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En el marco de ese fecundo neomaniqueísmo pop que nos entretiene planteando como gustos irreconciliables la tortilla con y sin cebolla, el verano y el invierno, el mar y la montaña o el Nesquik y el Cola Cao, vemos también enfrentados —no podía ser de otra forma— las ciudades y los pueblos, demonizando e idealizando unos y otros a voluntad del opinador de turno.
En todas las lenguas que conozco la sabiduría popular ha despachado estas disyuntivas con el típico para gustos, los colores y análogos, porque la experiencia nos dice que la casuística suele ser tan variada y los matices tan sutiles que discutiendo sobre gustos nadie lleva la razón; y, aun así, una y otra vez nos lanzamos a la piscina del debate y los tópicos y, lo peor, tomamos decisiones dejándonos orientar por ellos. A mí, sin embargo, me asaltan muchas dudas cuando observo cómo se admiran las ciudades y se menosprecian los pueblos, y viceversa, sin llevar a cabo ninguna puntualización, generalizando. Lo primero que me pregunto es a qué ciudad nos referimos, porque no es lo mismo Madrid que, por decir algo, Badajoz. Lo segundo, a qué pueblo: pueblo es la alquería de mi padre, La Huetre (La Güetri), que no llega a los 200 habitantes y se encuentra a dos horas de la capital de provincia; pueblo es Sierra de Fuentes, a quince minutos en coche del centro de Cáceres; y pueblo llama mi novio a su ciudad, El Ejido, aunque tenga más de 80.000 habitantes. Y lo tercero, ¿de dónde procede la imagen que tenemos de pueblos y ciudades?
Basta con acudir al cine, a la literatura o, especialmente, al origen etimológico y las acepciones de palabras como pueblerino, villano (habitante de una aldea) o zafio (probablemente del árabe falláḥ ṣáfi, un mero labrador) —por oposición a cívico (de civis, ciudadano)— para comprender las ideas que albergamos acerca de pueblos y ciudades. La lejanía conceptual se fundamenta en una lejanía físico-temporal y cultural. Los lentos medios de transporte del pasado impedían el intercambio sociocultural constante entre la ciudad y el pueblo (sobre todo, si hablamos de los pueblos más alejados de las ciudades), de forma que había mucha gente que en toda su vida apenas abandonaba su localidad natal, vecinos y vecinas que transmitían a su prole la cultura heredada sin demasiadas modificaciones. Y cabe aquí traer a colación la palabra pagano, que procede de pagus (aldea), por la resistencia a la cristianización de los habitantes del medio rural.
Solo con el auge de los regionalismos se le prestó cierta atención al patrimonio rural, pero desde una perspectiva meramente museística: se diseccionaba su cultura y se exponía en las vitrinas del folclorismo
Avances, tendencias, diglosias
A la mayoría de los pueblos llegaban más tarde que a las ciudades los avances tecnológicos y las nuevas tendencias culturales y, además, las modalidades lingüísticas de unos y otras diferían, ya que las gentes de las ciudades —o al menos, las élites de las ciudades— solían optar en caso de diglosia (fenómeno del que se libran pocos lugares) por las modalidades consideradas en su país más cultas frente a las hablas vernáculas, consideradas campesinas, vulgares y, por lo tanto, rudas. Así que, en resumen, en los planos sociocultural, tecnológico y lingüístico los pueblos se tenían por lugares más atrasados donde la gente se comportaba de un modo menos cívico y hablaba peor. Todo lo que procedía de los pueblos se etiquetaba como paleto y, por consiguiente, se despreciaban sistemáticamente su lengua y sus saberes tradicionales. Solo con el auge de los regionalismos se le prestó cierta atención al patrimonio rural, pero desde una perspectiva meramente museística: se diseccionaba su cultura y se exponía en las vitrinas del folclorismo.
