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Cine
Vicente Monroy: “El capitalismo es un ejercicio de destrucción de la curiosidad”
“Siempre me ha dado miedo la oscuridad”, confiesa Vicente Monroy (Toledo, 1989) en su último ensayo. Pero lejos de evitarla, ha decidido adentrarse en ella para descubrir sus secretos y su belleza. En Breve historia de la oscuridad (Anagrama, 2025), Monroy convierte la penumbra de las salas de cine en protagonista, tejiendo un relato fascinante que une sus dos grandes pasiones: el cine y la arquitectura.
Programador de la Cineteca de Madrid, colaborador de la Academia de Cine Español y autor del ensayo Contra la cinefilia (Clave Intelectual, 2020) y la novela Los Alpes marítimos (Lengua de Trapo, 2021), Monroy nos invita a explorar cómo la oscuridad ha moldeado nuestra experiencia cinematográfica. Desde las primeras salas de proyección hasta los modernos multicines, su libro es un homenaje a esos espacios donde la oscuridad no es solo un vacío, sino un refugio que permite conectar con las emociones más profundas.
En un mundo dominado por las pantallas individuales y el consumo solitario, Monroy reivindica la magia de las salas de cine como lugares de encuentro, donde la oscuridad compartida se convierte en un espacio de libertad, reflexión y comunidad. Un ensayo que ilumina, paradójicamente, desde la sombra.
El ensayo se me ha hecho corto, pero me ha parecido muy buena la mezcla entre el cine y la arquitectura que haces.
Es que este es un libro de arquitectura, yo creo que esto lo está leyendo mal la gente. No es sobre la experiencia de estar en el cine, sino un libro sobre la arquitectura de las salas de cine.
A mí esto siempre me ha fascinado porque me recuerda a la ópera de Bayreuth, y sobre todo a aquella obra total que pretendía llevar a cabo Wagner y que tú mencionas en el ensayo.
Pero eso es porque eres utopista, y el utopista siempre busca la obra de arte total.
Me gusta esa idea, pero también me pasa que he dudado mucho de ella, sobre todo porque siempre se ha comentado lo totalizadora que parece.
Yo creo que realmente la relectura de la figura de Wagner que se ha hecho posteriormente y a la luz de los fascismos del siglo XX ha perjudicado muchísimo a ese tipo de autores. Ahora mismo pienso en El libro de Mallarmé y lo que realmente buscaban era un cambio social con esa obra total.
En ella incluían todos los sentidos, en el fondo lo que esto quiere decir es que tiene la intención de incluir a toda la humanidad, fuera de capacidad de cambiar las cosas. Y ampliar con ello el horizonte.
O sea que, en realidad, esa intención de expansión también era humanista.
Sí, claro, era humanista, lo que pasa es que el humanismo también es un termino muy perjudicado por el siglo XX, ¿no? Bueno, es que todos los términos están perjudicados de alguna manera. No se puede utilizar ningún término limpio, habría que inventar un lenguaje nuevo. Sin embargo, creo que la obra total sigue teniendo mucho que decirnos, creo que es un proyecto abortado demasiado pronto. Creo que en el cine se ve muy bien: empezó con un carácter muy utópico en el principio y después se domesticó, se convirtió en un arte al servicio del imperialismo estadounidense, y también del imperialismo europeo mediante el cine de autor.
Y así, rápidamente, algo que iba a suponer una democratización y una transformación de la sociedad —porque era un arte para los analfabetos, porque no hacía falta saber leer, no hacía falta tener cultura— de pronto se convirtió en un arte al servicio del imperialismo.
Y esto lo estamos volviendo a ver con internet.
Con internet estamos volviendo a vivir la misma historia del cine, pero esta vez, casi como farsa. Se nos volvió a prometer la democratización de las relaciones y ahora mismo estamos viviendo la era de Tinder.
No había pensado esa analogía con internet, pero me parece muy interesante, sobre todo por lo que cuentas en el ensayo de cómo la sala de cine terminó siendo un espacio en el que la gente de cualquier estrato social compartía asientos, algo a priori con un grandísimo potencial democrático y eso ha cambiado mucho en estos momentos.
