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Crónica
El viaje vacío: el espejismo de la ayuda humanitaria en la frontera de Rafah
A las puertas del Centro de Prensa egipcio, el temido e imponente edificio de Maspero de El Cairo, un grupo enorme de periodistas se amontona, esperando entre bostezos y exaltación por el día que les espera. Son las cuatro de la mañana del 19 de enero —primer día del alto al fuego en Gaza— y el centro de prensa ha organizado, en coordinación directa con el gobierno, un viaje a la frontera de Rafah. Es el primero de este año, que sigue el modelo del año anterior, cuando, desde el comienzo del genocidio en Gaza el 7 de octubre, el gobierno egipcio comenzó a organizarlos para combatir las posibles acusaciones sobre su limitación de la libertad de prensa respecto a lo que estaba sucediendo en Gaza.
Ahora parece que por fin va a haber un acuerdo real de alto al fuego y, los egipcios, que han reprimido firmemente toda manifestación en apoyo a Palestina en el país durante todo el año pasado, están ansiosos por que la prensa—especialmente la internacional— muestre los camiones cargados de ayuda humanitaria, proveniente de su país, cruzando su frontera.
En esta ocasión, se llenan cuatro autobuses —un total de unas doscientas personas— en los que se suben una mezcla de periodistas extranjeros y prensa egipcia, que trabajan todos los formatos: televisión y vídeo, radio y prensa escrita. Muchos nos saludamos efusivos con compañeros que hace tiempo que no vemos —cualquier cara conocida es una bocanada de aire fresco y supone un apoyo moral importante en medio de este caos—, y esta alegría nos sirve como una dosis de energía para afrontar lo que sabemos que va a ser un largo viaje.
El primer obstáculo lo encontramos a la hora de viaje en Ismailia, en el control para cruzar el canal de Suez hacia el norte de la península del Sinaí
Los autobuses ponen rumbo a Rafah con casi dos horas de retraso una vez estamos todos, y se ha pasado lista dos veces, siguiendo unas técnicas más propias de una excursión de colegio, mediante las cuales los periodistas nos acercamos a los responsables del centro de prensa diciendo el nombre del medio que nos acredita para que se nos comunique en qué bus vamos, sin que se nos pida el pasaporte o cualquier tipo de identificación.
Salir de la gigante capital es, en sí, una odisea, pero el primer obstáculo lo encontramos a la hora de viaje en Ismailia, en el control para cruzar el canal de Suez hacia el norte de la península del Sinaí, donde somos retenidos durante más de una hora y media.
El sol brilla fuertemente desde hace un rato, pero el tiempo sigue siendo fresco. Nos bajamos a estirar las piernas mientras un escáner revisa los autobuses y, justo cuando volvemos al autobús en dirección al túnel que cruza por debajo del canal, comienzan a llegar las primeras alertas de las agencias de noticias: Netanyahu ha retrasado el inicio del alto al fuego mientras Hamás no proporcione un listado con los nombres de los rehenes israelíes que van a ser liberados la tarde de ese mismo día.
Entramos en shock y, durante las siguientes seis horas de viaje, un silencio se adueña del interior de los autobuses. El silencio interrumpido sólo por un móvil que reproduce en alto un canal de noticias árabe en directo informando de los últimos acontecimientos.
El norte del Sinaí —completamente diferente del turístico sur tanto en paisaje como en ambiente—parece otro mundo. Es como si hubiéramos salido de Egipto y nos hubiéramos teletransportado a la Franja de Gaza en un segundo. Atrás quedan las calles abarrotadas, los edificios de infinitas plantas y la ausencia de vegetación.
Lo único que nos recuerda dónde estamos son las múltiples banderas egipcias que presiden los inacabables controles de ejército y policía que restringen y vigilan todo movimiento
Aquí las edificaciones rara vez superan los dos pisos, son grises (en vez de amarillentas) y las rodean amplias franjas de campo con cultivos y palmeras. Las dunas de arena fina, cubiertas de pequeños arbustos, se apilan entre pequeños lagos formados por la lluvia de la zona. A pesar de que no vemos el mar, este se siente cerca en el ambiente, que recuerda a otras zonas del Mediterráneo como Almería o a la costa de Cádiz.
