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Derecho a la ciudad
La ciudad desde abajo
El autor reflexiona sobre el poder transformador de las luchas vecinales en lo urbano
Para nosotros en particular, que vivimos en tiempos despiadados, en tiempos de rivalidad y de competencia sin tregua, cuando la gente que nos rodea parece ocultarnos todas sus cartas y pocas personas parecen tener prisa alguna por ayudarnos, (...) la palabra ‘comunidad’ tiene un dulce sonido”
Zygmunt Bauman, Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil
Si existe una batalla vecinal que está siendo capaz de granjearse las simpatías de mucha gente en cada rincón de nuestro país por ser un ejemplo de perseverancia, dignidad y coraje, esa es la que están protagonizando las murcianas y murcianos que desde hace años y singularmente en los últimos meses están luchando para conseguir el soterramiento del tren y evitar la instalación de un muro de pantallas acústicas de cinco metros de alto que seccionaría drásticamente la ciudad. Criminalizadas por el poder político, ninguneadas por los grandes medios de comunicación, las multitudinarias movilizaciones de la Plataforma Pro-Soterramiento representan mucho más que un acto de resistencia contra una operación que, como en tantas otras ocasiones, nos muestra la otra cara de un progreso bajo cuya racionalidad burocrática lo que menos cuenta son las personas. Son a día de hoy uno de los rastros más visibles del germen democratizador que aún bulle en los barrios de nuestras ciudades y que el neoliberalismo rampante no ha sido todavía capaz de aniquilar. Esta es la razón por la que lo que se juega aquí nos incumbe a todos, ocurra a cientos de kilómetros de nuestras casas o en nuestro “patio trasero”, el motivo por el que esta lucha se incardina junto a otras que en diferentes partes del mundo se están librando en defensa del derecho a la ciudad.
No hay que irse demasiado lejos para encontrar numerosos ejemplos de luchas vecinales protagonizadas por personas anónimas que en los últimos años se han movilizado para denunciar decisiones (u omisiones) adoptadas desde arriba que consideraban como claramente injustas e inasumibles, desde el veterano movimiento del distrito de Hortaleza al no menos paradigmático del barrio da La Salut de Sant Feliu de Llobregat, hasta las “mujeres de Santa Adela” del Zaidín granadino pasando, cómo no, por el caso del barrio burgalés de Gamonal, por citar solo algunos casos. Pero el reciente estreno en nuestro país de un documental, Citizen Jane, en el que se narra la batalla que durante años mantuvieron los vecinos de Nueva York, singularizados en la activista Jane Jacobs, con el responsable del programa de renovación urbana de esta ciudad, Robert Moses, puede servirnos de utilidad para mirar este y otros conflictos que hoy se libran en el interior de nuestras ciudades desde una perspectiva más amplia. Para quien no la conozca habría que empezar recordando que Jane Jacobs fue la autora The Death and Life of Great American Cities, obra aparecida en 1961 (reeditada en español en 2011 por la editorial Capitán Swing) que pretendía ser, en palabras de la autora, “un ataque contra los principios y objetivos o fines que modelan la moderna y ortodoxa planeación y reordenación de las ciudades”. Considerado según The New York Times como “probablemente el libro más influyente en la historia de la planificación urbana”, la obra, verdadera enmienda a la totalidad a las implacables y megalomaníacas políticas de renovación urbanística características de la posguerra, apelaba a “cosas reales, a ciudades reales y a la vida real de las ciudades” anticipando las modernas teorías en torno al concepto de sostenibilidad urbana.
Basado en la observación de la vida en los barrios populares de grandes urbes como Nueva York, el libro suponía una denuncia radical de los efectos de la suburbanización auspiciada por los poderes públicos en connivencia con un capital privado que no estaba dispuesto a renunciar a los inmensos beneficios que podían derivarse de la explotación intensiva del suelo en un momento coincidente además con la expansión del automóvil como símbolo de época. Pronto advirtió Jacobs cómo esas barriadas de viviendas baratas que empezaban a aflorar en la periferia y a las que eran trasplantadas miles de personas desde los barrios humildes del centro se convertían “en los peores centros de delincuencia, vandalismo y desesperanza social general”, y cómo esas nuevas construcciones, “auténticas maravillas de monotonía y regimentación”, sellaban a cal y canto “las perspectivas de una vida ciudadana llena de vitalidad y dinamismo”.
