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Música clásica
Mahler in the jungle
El pasado jueves 20 de septiembre Gustavo Dudamel dirigió a la Mahler Chamber Orchestra en el Auditorio Nacional de Madrid. Componían el programa la Tercera sinfonía de Schubert y la Cuarta de Mahler, con todas las entradas vendidas y gran éxito entre el público.
En contra de lo que comúnmente se piensa, el fenómeno fan no empezó con los Beatles o Elvis Presley. Se remonta, al menos, al pianista Franz Lizst (1811-1886), a cuya capacidad para provocar la histeria entre los oyentes el grupo de pop francés Phoenix le dedicó una canción (“Lizstomania”), e incluso a los castrati (como Farinelli) en los siglos XVII y XVIII. Ni qué decir de las pasiones que han levantado las prime donne como María Malibrán o Adelina Patti en el siglo XIX o Maria Callas en el XX, entre tantas otras.
“Lizstomania” es justamente la sintonía de la serie Mozart in the Jungle (Amazon, 2014), una dramedia ligera y amable que relata las peripecias de Rodrigo de Souza, un joven director de orquesta mexicano, un poco extravagante, que es cierto que puede recordar en algunos aspectos al venezolano Gustavo Dudamel: latinoamericano, de origen humilde, educado musicalmente por un voluntarioso y anciano maestro que impulsa la educación musical como método de transformación social, con un rápido y mediático éxito internacional, y que ficha como director de una prestigiosa orquesta estadounidense, país donde extiende ciertas propuestas innovadoras y su compromiso con el papel social de la música… Son algunas semejanzas, pero más allá de esto creo que el personaje ficticio interpretado por el actor Gael García Bernal no comparte muchos más rasgos de carácter con el auténtico Gustavo Dudamel. Curiosamente, este último realizó un cameo en la cuarta temporada de la serie, al igual que otros muchos personajes y celebrities reales del mundo de la música “clásica” actual (Plácido Domingo, Lang Lang, Pablo Heras-Casado, Caroline Shaw, Joshua Bell, Alan Gilbert…).
Dudamel
Así que la música clásica no está exenta de las maldades y bondades de este fenómeno. Gustavo Dudamel es uno de esos fenómenos fan de la clásica en pleno siglo XXI. Eso hace que muchos viejos guardianes de las esencias le miren con desconfianza, en los casos más moderados, o le ataquen con mucha mala leche, en otros, acusándole de ser efectista, espectacularizante, mediático, producto de márketing, etcétera. Algo parecido pasa con el pianista James Rhodes. Y algo parecido pasaba incluso con el maestro Leonard Bernstein, del que ahora se cumplen 100 años de su nacimiento (con unánimes loas). Hace 60 años, sin embargo, cuando presentaba programas de divulgación televisiva (los famosos “Conciertos para jóvenes”) también era criticado. Parece que a algunos les sabe mal que la música clásica llegue a públicos amplios y pierda el aura esotérica que durante algunas décadas, por desgracia, la ha caracterizado. Guiados quizá por un razonamiento etimológico vulgar, consideraban que divulgación es igual a vulgarización.
Dudamel es una especie de punching ball, encumbrado por una parte del establishment musical y mediático (Deutsche Grammophon o El País…, por ejemplo) y despreciado por otra. Se ha convertido en campo de batalla de clanes del mundillo de la música con intereses dudosos.
De origen humilde, nacido en Venezuela y educado musicalmente bajo el cobijo del Sistema de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela (“El Sistema”) fundado por José Antonio Abreu (1939-2018), una red de más de 180 escuelas de música financiadas en su mayor parte por el Estado venezolano y que ha acogido a cientos de miles de niños y jóvenes. Para entender el impacto y el éxito de este modelo, importado luego en países de todo el mundo, se puede ver este documental de 2006 o este de 2008.
Con una meteórica carrera como joven director premiado a nivel internacional, director de la famosa Orquesta Sinfónica Simón Bolívar que reúne a los mejores músicos egresados del “Sistema” y director titular de la Filarmónica de Los Ángeles, Dudamel se ha convertido en el ejemplo a seguir, el sueño de todos los niños y jóvenes músicos de Venezuela.
Arrinconado a su vez por la conflictividad política en la que vive su país, tanto chavistas como antichavistas le acusan de ser miembro del otro bando, cuando él, acertadamente o no, ha intentado mantenerse como un referente que pueda ser mirado por personas de diferentes grupos políticos y tratar así de tender puentes.