En esta zona, hasta el dialecto de árabe es diferente. Lo único que nos recuerda dónde estamos son las múltiples banderas egipcias que presiden los inacabables controles de ejército y policía que restringen y vigilan todo movimiento.
La peculiaridad de este viaje —en contraste con los anteriores, según compañeros que asistieron a estos— es su ruta: en vez de subir paralela al canal de Suez hasta la carretera de El Arish, pegada a la costa mediterránea, y seguir en línea recta hasta la frontera, en esta ocasión, el convoy serpentea por zonas más hacia el interior de la península, tomando desvíos que, a nuestro parecer, tienen poco sentido. Tal vez haya algo en la ruta original que los egipcios no quieren que veamos.
Tras superar la zona paralela a El Arish, entramos en un páramo completamente vacío, donde se observa la más absoluta nada: hectáreas de campo verdoso que recuerdan a una estepa hasta donde llega el ojo. En cierto momento, en el lado derecho de la carretera, se pueden observar cientos de tanques del ejército egipcio, abandonados a la intemperie. Y, de repente, en medio de este paisaje, ciudades enteras en ruinas, como si se hubiese dado una guerra en ellas: edificios completamente derrumbados con cráteres por explosiones y cuyas fachadas están cubiertas de agujeros de bala. La imagen me recuerda a la ciudad antigua de Mosul, en el norte de Iraq, completamente arrasada tras la batalla de la coalición internacional contra el estado islámico a través de la cual los aviones americanos bombardearon la zona indiscriminadamente asesinando a miles de civiles inocentes en 2017.
Es posible que estas ciudades que vemos cerca de Rafah sean las que fueron destruidas por el propio gobierno egipcio—que desplazó a la población beduina que las habitaba—en 2018 para crear la zona de seguridad alrededor de la frontera durante su famosa “lucha contra el terrorismo”, en la que en teoría, también destruyeron todos los túneles utilizados para el contrabando con Gaza.
Los últimos cinco kilómetros hasta la frontera transcurren por una carretera de un carril de ida y otro de vuelta que serpentea entre muros de hormigón que se han levantado a ambos lados. Hemos entrado en el área de seguridad o buffer zone que se extiende en unos cuatro kilómetros hasta la frontera, ampliada por Egipto en febrero de 2024.
El acceso a Rafah está casi más fortificado que la propia frontera en sí, lo que demuestra la paranoia y la obsesión del gobierno egipcio por mantener el control de la zona. Llegado este punto de las relaciones diplomáticas con Israel y occidente, no se puede permitir que desde su país entre ni un sola arma para Hamás, ni que periodistas—o cualquier otra persona— puedan acceder a la zona sin su bendición.
Cuando los autobuses se detienen, se nos anuncia que tenemos dos horas —sin especificar para qué— y las puertas se abren. Al bajar del autobús el paisaje es completamente distópico: todo un rebaño de videógrafos contratados por el régimen —y que llevan ahí ya varias horas— documentan la entrada de los camiones. Tienen, incluso, una grúa con una cámara que recuerda a las de las producciones de Hollywood y un dron—estrictamente prohibidos en Egipto—para grabarlo todo. De hecho, algunos de los planos que han tomado, nos han llegado ya al móvil a través de enlaces de WeTransfer por parte del personal del centro de prensa, horas antes de que lleguemos nosotros a la frontera.
Los representantes del centro de prensa se acercan a los periodistas uno por uno, e insisten en que tengamos las cifras más actualizadas: “ya han cruzado 330 camiones, ¿habéis incluido esta cifra?”
En este tipo de coberturas, uno sabe que es difícil encontrar declaraciones exclusivas, por lo que le doy mi micrófono a un compañero que hace radio y texto y le persigo con la cámara para grabar en vídeo las entrevistas que hace y a las que se suman varios compañeros más utilizando sus móviles como grabadora.