Las ciudades, por su parte, solían ser testigos privilegiadas de los cambios culturales y los avances tecnológicos, de la llegada de la prensa, el ferrocarril, la luz eléctrica, etc. (dependiendo siempre del tamaño y la localización de la ciudad, obviamente). Su mayor población contribuía, en principio, a un menor control sobre la actividad de los habitantes, lo que les otorgaba a estos un margen más amplio de libertad individual. Esto condujo, por ejemplo, a que en la España de finales del siglo XX muchas personas homosexuales acudieran a las ciudades para poder vivir conforme a su orientación sexual sin verse tan juzgadas por la comunidad o, al menos, contando con espacios seguros en los que refugiarse. También eran las ciudades, sobre todo las más grandes, las receptoras de la cultura más cosmopolita, por oposición a la cultura patrimonial de las localidades más pequeñas. Por todo ello, las se consideraban, generalizando —y, por lo tanto, errando en parte—, espacios de cultura, de cosmopolitismo y de un mayor civismo.
También eran las ciudades, sobre todo las más grandes, las receptoras de la cultura más cosmopolita, por oposición a la cultura patrimonial de las localidades más pequeñas
Opinión
La tiranía de los bienhablados
En lo personal, puedo extender este marco diferenciador entre pueblos y ciudades hasta la generación de mis padres. Mi madre vivió en pueblos populosos de Extremadura y en Cáceres ciudad, y sus vivencias fueron notablemente distintas a las de mi padre, criado en las Hurdes. Las diferencias entre pueblos y ciudades, e incluso entre distintas comarcas de la misma provincia, eran en su juventud aún muy acusadas. La infancia de mi padre se parece más a la de mi abuelo paterno, su suegro, que a la de mi madre, siendo él y ella prácticamente de la misma edad. Mi padre trabajó desde muy pequeño en el campo, cuidando a las cabras, trillando, cogiendo cerezas y aceitunas; vio llegar de adolescente el asfalto a lo que era hasta entonces un estrecho camino de tierra y pizarra, y no tuvo cuarto de baño en casa hasta los doce o trece años. Mi madre, aunque pertenecía a una familia con un nivel económico similar, jamás tuvo que trabajar de niña y, menos aún, en el campo. Existían, por lo tanto, disimilitudes considerables.
Mi experiencia
Yo, sin embargo, que he vivido en un buen puñado de pueblos, ya nací cuando estos se estaban equilibrando en términos tecnológicos y sociales (entre ellos y en relación con la ciudad) y en una época, además, donde los viajes entre localidades eran mucho más frecuentes que durante la infancia y juventud de mis padres. Por ejemplo, cuando vivía en Jarandilla de la Vera, pueblo de cerca de 3.000 habitantes, me encantaba pasar todo el día al aire libre, corretear por la garganta o a salir en otoño a coger galipiernos al bosque, pero también me apasionaba visitar el centro comercial que había en Plasencia, en donde solíamos comprar cada dos o tres semanas. También, aunque me gustaba la libertad de La Huetre, los paisajes, la lumbre y ver nevar, me ilusionaba bajar a Cáceres a visitar a mis abuelos paternos e ir al cine y caminar rodeado de gente por Cánovas en Navidad. Respecto a la tecnología, mi casa fue la primera de mi familia y mi entorno en tener un ordenador, aunque viviéramos en un pueblo, y lo primero que hacía al llegar a La Huetre si estaba mi primo Raúl era irme con él a jugar a la videoconsola (aunque los videojuegos no fueran mi fuerte), y no con un sacho al huerto.
No obstante, ya de pequeño me percataba de las diferencias entre unos lugares y otros, claro está, sobre todo de aquellas de tipo cultural y, específicamente, de las lingüísticas (el contraste Hurdes-Cáceres ciudad). Recuerdo que cuando mi familia se mudó a Cáceres me sorprendió comprobar lo poco que conocían mis compañeros de clase el campo. Un día, yendo de excursión, un chico —que se las daba de listo— al ver unas escobas dijo que eran jaras. Para mí era inconcebible que confundiera dos plantas tan reconocibles; y como esta experiencia tuve muchas otras. Sin embargo, tampoco quiero convertir lo anterior en una teoría, sino simplemente exponer mi caso particular: mis compañeros sabían mucho menos de plantas y de agricultura que yo.