Le he visto dirigir en dos ocasiones, una en Buenos Aires (Teatro Colón, abril de 2013) y otra en Madrid (Auditorio Nacional, marzo de 2017), en ambas con la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela (y con repertorio de Stravinsky y Beethoven, respectivamente, aderezados con bises de Wagner y la puesta en valor de autores latinoamericanos como Alberto Ginastera o Silvestre Revueltas) y he vuelto raudo a verle con la Mahler Chamber Orchestra interpretando a Schubert y Mahler, el pasado jueves 20 de septiembre en el Auditorio Nacional de Madrid, en un concierto organizado por la Fundación Scherzo.
Schubert
Franz Schubert (1797-1828) vivió solo 31 años, y en tan poco tiempo dejó una obra mayúscula. Hay que recordar además que es uno de los primeros compositores “modernos”, en el sentido de artistas libres, no dependientes de ninguna corte real, nobiliaria o eclesiástica, y que por lo tanto no componía por encargo sino de manera autónoma, por lo cual no tenía compromisos para terminar o estrenar una determinada obra. De hecho, la gran mayoría de sus obras no se estrenaron nunca o lo hicieron solo en pequeños círculos de amigos que dieron lugar a lo que se conoce como las schubertiadas, algo así como jam sessions en casas particulares o pequeños cafés en los que varios músicos amigos presentaban sus obras. En estas ocasiones se presentaban sobre todo los lieder (canciones, normalmente para piano y voz), que también podemos entender como un precedente de las modernas canciones de jazz, pop y rock. No eran, obviamente, espacios adecuados para la presentación de sinfonías. Por eso ninguna de las nueve sinfonías que compuso Schubert (la primera, a los 16 años; la Décima se quedó sin terminar, tras su muerte) se estrenó en vida del autor. De estas, tan solo la Octava (“Inconclusa) y la Novena (“Grande”) son consideradas como unas de las grandes sinfonías de la historia de la música. De hecho, Schubert es mucho más conocido por su repertorio pianístico o de cámara que por el sinfónico.
La Sinfonía N.º 3 en re mayor D. 200 fue compuesta entre el 24 de mayo y el 19 de julio de 1815, es decir, cuando tenía 18 años. Se trata de una obra claramente de juventud, que tiene un aire “cantarín”, alegre y sencillo, que creo que venía muy a cuento al estilo interpretativo y al espectáculo del que gusta Dudamel. Se trata de una obra breve, de menos de 30 minutos (cuyo movimiento más largo es el primero), con reminiscencias del clasicismo vienés, y en la que la orquesta se vio bien engrasada.
Mahler
Pero el plato fuerte de la velada había de llegar con la Cuarta Sinfonía de Mahler, entre otras cosas por ser este un autor al que parece que Dudamel se siente más afín y vinculado, al menos desde que en 2004, a los 23 años, ganara el concurso Mahler para Jóvenes Directores de Orquesta, en Alemania. Posteriormente ha tocado la integral de las sinfonías de Mahler en un proyecto compartido entre “sus dos orquestas”, la Simón Bolívar y la Filarmónica de Los Ángeles, y algunas de ellas también han sido publicadas en disco (no la Cuarta, precisamente).
“En un siglo, mis sinfonías serán interpretadas en inmensas salas que ocuparán cientos de personas y que serán grandes fiestas populares
El nombre de Gustav Mahler (1860-1911) ha entrado en las últimas décadas en la lista de los compositores más venerados e incluso más representados, pero durante muchos años sus obras fueron relegadas a un segundo plano. Mahler suele ser visto con un eslabón entre dos mundos culturales y musicales, el del romanticismo tardío del siglo XIX y el de las vanguardias del siglo XX (podríamos hablar de una línea que va de Wagner a Mahler y de ahí a Schönberg, Berg, Shostakovich o Prokofiev…). Pero quizá por ese “estar en tierra de nadie”, al menos hasta el centenario de su nacimiento (en 1960) se le recordaba más por su también extraordinaria carrera como director de orquesta y director artístico de la Ópera de Viena que por su obra original. Mahler fue una de las últimas figuras de la música que combinó con maestría y éxito ambas facetas: la de compositor y la de director. Desde entonces esos dos roles fueron independizándose cada vez más (con contadas excepciones).
A modo de anécdota, a él se le deben algunas convenciones del mundo de la música clásica como la costumbre de que en un concierto los rezagados impuntuales no pueden entrar una vez comenzado, sino que al menos deben esperar al final del movimiento o fragmento. Mahler también era una celebridad en la Viena de su época, no sin dificultades para un judío como él, debido al clima de antisemitismo que crecía de manera sostenida, hasta el punto de que probablemente no habría podido conseguir el puesto de director de la Ópera si no se hubiera convertido al catolicismo. Antisemitismo que, en cualquier caso, le acabó obligando a dejar el puesto y a buscar otros horizontes en Estados Unidos.