Para Jacobs los planificadores como el todopoderoso Robert Moses y su pandilla de secuaces, políticos y empresarios, no estaban reordenando las ciudades, sino saqueándolas. Era el tiralíneas sin alma, la visión cartográfica, la ciudad vista desde arriba lo que denunciaba. Era el modernólatra Marinetti lanzando desde la Torre del Reloj miles de octavillas contra la Venecia “estenuata e sfatta da voluttà secolari”. Era Le Corbusier sobrevolando París fantaseando con que había enormes secciones de la ciudad que debían ser demolidas y sustituidas por rascacielos cruciformes. Esta visión tecnológica cuyo colofón en nuestro tiempo sería Google Maps, y que supone el triunfo, en palabras del filósofo Santiago Alba Rico, “de la perspectiva aérea sobre la perspectiva antropológica de la gravedad terrestre”, era contra la que la paseante Jacobs se rebelaba. Este modelo “cenital” en el que, siguiendo a Alba Rico, “el cuerpo, como medida de los límites éticos de la imaginación queda completamente superado y suprimido”, era el que encarnaba Robert Moses, quien con su escalpelo como sola igiene del mondo se proponía extirpar los tejidos cancerosos de una ciudad que dirigía, según su gran antagonista, “desde un refugio sin contaminar”.
En nombre de la así llamada por la prensa de la época “guerra contra los tugurios” se trataba de hacer borrón y cuenta nueva. “No se puede hacer tortilla sin romper los huevos”, afirmaría Moses, como un Barón Haussmann de la era fordista, al ser entrevistado en televisión. Esa concepción quirúrgica que apostaba por la zonificación —la creación de áreas comerciales, residenciales, industriales, recreativas independientes para lograr “más eficiencia y seguridad”, como rezaba un anuncio de General Motors con motivo de la Exposición Universal de 1939—, no solo suponía reorganizar el espacio sino que traía aparejada una drástica alteración y a menudo liquidación de las relaciones sociales, tal y como demostró la construcción de la Cross Bronx Extressway, vía que arrasó el corazón del Bronx levantando un muro que dividiría el distrito en dos hemisferios desarticulando toda la comunidad.
Los viejos barrios abigarrados y bullentes fueron de este modo destruidos a través de expropiaciones masivas y esa ciudad para los vehículos —resumida en el mandamiento “Dejarás circular”, pero que por supuesto no eliminó los atascos—, que se extendió por todo el país —al modo en que en la actualidad lo hace por China: “Moses más esteroides”, en palabras de Saskia Sassen— terminó creando islas insalubres en su periferia, concentrando la pobreza en barrios inhóspitos habitados por los elementos más vulnerables de la sociedad, en su mayoría comunidades negras que fueron de este modo invitadas a excavar cada día un poco más esa espiral de expulsión, marginación, resentimiento y autodesprecio fruto del desarraigo y de la falta de implicación emocional con unos barrios que eran percibidos como una especie de campos de concentración. Encarnando en definitiva la versión distópica de la Ville Radieuse del arquitecto suizo.
Jacobs vs. Moses
Oponerse a este devastador y muy lucrativo ejercicio de cirugía urbana suponía asumir un cuestionamiento radical, tanto más subversivo e inspirador cuando quien lo esgrimía era una mujer, una mujer que ni siquiera provenía de la academia, sino que había basado toda su investigación en la observación directa de una realidad más vivida que cuantificada. Para Jacobs no se trataba de una lucha abstracta o teórica. Sino de una batalla que tuvo que librar también a pie de calle cuando, urgida por las circunstancias, la escritora, ralentizando su tarea intelectual, hubo de convertirse en activista. El primer round tuvo lugar en 1954, cuando Robert Moses proyectó unir la 5ª Avenida a través del parque de Washington Square hasta llegar a West Broadway. Figuras como Eleanor Roosevelt, Margaret Mead o Susan Sontag dieron su público apoyo a la causa liderada por esa estrafalaria “ama de casa” aficionada a la arquitectura, que había osado desafiar el poder de esas nuevas aristocracias urbanas, pero fue sobre todo el empuje popular (ese “grupito de madres” como intentó caricaturizarlas Moses con efectos claramente contraproducentes para sus intereses) el que consiguió paralizar un proyecto que condenaba a muerte a un espacio público célebre por su dinamismo y diversidad. Poco tiempo después, publicado ya el libro que la haría mundialmente famosa, fue su propio barrio, el que había erigido en paradigma de comunidad heterogénea e integrada, el West Village, el que se vio amenazado por uno de esos temibles planes de renovación urbana. Una vez más, los ciudadanos, con Jacobs a la cabeza, tuvieron que emplearse a fondo para frustrar los planes del todopoderoso comisionado de vivienda y tras numerosos actos públicos, campañas de agitación y de llevar al propio ayuntamiento a los tribunales consiguieron que el proyecto fuese devuelto al cajón. Y finalmente, fue en el Bajo Manhattan donde aquella obstinada mujer libró su última gran batalla en la ciudad a la que había recalado con 18 años desde su Scranton natal, y a la que tanto había amado, antes de emigrar a Toronto para evitar que sus hijos fuesen reclutados para la guerra de Vietnam. El SoHo no sería lo que hoy conocemos de haber prosperado los planes del Consistorio, pero la movilización de los vecinos consiguió de nuevo frenar la faraónica construcción de aquella autovía elevada de ocho carriles que prometía sobre el papel llevar a Nueva York a la modernidad. Ya sabemos cuál. De nuevo el papel jugado por Jacobs volvió a ser decisivo y los políticos de la ciudad no pudieron resistir la presión popular, especialmente después de que esta fuese arrestada y acusada de forma desproporcionada de desórdenes públicos.
