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Coronavirus
La estética del bicho
La estética del coronavirus condiciona nuestra percepción de la pandemia como la batalla contra una naturaleza cada vez más alienígena. Y asistimos a una nueva ‘guerra de los mundos’, en versión vírica, que pretende esconder las limitaciones de nuestro progreso tecnocientífico.
“El iconógrafo alerta puede exponerte la prueba visual. En este caso, el verdadero culpable fue el género popular de la ciencia-ficción”.
Alienígenas, John F. Moffitt
Hagan la prueba: vean un telediario sin voz. Probablemente contemplarán el busto del presentador o presentadora delante de una gran pantalla o de pie en un escenario de realidad aumentada en el cual flotan gigantescas y coloridas esferas de covid-19. Y, a continuación, una sucesión de las consabidas e intercambiables escenas de gente con mascarilla, personal sanitario, patrullas de policía, curvas estadísticas y mapas. Pero fíjense en las esferas: en cada noticia cambian de color y de aspecto. Las hay verdes, carmesíes, violáceas, azuladas, fosforescentes… infinitas versiones de un virus pop a lo Warhol. De textura rugosa o vectorizada, con filamentos punzantes o floridos. Lo que no cambia es el tamaño, desproporcionadamente grande, a escala humana o aún mayor. La fantasía de un William Latham, aquel visionario pionero del evolutionary art digital: hacer visible cada día la mutación de una minucia entrevista en el microscopio como una criatura terrorífica de psicodélica pesadilla.
¿Estamos viendo un informativo sobre el coronavirus o asistiendo a un parte de guerra sobre una invasión alienígena?
Una vez inmersos en la rutina veraniega de los rebrotes, pasado el famoso pico y sufridos los mayores desastres (a la espera de la segunda oleada), nos atrevemos a hacer una interpelación al respecto: ¿Estamos viendo un informativo sobre el coronavirus o asistiendo a un parte de guerra sobre una invasión alienígena? Puede parecer una pregunta frívola pero la respuesta no lo será en absoluto. Porque explica de manera indirecta cómo interpretamos lo que nos está pasando.
El paradigma estético que han elegido las cadenas televisivas forma parte de nuestra percepción de la pandemia y la contextualiza simbólicamente. De la misma manera que en la Edad Media la peste era causada por invisibles diábolos del aire (como aquel diminuto Leviatán, cuyos estornudos provocaban “chispas de fuego”), en el siglo XXI nuestro imaginario de referencia es pura ciencia-ficción. Y así, nuestra lucha contra el virus maligno acaba pareciéndose, sospechosamente, por ejemplo, a La guerra de los mundos, la novela de H.G. Wells. Pero, en este caso, no es el mundo exterior, el horror cósmico, el que nos asalta, sino el interno, el submundo de lo micro, transmutándose progresivamente en amenazante macro. Creciendo y multiplicándose como despersonalizado enemigo sin rostro, activado por esa ciega y destructiva programación biológica que tantas veces hemos visto en las pelis del espacio, de La amenaza de Andrómeda a Alien, el octavo pasajero. Una vez más, nuestro pánico rebosa del gelatinoso horror a los bichos de esa inmensa colmena colectivista –vagamente comunista– que, agitados por nuestra arrogancia tecnológica, invaden nuestro mundo con su suciedad y muerte.
Pero, ¿a qué se parece este enemigo, el bicho del coronavirus? A mi memoria infectada por perversidades sin cuento llegan tres imágenes. La primera, la de la bomba Orsini, esa microesfera de la muerte –similar a una mina marina- erizada como un puercoespín de filamentos explosivos, con la cual el terrorismo anarquista hizo estragos en las cabezas coronadas del siglo XIX. La segunda, la de alguna criatura de los Mitos de Cthulhu imaginada por el escritor H. P. Lovecraft: Azathoth, Yog-Sothoth o Nyarlathotep, dioses ignotos de tentáculos imposibles, esperando regresar a la tierra a través de un portal dimensional. Y la tercera, en la que enemigo y víctima se fusionan, la de Pinhead, aquel calvorota azulado plagado de clavos de la terrorífica cinta de Clive Barker, Hellraiser –“una oscura, retorcida e inescrutable belleza” de auto-mutilación, según Doug Badley, el actor que lo encarnó–, que nos acechaba junto a otros sádicos “cenobitas” en nuestras peores pesadillas.
