterrizó en Martin Etxea
Federico Giuliani se mueve con naturalidad por los rincones húmedos del País Vasco. Tiene la mirada atenta, viste una chaqueta verde con el símbolo de ATE, la Asociación Trabajadores del Estado, y es de Córdoba, Argentina. Dice que está bien, aunque extraña a su familia. Desde hace un mes lleva adelante conversatorios y entrevistas; tiene la palabra justa y precisa, son años de militancia sindical. Habla midiendo su tono de voz: por un lado, siente la amenaza; por el otro, la responsabilidad de denunciar. En agosto de este año fue detenido, golpeado, incomunicado y trasladado a una cárcel de máxima seguridad sin explicación. Hoy repite que lo urgente no es su caso, sino lo que está ocurriendo en Argentina, donde la represión es sistemática.
Su historia no empieza en el País Vasco, sino en Córdoba. Una tarde del pasado mes de agosto, durante una movilización contra el hambre, la policía provincial desplegó un operativo que Giuliani leyó como parte de una larga continuidad represiva: desde el “Navarrazo” —el levantamiento policial de 1974 que anticipó métodos de la dictadura— hasta las prácticas heredadas del terrorismo de Estado. Ese día salió a la calle con la CTA, la Central de Trabajadores de la Argentina, una confederación sindical que agrupa a trabajadores formales e informales y que ha sido clave en la organización barrial y comunitaria en las últimas décadas. La movilización estaba encabezada por mujeres que gestionan comedores y sostienen redes de supervivencia en los barrios populares.
“Fuimos a la municipalidad a movilizarnos pacíficamente. Las mujeres fueron al frente; ellas son la primera línea en territorios donde avanza el narco y donde hay hambre. Marchamos con la CTA, una organización que me toca conducir, y justamente uno de mis trabajos es repartir alimentos en las zonas más vulneradas de Córdoba”, cuenta.
Para evitar que la violencia escalara, Federico y sus compañeros decidieron entregarse. Cuando intentaron esposarlo, le fracturaron el brazo y lo aislaron del resto
Esa tarde, Giuliani fue detenido, incomunicado y golpeado. “Queríamos hablar con los funcionarios a través de nuestro sindicato. Nos dejaron pasar a quince en total —entre ellos un periodista y un abogado— a una oficina, pero apenas entramos cerraron la puerta con llave y quedamos privados de nuestra libertad de forma ilegítima. Afuera se desató una represión violenta contra las compañeras que habían quedado en la calle”.
Para evitar que la violencia escalara, Federico y sus compañeros decidieron entregarse. Cuando intentaron esposarlo, le fracturaron el brazo y lo aislaron del resto. “Me llevaron a un hospital, me esposaron a la cama; no me dejaron ir al baño ni moverme. Pasé una noche horrible: además del dolor físico, sufrí una tortura psicológica constante. Había custodia policial y me decían que yo era peligroso, que era un negro de mierda, que era hijo de montonero, que me cuidara”.
Esa noche, no sintió miedo, pero sí una profunda incertidumbre. No sabía si iba a salir ni qué había pasado con sus compañeros. Le entregaron una hoja con varias acusaciones que no reconocía, pero la firmó para evitar más daño. Luego entendió que ese mecanismo era habitual en las detenciones arbitrarias de la provincia.
Sin embargo, el caso de Federico no se explica por decisiones arbitrarias o individuales de unos policías, sino por un sistema que criminaliza la pobreza, persigue la protesta social y sindical, y mantiene altos niveles de violencia, incluidos casos de gatillo fácil. “Se trata de una detención constante y al azar, muchas veces a jóvenes por usar una gorra con visera, por andar en una moto de 50 centímetros cúbicos, por portación de rostro. Esos casos, que son la mayoría, son los más vulnerables dentro de un sistema que está roto”, explica.