El propio Mahler fue de algún modo profético al afirmar que “en un siglo, mis sinfonías serán interpretadas en inmensas salas que ocuparán cientos de personas y que serán grandes fiestas populares”. Mostraba una inclinación popular que entronca bien con Dudamel y con “El Sistema”.
Su música combinaba importantes innovaciones técnicas con un profundo contenido espiritual, una necesidad metafísica de superar la angustia cotidiana que es muy característica del fin de siglo austro-húngaro, la época de un imperio en crisis cultural, cuyos súbditos más avanzados intelectualmente estaban tan entusiasmados por la esperanza modernista como angustiados por el pesimismo y el vacío que queda tras la “muerte de Dios”). Quizá este zeitgeist entronca muy bien con la crisis civilizatoria que vivimos hoy día a nivel global, y por eso Mahler gusta tanto.
Esa angustia existencial conllevó que Sigmund Freud, también judío y contemporáneo y paisano suyo, llegase a tratar a Mahler en una única y atípica sesión de psicoanálisis. Esta sesión tuvo lugar después de muchos titubeos por parte de Mahler, pero cuando se decidió (ya casi al final de su vida, cuando ya vivía en Estados Unidos), se encontró con Freud durante uno de sus viajes a Europa, pero no fue en Viena sino en la ciudad holandesa de Leiden, donde Freud estaba de vacaciones. Es una coincidencia significativa que “leiden” en alemán signifique “sufrimiento”. Freud dijo después sobre Mahler que ningún otro compositor había encarnado tan bien la oposición entre Eros y Tánatos y que nunca había encontrado a un paciente que asimilara tan rápidamente la esencia del psicoanálisis.
La Cuarta sinfonía había sido compuesta entre 1899 y 1900 (estrenada en 1901), a la par de la publicación por parte de Freud de su obra La interpretación de los sueños, la cual parece que pudo influir en Mahler. Hay que tener en cuenta que para este momento tiene ya casi cuarenta años (bastante mayor para la época), y estaba soltero y sin perspectivas de casarse y formar una familia (no sería hasta 1902 cuando se casaría con Alma Schindler). Agobiado por varias enfermedades y por el trabajo y la responsabilidad como director de la Ópera, sólo puede componer durante las vacaciones (en estos mismos años encarga la construcción de la que sería su casa de vacaciones en el campo, en Maiernigg, su verdadero lugar de refugio). En ese contexto, la Cuarta (que formaría un bloque junto con las tres primeras) es leída como la última gran obra de este periodo de su vida, una especie de ajuste de cuentas con su trayectoria vital y especialmente con sus demonios infantiles. La Quinta sería terminada cuando Alma Schindler (luego conocida como Alma Mahler) ya ocupaba el centro de su vida, y por esas y otras razones marca un punto de inflexión en su obra.
Volviendo al concierto, Dudamel presentó un primer movimiento con un claro protagonismo de las cuerdas, los vientos acompañando suavemente, todo ello con un limpio fraseo lleno de delicadeza, con momentos en los que pareciera que algunos instrumentos “interpretaban” unos diálogos entre varios personajes, con pasajes de reminiscencias cinematográficas y otros de carácter más clásico, en buena armonía que quizá solo se vio empañada por un volumen quizá excesivo al final del movimiento. El tono clasicista continúa en el segundo movimiento, más camerístico e incluso en algún punto más aburrido, pero con excelentes solos de flauta y flautín que al final fueron claramente aplaudidos por el público. Qué decir de un tercer movimiento maravilloso, tanto en su composición como en su interpretación. Un adagio quizá no tan famoso como el de la Quinta sinfonía (que forma parte de la mitología musical contemporánea y que casi todo el mundo conoce al menos de oídas por la película Muerte en Venecia), pero que no va a la zaga de este. El fin de fiesta llegó con el cuarto y último movimiento (“La vida celestial”), basado en el ciclo de lied “Des Knaben Wunderhorn” (“El cuerno mágico de la juventud”), que contó con la soprano Golda Schultz, muy correcta en su interpretación (quizá un poco justa en los tonos más bajos).
La Mahler Chamber Orchestra hace digno honor al autor que le presta su nombre y al director que la fundó, Claudio Abbado, si bien, a modo de anécdota se puede comentar que el carácter “de cámara” queda un poco en duda ante la presencia de casi 80 músicos y una potencia brutal. Dudamel, que dirigió las dos obras de memoria, sin atril y sin partituras, terminaba con este concierto, la gira que han compartido por varias ciudades europeas (Lisboa, París, Colonia, Frankfurt, Luxemburgo, Barcelona y Madrid).
En definitiva, el ya no tan joven Dudamel sigue afianzando su voz y perfil propio dentro del panorama internacional, una voz que afirma que la rigurosidad y el buen hacer no están reñidos con el espectáculo.
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