Cada aficionado al terror y la ciencia-ficción tendrá sus propias referencias, pero todas nos hablan del agresivo caos de una naturaleza asediada y expoliada que regresa para vengarse y destruir desde dentro nuestra civilización.
Cada aficionado al terror y la ciencia-ficción tendrá sus propias referencias, pero todas nos hablan del agresivo caos de una naturaleza asediada y expoliada que regresa para vengarse y destruir desde dentro nuestra civilización. Una respuesta “preternatural”, que diría Lovecraft, la misma que fabuló su maestro Arthur Machen en el relato El terror, escrito e 1917 como evocación de la I Guerra Mundial, en la que todos los animales e insectos atacaban al ser humano, sin explicación alguna. Como ahora murciélagos o pangolines, exóticas alimañas, casi alienígenas, embajadoras del virus ominoso.
Y así vuelve, a través de la estética, subliminalmente, el relato de la lucha del ser humano contra el mal de la naturaleza (o viceversa, es lo mismo). Para empezar, durante la primera oleada, como guerra de posiciones. Y ahora, bajo la nueva normalidad, como guerra molecular contra los brotes partisanos, en la que el enemigo ha infectado a la juventud ociosa del barrio de Mendillorri o a los temporeros de Huesca, en una actualización de La invasión de los ladrones de cuerpos. La primera, como tragedia épica, la segunda, ya como farsa fantástica. Lamentablemente, lo que esta delirante estética bélica del bicho alienígena esconde es la radical inconsistencia de nuestro modelo de progreso, de espaldas a una sostenible apuesta ecológica.
La guerra de los mundos ha tenido varias versiones cinematográficas, todas ellas bastante dignas, pero la que ahora viene al caso la radiaron en 1938 Orson Welles y el Mercury Theatre, provocando el pánico de los radioyentes de Estados Unidos. Hasta el extremo de que, pese a las advertencias, fue tomada por una verdadera invasión marciana (y sirvió de excusa para el Estudio sobre la psicología del pánico, trabajo clásico de Hadley Cantril).
Hoy, como ayer, una guerra que no es tal, una guerra fake dopada estéticamente, otra propagandística “guerra que no tuvo lugar”
Hoy, como ayer, una guerra que no es tal, una guerra fake dopada estéticamente, otra propagandística “guerra que no tuvo lugar” (Baudrillard), protagonizada en este caso por el espantajo del bicho y su estética de Sci-Fi Horror, se nos suministra para ocultar las limitaciones de la ciencia y la inoperancia de la política. Semiólogos e iconógrafos como Hans Belting, partidarios de una iconología crítica, “porque nuestra sociedad está expuesta al poder de los mass media en una vía sin precedentes”, tendrán en los próximos años una oportunidad para analizar la iconografía de esta pandemia. En un mundo sometido, según Fernando R. de la Flor, al “giro visual” (visual turn), que a menudo prescinde de las necesarias interpretaciones racionalizadoras de las estrategias socio-políticas de encubrimiento y alienación, será más necesario que nunca. La ficción dominante del régimen escópico en el que vivimos, entre la omnipresente televisión y la caprichosa Internet, no puede limitarse a algo tan primario como la estética del bicho alienígena, que nos libera de toda responsabilidad a la hora abordar con despierta inteligencia el peligroso mundo tecnocientífico que estamos creando.
La gracia de la relectura de La guerra de los mundos es que, paradójicamente, en la novela original los marcianos invasores, “esos malditos bichos que se arrastran”, mueren a causa de invisibles bacterias terrestres, una especie de gripe los deja KO sin necesidad de intervención humana. Mientras que, por el contrario, en nuestra pandemia, alienígena y virus son lo mismo, y la naturaleza ya no es ese deus ex machina que interviene de manera salvadora. Lo que nos lleva a compartir la sabia reflexión del protagonista de la novela: “Es posible que la invasión de los marcianos resulte, al fin, beneficiosa para nosotros; por lo menos, nos ha robado aquella serena confianza en el futuro, que es la más segura fuente de decadencia.”
Hagamos la prueba. Y la próxima vez que, repantigados en el sofá, consumamos otro telediario sobre el videojuego marciano de la pandemia contra ese perverso bicho de colorines, tengámoslo en cuenta.