Sí, yo lo veo como esa historia truncada. Yo la verdad que vivo en una especie de pequeña utopía, porque trabajo programando un cine muy especial. La Cineteca no ofrece lo mismo que las demás salas, que por otra parte también pienso que están totalmente degradadas, porque el sistema industrial del cine y la distribución del cine y lo que pasa por los festivales es un poco trágico, pero yo tengo la posibilidad de programar otro tipo de cine. En ese sentido soy un privilegiado. Para mí, ir al cine es redescubrir a Sally Gutiérrez, que es una cineasta bastante desconocida pero que ha hecho una película en chabacano sobre la colonización española en Filipinas increíble. Y luego el privilegio de poder hablar con ella, por ejemplo, que es una persona valiente y que ha estado luchando por ejemplo con la guerrilla filipina. Esto no es lo mismo que ir al cine a ver la última de Pixar.
Lo que ocurre ahora es que nos damos cuenta de que probablemente hemos vendido un arte hermoso, que no sabíamos muy bien lo que era, al capital
En este sentido, uniendo cine e internet podríamos hablar del cine y el internet que se han sometido a las aplicaciones. Además, hay una nueva forma de hacer series y películas que si te fijas es tremenda, en muchas de ellas parece no existir la trama.
Yo creo que podemos ver muy bien esto en el cine porque pensábamos que el trasvase de espectadores no tenía implicaciones, pero ahora nos estamos dando cuenta de que hay consecuencias y estas son muy graves y muy visibles: la forma de grabar, las lentes que se utilizan, la manera de utilizar los colores, todo está adaptándose a un modelo en el que las películas están hechas para ser vistas en pantallas que suelen estar muy mal calibradas y móviles, lo que hace que el primer plano regrese después de un montón de décadas en las que se había denostado totalmente. Los diálogos tienen que ser más claros, puede haber menos experimentación con el sonido. Además, tienen que estar pensadas para que la fragmentación no las afecte y puedas verlas en el metro, por ejemplo. Lo que ocurre ahora es que nos damos cuenta de que probablemente hemos vendido un arte hermoso, que no sabíamos muy bien lo que era, al capital.
Las películas y las series tienen que ser más sencillas y los diálogos más claros para aumentar la literalidad de las películas. Hace unos días hubo una polémica en redes precisamente por la película Anora y cómo la gente estaba interpretándola de una manera bastante literal, donde no hay lugar para la sutileza.
A mí Anora me pareció terrible. De nuevo estamos viviendo en esa época de cine de autor que inventa gestos o unas maneras de mirar como recreación. Yo lo que veo es que todo el tiempo estamos viendo recreaciones, como Joker, que es una recreación de Taxi Driver, o luego vemos a este tipo que es un Cassavetes del Mercadona. Esto independientemente de los juicios morales sobre la película que ahí no me meto.
Si el cine pudo llegar a ser en algún momento dado una nueva manera de pensar, ahora estaríamos en el lado opuesto, al otro lado del viento, como diría Orson Welles
Sin embargo, en los últimos tiempos vemos mucho eso de los juicios morales sobre las películas.
Yo creo que uno de los problemas del cine contemporáneo es la falta de discurso que lo sostenga. El cine, tradicionalmente, se ha sostenido —como cualquier otro arte— por un discurso. No existen críticos que hagan crítica solida, con un discurso detrás o que sean capaces de reflexionar páginas sobre un plano, que es lo que debería hacerse, empezar por los pequeños detalles. Y es que cuando no prestamos atención a las imágenes, las imágenes se vuelven huérfanas, y cuando las imágenes están huérfanas, se contradicen y tienen una falta total de pensamiento. Si el cine pudo llegar a ser en algún momento dado una nueva manera de pensar, ahora estaríamos en el lado opuesto, al otro lado del viento, como diría Orson Welles.
Entonces tendríamos que volver a analizar las imágenes de nuevo, a prestarles más atención.