Cáceres, con sus limitaciones, me permitió salir de fiesta y explorar mi orientación sexual, lo cual no quita que me encantara pasar tiempo en las Hurdes
Después, cuando de adolescente empecé a notar que, además de las chicas, me gustaban los chicos, agradecí vivir en una ciudad. La gente de mi edad no salía del armario con tanta facilidad como hoy, yo no tenía ningún referente en los pueblos donde había vivido, ni tampoco en mi instituto, y, por aquel entonces, sin aplicaciones para ligar más allá del anónimo chat Terra (que no permitía mandar fotografías), el único modo de hacerlo era ir a bares de ambiente. Cáceres, con sus limitaciones, me permitió salir de fiesta y explorar mi orientación sexual; de hecho, llegué a tener ya de muy joven un nutrido grupo de amistades LGTB. Lo cual no quita que me encantara pasar tiempo en las Hurdes. Es más, en primero y segundo de bachillerato subía con mi padre cada semana o quince días al pueblo para acompañar a mis abuelos, que estaban bastante mayores, y aquellos días de otoño e invierno leyendo tranquilamente o haciendo ejercicios de composición me resultaban balsámicos en una época en la que la suma del instituto y el conservatorio me tenía sometido a bastante estrés.
Mis experiencias relacionadas con mi orientación sexual me han hecho sentirme más seguro en mi pueblo que en algunas ciudades grandes donde he residido; pero esto no invalida los testimonios y vivencias de todas aquellas personas que han tenido que escapar de sus localidades para poder sentirse libres y ser felices
Con el tiempo perdí parcialmente el miedo al rechazo por mi orientación sexual, así que decidí llevar a mi novio de entonces al pueblo, a La Huetre, en calidad de amigo. La recepción del dueño de uno de los bares me sorprendió, me preguntó educado: “Peru es amigu, amigu, o el tú AMIGU?”. Planteó la cuestión como pudo, con la torpeza de la inexperiencia, pero quería darme a entender, a su manera, que mi orientación sexual cabía allí, que nada cambiaba. También en el pueblo, unos años antes, había verbalizado por primera vez que los chicos me gustaban, concretamente se lo confesé a mi tía junto a un brasero de picón. Y fueron mis primos del pueblo quienes me dijeron en una boda: “¡Cuándo vas a traer a tu novio, que parece que lo escondes!”. Mis experiencias relacionadas con mi orientación sexual me han hecho sentirme más seguro en mi pueblo que en algunas ciudades grandes donde he residido; pero esto, y es muy importante, no invalida ni muchísimo menos los testimonios y vivencias de todas aquellas personas que han tenido que escapar de sus localidades de origen para poder sentirse libres y ser felices. Lo mío puede constituir sencillamente una excepción, la experiencia personal no puede universalizarse sin más.
Las diferencias
Ahora, regresando a lo que aquí me ocupa, a la oposición pueblo-ciudad, ¿cuáles son para mí las diferencias entre uno y otra? La principal, que, al revés de lo que ocurre en la ciudad, donde tienes la posibilidad de rodearte de personas que piensan como tú, de evitar conversaciones incómodas y huir de aquellos lugares en los que no estás a gusto, en los pueblos, especialmente en los más pequeños, no puedes: las distintas opiniones, ideologías y sensibilidades, las contradicciones… todo está más cerca. Tu primo, a quien quieres mucho, se hace cazador, actividad que detestas; tu vecina, que te ha tratado siempre como si fuera tu tía, con cariño y respeto, disfruta de las corridas de toros; y en las mesas del único bar que ha sobrevivido se toman una cerveza por la noche la personificación de todas las ideologías. Solo tienes dos opciones, encerrarte en ti mismo o aprender a relacionarte, a encontrar el equilibrio entre expresar tu opinión y seguir conviviendo con quienes no piensan igual; siempre, a mi parecer, que no se cruce la línea de atentar argumentalmente contra los derechos humanos. Esta diría que sigue siendo hoy una de las características particulares de los pueblos: el mundo está más próximo en ellos, la diversidad de opiniones y formas de ser siempre se encuentra a unos metros, y no es anónima, algo que cuesta gestionar. Al otro lado de la balanza, la tranquilidad, el silencio o los exquisitos atardeceres (para aquellos a quienes nos gustan, evidentemente).