En Bouwer durmió entre ratas y cucarachas, en una celda de tres por uno y medio, con dos baños para ochenta internos. Dentro entendió que la solidaridad era lo único que podía salvarlo
Al día siguiente le dieron algo para desayunar y lo trasladaron al penal de Bouwer, una cárcel de máxima seguridad a 25 kilómetros de la capital provincial. Seguía sin saber qué había pasado con su organización; tampoco se había comunicado con su familia. Allí comenzó otro tramo de su detención en un sistema penitenciario que conocía de cerca: su padre había estado preso durante la dictadura militar por su militancia en Montoneros.
En Bouwer durmió entre ratas y cucarachas, en una celda de tres por uno y medio, con dos baños para ochenta internos. Dentro entendió que la solidaridad era lo único que podía salvarlo. Sus compañeros de celda fueron quienes lo alimentaron, le facilitaron un teléfono para avisar a su familia y lo protegieron de los abusos del Servicio Penitenciario. “Si no hubiera sido dirigente sindical, me habría pasado lo que les pasa al 60% de los jóvenes detenidos preventivamente en Córdoba: incomunicación, maltratos, invisibilidad. Hay un negocio carcelario enorme, un nivel de corrupción legitimado con mucho poder”, señala.
Federico pasó cuatro días en la cárcel. Su liberación fue un esfuerzo coordinado entre ATE, la CTA, abogados locales, medios de comunicación y organismos como el Centro de Estudios Legales y Sociales, que presionaron para que lo soltaran. “Ahí —dice— entendí que no hay héroes individuales, sino que son colectivos”.
Desde entonces, su caso forma parte de una red de denuncias internacionales sobre la situación en Argentina bajo el gobierno de Javier Milei, que sostiene un enfoque abiertamente represivo y criminalizador frente a la protesta social y sindical. Una protesta que también aumenta porque se ha intensificado el deterioro de las condiciones de vida de la clase media y baja: “Muchos trabajadores necesitan tres empleos para sobrevivir. Hoy se come salteado en una gran parte del país; si se almuerza, no se cena, y si se cena, no se almuerza. Niños y jubilados asisten a comedores; existe una propuesta de privatización de recursos naturales que amenaza con desguazar al Estado para favorecer corporaciones extranjeras, y hay un discurso oficial que niega violaciones cometidas durante la dictadura militar”.
Hace pocos días, el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas presentó un informe donde se destaca la violencia policial en las calles y las violaciones sistemáticas a los derechos humanos en el contexto de la protesta en Argentina. También se documentan agresiones a personas en situación de calle y malos tratos, y se destacan denuncias de violencia institucional que reproducen patrones del pasado.
Actualmente, Federico está alojado en Martin Etxea, un espacio de acogida con sede en Gallarta, Bizkaia, gestionado por Mundubat para personas migrantes y defensoras de derechos humanos. Comparte la casa con personas refugiadas de Colombia, Guatemala, El Salvador, el Sahara, el Rif, el Atlas, Marruecos y Palestina, quienes requieren protección internacional. Escucha historias parecidas a la suya y otras más extremas, de personas que manifiestan no poder volver a su país. El exilio, dice, “es ese punto donde las luchas se mezclan y se convierten en un idioma en común. Acá tendí puentes; veo solidaridad y generosidad. Las luchas se vuelven un idioma en común”.
La detención de Federico, el pasado 28 de agosto, no fue un episodio aislado. Él ya había recibido amenazas y tenía una causa abierta desde 2023, que sirvió como excusa para intensificar el hostigamiento por parte de la policía en Córdoba. Por eso insiste en que el problema no es individual, sino un modelo represivo que se consolida. El avance de políticas de ajuste y criminalización pone en tensión las redes históricas de defensa de derechos, pero también activa nuevas formas de solidaridad. “Lo que está en juego no es solo el presente argentino, sino la capacidad colectiva de mantener vivas las luchas que atraviesan toda la región y las protestas organizadas por sindicatos y las organizaciones barriales. Por eso es importante la solidaridad internacional que nos dieron”, concluye.
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