En los últimos años de la trayectoria de Godard, se dio cuenta de hasta qué punto el exceso de imágenes al que nos enfrentábamos estaba haciendo que las imágenes se emanciparan de los textos y del relato, y es curioso porque a sus últimas películas les puso títulos como Adiós al lenguaje, El libro de las imágenes e incluso Film socialismo que es unir una palabra como “socialismo” que es puramente teórica, que no se puede poner en imágenes, a la palabra “film”. Esa contradicción entre las imágenes y las palabras le interesó mucho en los últimos años.
Y yo creo que estoy un poco de acuerdo en aquello de volver a los relatos, sobre todo a los relatos largos, ahora no nos podemos fiar de las imágenes y necesitamos recuperar los relatos en los que se podrían apoyar esas imágenes. Pero es una tarea que debe pensar un periodista, una fotógrafa, o sea que debe pensar todo el mundo. Hay un exceso de imágenes claramente.
¿No sería este flujo de imágenes constante también en sí mismo un nuevo lenguaje?
Es difícil de decir. Por ponerte de ejemplo otra vez el cine, en un principio se tenía muy claro qué era. Y ahora se ha dispersado en un montón de fenómenos audiovisuales, así que no queda claro realmente el futuro de la imagen. Aunque esto también tiene una parte bonita, porque vivimos también un tiempo muy estimulante, te pongo de ejemplo cómo hemos visto por ejemplo en los últimos años la imagen de un agujero negro. Una imagen que pensábamos que no íbamos a ver. Es difícil saber dónde está el centro irradiador de las imágenes y por eso estamos perdidos, pero sí es cierto que estamos buscando un relato.
Y siempre estamos buscándolo, pero ahora mismo más que nunca, porque el capitalismo es un ejercicio de destrucción de la curiosidad y si tiene tanto poder sobre nosotros es porque anula nuestra capacidad de buscar cosas nuevas. Ser curioso ahora mismo es una opción radical y necesaria, hay que escapar del algoritmo y buscar.
Al final, el algoritmo no tiene cuerpo, nos da cosas deslavazadas porque no puede sentir ni pensar ni estar influido por los mismos mecanismos que nosotros con nuestro propio cuerpo.
Es curioso porque la cultura occidental desde el Renacimiento se ha empeñado en ser una cultura visual. Sin embargo, el cine es un arte táctil, Langois lo decía, y Godard también, eso de “prefiero perder los ojos a perder las manos”.
Yo creo que un problema de nuestra época precisamente es que hemos dejado de prescindir de lo táctil y de por ejemplo los botones, de las palancas, cambiándolos por unas pantallas llenas de suciedad. Y realmente es esa pantalla por la que nos comunicamos, pero por la que nos llegan un montón de imágenes mezcladas, sin jerarquía, y nos encontramos con las imágenes del genocidio Gaza al lado de memes de gatitos, o pornografía, o las imágenes de nuestros emails de trabajo.
Esta desaparición de las jerarquías es una desaparición también en el fondo del movimiento, de lo táctil. Las imágenes en este contexto pierden su valor, pero precisamente porque no saben ubicarse, nos llegan todas por el mismo canal. Es todo peligrosísimo.
Cada vez es más difícil concentrarse en las imágenes también, por su cantidad.
Yo por eso reivindico la sala de cine como lugar revolucionario, porque te exige adaptarte a un horario, desplazarte hasta la sala de cine, introducirte en la oscuridad —con la vergüenza de no poder utilizar el móvil durante dos horas— y ceder dos horas de tu tiempo. En definitiva, perder el tiempo. Eso es revolucionario hoy en día.

Cuando éramos más jóvenes defendíamos mucho aquello de poder descargarse películas en el ordenador y poder incluso ver pelis por el móvil, entre otras cosas porque nos permitía acceder a películas que no estaban dentro del circuito más mainstream o hacer frente a la escasez de cines en lugares.
Yo lo veo todo pirata. Ahora las nuevas generaciones no saben piratear, han perdido ese impulso anárquico de ir a buscar. Se han convertido en puros receptores, lo que te den las plataformas lo consumes y ya está. La cinefilia ha sido el arte de ir a buscar las películas.
La cinefilia era algo subterráneo, una cultura casi al margen.