Solo tienes dos opciones, encerrarte en ti mismo o aprender a relacionarte, a encontrar el equilibrio entre expresar tu opinión y seguir conviviendo con quienes no piensan igual
Por el contrario, las ciudades grandes ofrecen la posibilidad de desenvolverte en un espacio de ideología e intereses compartidos; al haber tanta gente, se puede cribar. Permiten también explorar determinados gustos con mayor intensidad y estar más expuesto a la diferencia; son lugares de mezcla, de sorpresa, de convivencia. Eso sí, tienen como contrapartida los altos precios de la vida y, en concreto, de los alquileres, las distancias largas, la contaminación y un ritmo cotidiano más acelerado. Aunque todo esto, por supuesto, depende del lugar de la ciudad en el que residas. Yo he estado viviendo y teletrabajando en un barrio del extrarradio de Barcelona y el día a día acababa pareciéndose al de una ciudad pequeña.
No rechazo ni sublimo el pueblo ni la ciudad, soy las dos cosas: pueblerino y urbanita, pero no términos de identidad personal, sino en tanto que he vivido en pueblos y en ciudades, aunque últimamente resulte tan atractivo decir que se aman unas cosas y se odian otras
La cuestión es que no rechazo el pueblo ni la ciudad, no demonizo la vida rural ni la urbana: los pueblos no son esa España cerrada y mística que sobrevive en el imaginario colectivo, y las ciudades no tienen por qué resultar un infierno, existen formas cómodas de vivir en ellas. De igual modo, tampoco los sublimo: en mi pueblo he sufrido momentos incómodos por la falta de intimidad, mis padres han tenido que conducir cuarenta y cinco minutos para llegar a una farmacia de guardia, mis tíos viajan una hora cada vez que tienen revisión en el hospital y, además, la despoblación hace que alquerías como la mía, en las Hurdes, sean cada vez más aburridas: el último bar ha cerrado y la residencia de personas mayores se llena al tiempo que las casas se vacían. En la ciudad, los monstruos que he conocido son la precariedad, la soledad y la rapidez.
Soy, por lo tanto, las dos cosas, pueblerino y urbanita, pero no en términos de identidad personal, sino en tanto que he vivido en pueblos y en ciudades; y lo único que saco en conclusión es que la experiencia individual no hace ley, que lo más útil para opinar sigue siendo conocer y que no tenemos por qué mostrarnos tan taxativos, ya que los gustos, en la mayoría de los seres humanos, son parciales, aunque últimamente resulte tan atractivo decir que se aman unas cosas y se odian otras.
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Yo soy de ciudad de toda la vida, una ciudad pequeña de cien mil habitantes hacr unos años motivos de trabajo y familiares me mude a un pueblo, me encantan las vistas, la naturaleza etc. Pero la gente em su mayoria es insoportable su chafardeo y curiosidad es abrumadora yo creo q has me da,vergüenza ajena, porque no tiene limites hasta asomarse para ver q hace el vecino en el interior de la vivienda preguntar a un repartidor si la casa esta limpia de verdad vergonzoso tengo ganas de adquirir una casa son vecinos cercanos.
Yo también soy de un pueblo de Extremadura y he vivido en varias ciudades. Resulta fácil adaptarse a una ciudad u otra. Pero en los pueblos... no sé, no me imagino teniendo que ir a vivir a otro que no sea el mío -así por gusto, por probar cosas nuevas, como cuando eliges una ciudad-. El pueblo es el vínculo con la tierra, las estaciones, la familia y la ciudad la vida social y las oportunidades.