Frente a la incipiente y abrasiva ciudad neoliberal, Jacobs fue una defensora de una ciudad a escala humana. Fue la suya también una apuesta en muchos sentidos feminista. No debe sorprender así, dada la especial atención que dedicó al valor social de las aceras, al comercio de proximidad, a la seguridad y a los cuidados, que fueran mujeres quienes protagonizaron singularmente la defensa de esos frágiles ecosistemas amenazados, ni que entre el coro de voces irritadas que se revolvieron contra ella no solo figuraran los grandes prebostes de la ciudad, sino incluso críticos tan reputados como Lewis Mumford, quien puso al artículo dedicado a Muerte y vida de las grandes ciudades en The New Yorker el elocuente título de “Los remedios caseros de mamá Jacobs”.
Desde luego es innegable que algunos de sus planteamientos pueden resultarnos algo naif. Su visión idealizada de las comunidades locales obvia las relaciones de poder, a veces opresivas, que pueden darse en el seno de estos grupos. Sin embargo, pese a las posibles simplificaciones, pese a incurrir en esa “idolatría del barrio orgánico como espacio espontáneo de asociación”, como observara Ernesto Castro en su reseña del libro recabando los reparos puestos por Sennett, el hecho es que los acontecimientos terminarían dando sólidos argumentos en favor de sus tesis, como lo demuestra el que mientras muchas de aquellas interminables hileras de bloques que proliferaron en Nueva York, Washington, Detroit, Boston, Baltimore... —a los seguidores de la serie The Wire no les costará reconocer esas degradadas geografías urbanas— eran demolidas décadas más tarde constatando el fracaso del modelo, muchas de sus recomendaciones (en torno a la necesidad de crear manzanas pequeñas y densamente pobladas, promover la mezcla de edificios nuevos y viejos, favorecer los usos mixtos, dotarse de espacios públicos accesibles y porosos, priorizar la rehabilitación sobre la construcción...) gozan en la actualidad de plena vigencia y se encuentran en el centro de todas las reivindicaciones en defensa del espacio público.
Frente a la “ciudad caótica, delimitada por barreras, límites y segregaciones sin fundamento”, toca oponer, como escribe el arquitecto Carlos Hernández Pezzi en su más reciente ensayo (Alternativas a la ciudad caótica), esa “ciudad permeable, abierta y dispuesta a gobernarse de forma radicalmente democrática, es decir, a tomar decisiones inteligentes para el futuro de la herencia que se transmite entre generaciones”. Y en un momento en el que la recuperación del ladrillo empieza a asomar en el horizonte y los concejales de Urbanismo de tantos ayuntamientos asfixiados económicamente vuelven a mirar sus teléfonos esperando la llamada del promotor de turno, las ideas de Jacobs representan una vacuna frente a la mirada desde arriba, esa mirada para la cual el Albaicín puede ser un dédalo inútil, el Guadalquivir una excrecencia mohosa, o los barrios del sur de Murcia un error de programa cada vez que alguien o algo se interponga en el camino del puro y duro beneficio.
El caso de Murcia nos demuestra que miles de personas parecen haber entendido esta lección. Saben que peor que ser una víctima es resignarse a la victimización. Quien mira desde arriba espera ser visto en contrapicado y, cuando las instituciones llamadas a protegernos nos dan la espalda, devolverlo a su encarnadura mortal pasa por desafiarlo en la calle. Por ganar la calle. Aunque cueste años.