El cine es el último coletazo de los flâneurs del siglo XIX, ir a la sala de cine formaba parte de la proyección. Y ahora eso mismo también lo hemos perdido, también, no le damos tiempo al cine.

Hay un momento en el libro que mencionas “la luz, que Platón asocia a la sabiduría, la verdad y la belleza, justifica los excesos de la razón que conducen a la deshumanización y al totalitarismo”.
Vivimos en unas sociedades completamente obsesionadas con la luz. La idea de la transparencia y la luz de la razón, pero ahora ha pasado el tiempo. La oscuridad es un principio social articulador tan importante como la claridad. Las salas de cine fueron muy importantes en el siglo XX precisamente porque eran los únicos espacios que se resistían a ser iluminados como los cuartos oscuros, donde yo descubrí mi sexualidad, las discotecas se resistían, y por eso creo que son importantes. En los cines, yo lo cuento en el ensayo, es donde he aprendido también a desear a los hombres.
Yo creo que la verdadera historia del cine es la historia de los espectadores, huyendo de nuestros problemas, tratando de descubrir mundos nuevos. No la de la industria. Por eso me gusta escribir sobre la historia del cine desde el contraplano, sobre las salas de cine, sobre la cinefilia, porque en este sentido la verdadera historia del cine está aún por contar.
Creo que esa oscuridad, como tú señalas en el ensayo, es muy liberadora por la intimidad que proporciona, no solo para el colectivo queer. En estas salas vamos a encontrarnos, a vernos.
Has utilizado una palabra muy bonita, “encontrarnos”, para definir lo que pasa en el cine, y me parece perfecta porque el cine es un lugar para el encuentro amoroso. Lo que nos ocurre ahora mismo es que somos conscientes de que nos están viendo todo el tiempo, entonces pensamos en nosotros mismos como imágenes, y en tanto imágenes tenemos que ser perfectos y en este espacio no se permite la catarsis de la oscuridad. Somos probablemente la primera sociedad en la historia de la humanidad que se ha desecho de la catarsis. La fiesta y el cine, que es también un espacio de catarsis, han hecho que sepa quién soy, unas partes de mí que sería incapaz de conocer sin ese espacio.
El cine era un arte que estaba destinado a crear memoria. Tú veías a Audrey Hepburn y la manera de fumar se introducía en tu cuerpo y la mantenías, aprendías a fumar con ella. Los reels, sin embargo, son un espacio para generar olvido
¿Cómo crees que estas imágenes manufacturadas en las plataformas nos afectan, o afectan a nuestra imaginación?
Las plataformas se aprovechan de que cada vez tenemos menos tiempo. Una vez que el capitalismo —y el imperialismo— ha conquistado por completo el espacio, ahora también están conquistando el tiempo. Es que nos están dejando sin nada. Además, estas imágenes nos distraen de las verdaderas imágenes emancipadoras.
Cuando scrolleamos o cuando estamos consumiendo —porque ahora decimos consumir— estamos cediendo nuestro tiempo al olvido. El cine era un arte que estaba destinado a crear memoria. Tú veías a Audrey Hepburn y la manera de fumar se introducía en tu cuerpo y la mantenías, aprendías a fumar con ella. Los reels, sin embargo, son un espacio para generar olvido, ¿de cuántos te acuerdas después de ver 200 al día?
¿Cuál es el espacio para el cine contemporáneo en esta coyuntura?
Se hace cine para los festivales, pero he de decir que creo que sigue existiendo el cine, pero es un cine en los márgenes. El cine debería servir para emanciparnos, deberíamos volver a sus orígenes, a ese momento en que los Lumière graban a los obreros saliendo de la fábrica.
Aun así, quiero pensar que este momento que estamos viviendo también es un espacio de posibilidades. Me voy a permitir citar al Che Guevara cuando dijo aquello de “no siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución. La revolución hay que hacerla siempre” y la revolución creo que puede ocurrir en cualquier momento en el arte, eso es lo bonito del espacio intersticial en el que se vive. Tengo la esperanza de que el cine siga siendo un espacio de resistencia.