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Arte
En busca de Gerardo Lizarraga
“Mi postura es la de seguir pintando lo que me apetece, y ya saldrá lo que deba salir. Hay quien ya viejo encontró su camino, pero yo me siento joven y rebelde”, escribe el artista Gerardo Lizarraga en una carta a Miguel Luch, en 1949. Tras el documental Estrellado, una exposición retrospectiva en el Museo de Navarra nos devuelve ahora el ejemplo de creatividad y dignidad de Gerardo Lizarraga, artista republicano exiliado en México
No busquen su nombre en las clásicas monografías ni en los catálogos de arte vasco, no lo encontrarán. Más allá de alguna mención fugaz en artículos eruditos, Gerardo Lizarraga no existe, o no existía hasta hace bien poco. Solo gracias al cálido recuerdo atesorado por su familia y al tesón de Blanca Oria, periodista, documentalista y comisaria, podemos decir que ha renacido en la exposición Gerardo Lizarraga, artista en el exilio, en el Museo de Navarra. Poco antes, en 2019, lo pudimos ver también en su documental Estrellado.
Pero, ¿quién es este huidizo Gerardo Lizarraga recientemente recuperado? Nacido en Pamplona en 1905, formado en el taller de Javier Ciga y posteriormente en Madrid y París, tras pasar por la Barcelona vanguardista de la guerra civil, como convencido republicano, soportó la dura experiencia de los campos franceses de refugiados, hasta su liberación, y su exilio definitivo en México, donde falleció en 1982. Un periplo vital que lo convirtió en artista multifacético y versátil donde los haya: pintor, ilustrador, caricaturista, cartelista, muralista, escenógrafo, productor de cine y hasta actor ocasional. Un artista plástico de proteica vocación vanguardista, que transitó del surrealismo al poscubismo, y cuya carrera excéntrica tuvo por bandera una jubilosa y ecléctica creatividad.
De su trayectoria, en parte todavía por descubrir, llena de encargos alimenticios resueltos siempre con delicado oficio, cabe destacar los dibujos realizados en los campos franceses -el núcleo inédito de la exposición- que ahondan en una visión onírica y desgarrada, a la sombra de Los cantos de Maldoror. Una demostración de cómo el “surrealismo blando” no solo sirvió, como en Dalí, de vía de escape conformista, sino también de testimonio contra el horror de la guerra y el fascismo. No menos determinante fue su aportación al cine, truncada bruscamente por el final de la guerra civil, en el desaparecido musical surrealista Don do-re-mi-fa-sol-la-si-do, dirigido por José María Fogués, y en el proyecto inicial de La torre de los siete jorobados, la primera cinta del cine fantástico español que filmaría finalmente Edgar Neville.
Gerardo Lizarraga, artista de la supervivencia y, sobre todo, personaje atravesado por esas historias que parecen leyendas y que a menudo le hacen parecer un sosia de Jusep Torres Campalans, aquel artista fake inventado por Max Aub, otro creador exiliado en México. Ahí está la historia de cómo fue rescatado del confinamiento en un campo de refugiados, cuando su primera mujer, la pintora surrealista Remedios Varo, lo reconociera lápiz en ristre en un documental proyectado en un cine. O la de su participación como escenógrafo de una improbable Pamplona sanferminera recreada en la mejicana Morelia, en la película The Sun Also Rises (1957), basada en la novela de Hemingway y que filmara Henry King con Errol Flynn y Ava Gardner.
Lizarraga, artista y personaje quijotesco macerado en el exilio, lleno de potencialidades y singularidades, que representa a esa generación perdida pero no derrotada, y recuperada milagrosamente gracias al impulso restaurador de la memoria histórica. Hay cierta justicia poética en el hecho de que el Museo de Navarra se abra, no a los maestros locales que medraron (o malvivieron) a la sombra del régimen, sino a ese hijo pródigo, un exiliado hasta ahora desconocido que se injertó, como recordaba su hijo, el antropólogo Xabier Lizarraga, en el “país de los tucanes”, pero nunca olvidó su tierra.
En esta recuperación gozosamente surrealista, de artista estrellado a inopinada estrella del arte vasconavarro, no nos resistimos a señalar el papel que jugó la fraternal acogida de México para la vanguardia republicana, incluido el círculo surrealista en torno a Lizarraga, hasta convertirse en una segunda patria, como si les fuera devuelto con creces el favor que el guerrillero navarro Xabier Mina le prestó en la independencia de México. Y, siempre, el ejemplo de generosidad y dignidad de aquellos artistas e intelectuales republicanos que como Gerardo Lizarraga se comprometieron políticamente, a riesgo de la muerte y el olvido, con la libertad, el arte y la vida.
No lo busquen más entre la lista de los expatriados y los fantasmas, pues después de 10 años de la sorprendente indagación e impecable reconstrucción emprendida por Blanca Oria de una trayectoria tan malograda como ejemplar, Gerardo Lizarraga está de vuelta.