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Coronavirus
Perrocracia y otros síntomas de la crisis sanitaria
Sin ánimo de quitar la inocencia a nadie y tomando como punto de partida los casos históricos precedentes, mucho me temo que en cuanto esto pase, y ojalá sea pronto y con los menores daños posibles, volveremos al día siguiente a las andadas desaforadamente.
La crisis sanitaria que estamos atravesando a nivel global evidencia la debilidad de nuestros sistemas sociales de protección y de nuestros contratos políticos. También ha demostrado nuevamente el error de los que vaticinaron el fin de la historia. Desde hace siglos, pestes, hambrunas, crisis y enfermedades contagiosas asolan el mundo y lo transforman y, aunque con menos frecuencia y resultados menos dramáticos, en el primer mundo transitamos por ellas.
Tampoco creo que tengan demasiado recorrido los augurios de cambio radical de nuestra forma de vida que los optimistas antropológicos atribuyen al coronavirus: “viviremos más tranquilos”, “viajaremos menos”, “nos cuidaremos más” o “el capitalismo tendrá que reformularse.” Sin ánimo de quitarle la inocencia a nadie y tomando como punto de partida los casos históricos precedentes, mucho me temo que en cuanto esto pase, y ojalá sea pronto y con los menores daños posibles, volveremos el día siguiente a las andadas desaforadamente: volveremos a los aviones de fin de semana, a inundar las ciudades turísticas, los pisos regresarán a Airbnb y nuestro consumo recuperará su pulso suicida. Se volverá a hablar de recortes y el shock será aprovechado por los que saben sacar tajada de los dramas diarios.
El capital se ha comportado históricamente como la parábola del hijo pródigo. Cuando hay tiempo de bonanza se larga de casa para gastárselo todo, sin compartir beneficios ni felicidad. En cambio, cuando se acaba la fiesta, regresa al cobijo del papá estado. Que a nadie le quepa duda que en cuanto pase la pandemia el hijo pródigo se intentará marchar de nuevo y buena parte del coste de sus destrozos recaerá en los más débiles.
Algunos han descubierto estos días que hay masificación en los centros de ancianos, que en algunas residencias viven hacinados y en unas condiciones deplorables
Me gustaría señalar algunos síntomas de nuestra crisis social que el coronavirus está acelerando o visibilizando, pero cuyas raíces se hunden profundas en el tiempo.
Algunos han descubierto estos días que hay masificación en los centros de ancianos, que en algunas residencias viven hacinados y en unas condiciones deplorables. También que nuestro sistema de salud está cogido por pinzas, que al menor desequilibrio se acaban los guantes y que contratan a las médicas y enfermeras por horas para mandarlas al paro los fines de semana. Está muy bien caerse del caballo pero a diario durante los últimos años hemos leído noticias que denunciaban esto mismo y nunca las autoridades responsables tomaron medidas. Suele pasar en las casas en las que se tira la mierda bajo el sofá. Hay límites.
Cuando pase la cuarentena habremos interiorizado que en caso de crisis tener un perro es un salvoconducto y un niño, un problema
El decreto ley aprobado por el gobierno manifiesta claramente, mejor que cualquier ensayo o analista, las prioridades culturales de nuestra sociedad y de los votantes -pues no debemos olvidar que más allá de la responsabilidad se está disputando el relato por la gestión de la crisis-. Y estas prioridades están claras. Los perros necesitan unos veinte minutos al día para salir al parque, hacer sus necesidades y airearse.
En cambio, en España los niños no pueden hacerlo, ni siquiera manteniendo todas las medidas de distanciamiento social y las precauciones sanitarias. En otros países en los que se han aprobado medidas similares los niños sí pueden salir un rato al día, pues cualquier estudiante de 1º de psicología sabe de sus beneficios. ¿Por qué en España no? Sin duda, porque hay más dueños de perros que padres, o sea, más votantes. Quizá esto explica la baja tasa de natalidad en España respecto, por ejemplo, a Francia, que sí permite pasear con los niños manteniendo las normas de distancia social.
Los informativos se suman rápidamente a las notas de prensa y orientaciones del gobierno. Esta homogeneidad discursiva no sólo se aplica a las medidas sanitarias, sino que se impone una interpretación ideológica específica
Tengo dos hijos y la suerte de vivir en un piso de 100 metros. Tocamos a 25 metros cuadrado para cada uno, nada mal. Pero no puedo imaginarme la claustrofobia de las familias que viven en peores condiciones. Además, las ventanas de nuestro piso dan a un parque, tomado estos días por paseantes de perros, dueños definitivos del espacio de la ciudad. Cuando pase la cuarentena habremos interiorizado que en caso de crisis tener un perro es un salvoconducto y un niño, un problema.
Por último, me preocupa el toque de arrebato presente en buena parte de los medios. Apenas hay ruido interpretativo. Los informativos se suman rápidamente a las notas de prensa y orientaciones del gobierno haciendo un supuesto servicio público de concienciación general. Se agradece, pero cuando esta homogeneidad discursiva no sólo se aplica a las medidas sanitarias, sino que se impone una interpretación ideológica específica –viva el rey con sus cadenas-, no estamos ya en un estado de alarma sanitario, sino mediático, y esto suele traer aparejada una sugestión que pueden aprovechar los pescadores en aguas revueltas. Estamos consumiendo noticias incesantemente, y eso implica que los periodistas, con riesgo para su salud neumológica y psicológica, tengan que estar produciéndolas sin parar, sin descanso, sin reposo. La bola del miedo se contagia más rápidamente que la enfermedad. Hay millones de personas que siguen trabajando -Sanidad, limpieza, supermercados, servicios, seguridad- y que al llegar a casa después de jornadas maratonianas se encuentran, televisado, el apocalipsis.
Espero equivocarme, pero tengo la intuición que de esta crisis no saldremos ni sabiendo utilizar el bidé.