La variedad de testimonios es casi nula, ya que todo el personal de la media luna roja y de las ambulancias tiene prohibido hablar con nosotros por lo que sólo podemos entrevistar a camioneros. Todos comentan lo mismo: la ayuda no entra a Gaza desde Rafah, sino que al salir de Egipto y entrar al corredor de Filadelfia, son reconducidos a los cruces de Kerem Abu Salem y Al-Auja, donde los israelíes descargan los camiones—para inspeccionar la carga antes de cedérsela a la Media Luna Roja palestina—y les hacen regresar inmediatamente, a menudo, con un trato pésimo, según comentan los camioneros.
Una vez hemos hecho suficientes entrevistas y he grabado una cantidad apropiada de recursos para el reportaje en vídeo que publicamos en El Salto el martes, me dedico a tomar fotos para las piezas escritas. Le pido a un compañero que me grabe a mí los dos planos en los que salgo yo frente a la cámara —el periodista de radio que estaba haciendo las entrevistas con mi micrófono me ayuda también con el audio de estas tomas— mientras los compañeros de televisión hacen sus directos, o falsos directos, ya que la señal es bastante mala, en un ejercicio que tiene más valor de credibilidad para el medio (al tener un corresponsal), que valor periodístico estricto.
Los representantes del centro de prensa se acercan a los periodistas uno por uno, e insisten en que tengamos las cifras más actualizadas: “ya han cruzado 330 camiones, ¿habéis incluido esta cifra?”. Pero, cuando les preguntamos si esa cifra se refiere a camiones que han entrado a Gaza, responden con una sonrisa irónica: “yo no he dicho que hayan entrado a Gaza, he dicho que han salido de Egipto”.
A las cinco de la tarde, es hora de volver, y los representantes del centro nos obligan a subirnos a los autobuses. Todos sabemos que el valor del reporterismo que hemos realizado ese día no es suficiente para mantener unos estándares de rigor periodístico apropiados o, si quiera, mínimos. Por ello, nuestra cobertura sólo tiene valor si se contextualiza con información sobre el pacto y la liberación de rehenes.
“Si no es para entrar en Gaza, no pienso volver a hacer este viaje nunca más”, me comenta un compañero que ya ha hecho el mismo viaje dos veces con anterioridad, antes de subirse a su autobús. “Nos vemos en El Cairo”, grita desde lejos.
En el camino de vuelta, mientras los camarógrafos duermen, los periodistas —incluidos los freelance, como yo, que hacemos de cámaras, editores de vídeo y traductores— aprovechamos el tiempo para hacer la selección de fotos, traducir las entrevistas y empezar a escribir artículos y guionizar los vídeos.
Cuando cae la noche, y solo las pantallas de los portátiles iluminan el interior del autobús, llegan las primeras noticias de la liberación de rehenes: tres mujeres israelíes han sido liberadas por Hamás. A las horas, los 90 palestinos, también rehenes—la mayoría mujeres y niños que han sido secuestrados arbitrariamente por las fuerzas israelíes en Cisjordania, sin ninguna causa delictiva, y encerrados sin proceso judicial— son puestos en libertad. Apenas dos días después, Israel lanzará la operación “muro de hierro”, deteniendo arbitrariamente a decenas de palestinos—entre ellos, varios niños—en una acción que cuestiona una vez más—si es que hay algo que sorprenda llegado este punto—el valor real de este pacto por el alto al fuego.
De momento, nadie puede entrar en Gaza. Regresamos a El Cairo con una única certeza en mente: si de verdad sabemos, y hemos sabido a lo largo de los últimos 15 meses, lo que sucede en Gaza, es gracias a los periodistas palestinos que han informado día y noche sin descanso sobre lo que estaba sucediendo. Un grupo de periodistas que ha sido deshumanizado, desacreditado y asesinado por todos los frentes posibles por Israel y con la colaboración directa de Occidente. Ellos son los auténticos y únicos portadores de la bandera por la lucha por la libertad de prensa, uno de los ideales sobre los que, irónicamente, y en teoría, se sientan las bases de la “única democracia de Oriente Medio”.