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Campo de cuidados
Casa

“Siempre olía bien, siempre había alegría, siempre había gente que iba, venía, o que estaba. Era un hogar común que fue demolido al tiempo de morir sus padres...”


29 abr 2022 07:00

Yo llevo una casa
que canta contigo
la misma canción.

Yo llevo una casa
de mano y abrigo
de agua y de sol.

Silvio Rodríguez.

El regalo del amigo invisible que Marcos le había dejado en la sede llevaba allí ya 3 meses. Ella siempre decía que iba a pasar a recogerlo, y de paso nos veía a todas. Pero luego no pasaba. El resfriado esta vez estaba durando mucho tiempo.

Marcos nos contó hace unas semanas, preocupado, que eran unos bombones, y que se iban a caducar. Nosotras confiábamos en que ella pasaría antes de que caducasen. Ella siempre ha estado conectada con todos aquellos objetos y seres vivos por los que circula el amor y la vulnerabilidad, y siempre los recoge y repara antes de que se desintegren. Sin embargo, en estas semanas, el amor que más le ocupaba era ese del que está hecha la melancolía, y el presente y sus circunstancias hacían raspones en su vulnerabilidad.

Ella siempre ha estado conectada con todos aquellos objetos y seres vivos por los que circula el amor y la vulnerabilidad, y siempre los recoge y repara antes de que se desintegren

Desde que la conocí me fascinó su capacidad para habitar y hacer habitable el presente, siempre con la compañía de todo su pasado y el pasado de su barrio, de su pueblo. Un equilibrio asombroso entre melancolía y esperanza. Cada vez que íbamos por la calle y se paraba con alguien, tendía un hilo a la otra persona, y los cabos que resultaban de dicha unión empezaban a serpentear y a dibujar formas preciosas que llegaban hasta todos los rincones de la historia en común que ambas personas tenían. Aunque no pareciese haberla en un principio, ella la encontraba. Siempre conseguía dibujar con esos hilos un hogar común con cualquier persona con la que entrase en relación.

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El sueño de Julia, una de las niñas de Peraleda de la Mata, en reflexiones de su madre, Elvira. Palabras para entender sus dibujos vandalizados con motivos ultraderechistas, quizás una guerra que se asoma... palabras para entender, en definitiva, el mundo en el que habita.

Siempre no. Casi siempre. Había veces que los demás no sentían esos hilos, y eso le dolía. Especialmente dentro del edificio en el que vivía. Un día llegaba de hacer la compra y entró en su portal con sudores fríos, agotada, preocupada. Afortunadamente se encontró a un vecino, y antes de nada le preguntó por su salud, por la de su familia… soltó con amor y dedicación su hilo y además le preguntó si tenía un termómetro de esos de dedo para ver si tenía fiebre. Él le dijo que “de esos no tenía porque fallan más que una escopeta de feria” y cerró la puerta. Sin preguntarle qué le pasaba, sin ofrecerle otro termómetro, ni un caldo caliente, ni un paño frío, ni una palabra suave… sin recoger el hilo, incluso quemando el cabo suelto.

Era un hogar común que fue demolido al tiempo de morir sus padres; ella se vio obligada a vender la casa familiar a una promotora de pisos

Se quedó abatida, y como pudo, siguió cruzando cada una de las tres puertas que había hasta llegar a su piso. “Como puede un piso ser una casa teniendo que pasar cuatro puertas para entrar”, nos decía. El edificio en el que estaba su piso, fue su casa. La casa de su familia. Allí sus padres tenían una panadería a la que iba todo el barrio. Nos contaba que tenía un portón grande, siempre abierto. Aquella panadería daba de comer a todo el barrio. Siempre olía bien, siempre había alegría, siempre había gente que iba, venía, o que estaba. Era un hogar común que fue demolido al tiempo de morir sus padres; ella se vio obligada a vender la casa familiar a una promotora de pisos. De todos esos pisos pudo quedarse con uno. Han pasado muchos años, y desde entonces ha ido trayendo a ese piso, o dejando que se queden, pedazos de la vida que pasó y que pasa. El piso se va llenando, llenando, y por más que se llena ella no llega a sentirse en casa. “Vale más una casa mala que un piso bueno”, oyó decir un día, y así nos lo contó. Su piso tiene unas ventanas enormes por las que mira pero no ve a nadie. Un patio interior abierto, pero con secadoras funcionando de noche que no le dejan dormir, y vecinos que salen a fumar pero no quieren conversar. Unas paredes muy bonitas pero tan finas que por ellas se escuchan conversaciones que luego ella busca en el descansillo pero no encuentra. “Los pisos son una cárcel”, nos dice. Entonces se va a pasar muchos días al chalet de una pariente muy querida que suele vivir fuera. Se lo cuida, cuida a sus animales, y trata de cuidarse ella; le gusta salir a la terraza y contemplar el paisaje que hay alrededor: las montañas, las parcelas, el campo… Sin embargo allí tampoco hay vecinos con los que conversar.

Por eso sale tanto a la calle a pasear, a hacer recados, a encontrarse con la gente. Por eso participa en tantas asociaciones, grupos… porque sólo concibe la vida para ser habitada y construida en común. Por eso construye hogares en cada paseo, en cada lugar al que va. Las paredes del suyo fueron demolidas, y lo que quiero que sepa es que el hogar es ella, y somos muchas, la mayoría, las que queremos entrar y quedarnos allí un rato a dibujar juntas nuestra historia, nuestros deseos, nuestro porvenir.

Ayer por fin volvió después de 3 meses. Se pasó a por los bombones justo a tiempo, hablamos de su largo resfriado. Mientras estábamos con ella nos llegó una comunicación desde la Consejería: por fin íbamos a cobrar los meses atrasados y nuestros puestos de trabajo se mantenían.

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