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Redes sociales
¡Twitter ha muerto!
Últimamente, no hay día que Elon Musk no nos dé alguna sorpresa con respecto al futuro de Twitter. Hasta el punto de que mucha gente empieza a temer que la red social del pajarito azul acabe desapareciendo —de entrada, ya ha sufrido una transformación anatómicamente inverosímil—. Como ingeniero informático lo único que sé seguro es que los ingenieros somos malísimos prediciendo el futuro. En serio, no damos una, pero al menos me gustaría reflexionar sobre lo que puede que Twitter signifique y sobre qué implica y debería implicar en el ámbito público.
Si bien Twitter llegó algún tiempo después de Facebook, se acabó popularizando rápido como La Red Social, hasta el punto de acuñar un nuevo verbo: tweetear. Puede que fuera por su formato abierto y sencillo de microblogging o por su apariencia, minimalista y bastante accesible para el público general, a diferencia de los antiguos foros y de los blogs. Fuera por lo que fuera, Twitter se convirtió rápido en el lugar de encuentro de mucha gente de todas las nacionalidades, edades y creencias; en una especie de ágora digital y global.
Pero tras esta primera etapa romántica, llegó la edad adulta, es decir, el momento de monetizar la red. Y es que mantener en funcionamiento todos los recursos que hacen falta para que veamos nuestra timeline desde cualquier lugar y en cualquier momento cuesta mucho dinero. Ese dinero, hoy en día, se consigue principalmente en los mercados, es decir, que se le pide prestado a inversores privados —físicos o jurídicos—.
Esto no es malo en sí y tampoco podemos achacar a todos los inversores privados un interés puramente egoísta, centrado en el beneficio, porque seguramente hubo quien invirtió por puro idealismo y con la mejor intención —a fin de cuentas, los inversores son personas, en última instancia, no entidades abstractas—. Pero la lógica capitalista es implacable, aunque juguemos con la mejor intención: hay que obtener beneficio neto.
Con ese objetivo, se hizo forzoso encontrar un modelo de negocio que permitiera explicarle a los inversores por qué podían confiar en que su inversión iba a ser productiva y no a fondo perdido. Y, para bien o para mal, el principal modelo de negocio que se suele aplicar a este tipo de productos es el publicitario: convertir Twitter en unos grandes almacenes, al menos en lo que se refiere a la (omni)presencia de escaparates.
Está claro que esto adulteró la dinámica de la red, que pasaría a centrarse de forma casi enfermiza en las interacciones, lo que provocaría una deriva de contenidos hacia los tipos de contenidos que más interacciones generan y que, por algún motivo que subyace seguramente en la naturaleza humana, se suele traducir en contenidos de odio. Parece que cuando estamos de acuerdo con algo o nos complace no interactuamos con ello ni lo reconocemos de forma explícita con tanta frecuencia, pero cuando algo nos indigna, aunque sea un poco, reaccionamos rápidamente, sobre todo cuando el medio nos lo pone tan fácil y pudiendo hacerlo desde el anonimato.
Además, esta dinámica acabó creando un bucle retroalimentado con la opinión pública: la gente en Twitter nos comportábamos de la forma en la que la red social nos empujaba a comportarnos y, al leer las consecuencias de nuestros propios tweets, nos alarmábamos de “lo mal que está la gente”. Esto agrandó seguramente ese efecto que algunos sociólogos denominan de desconfianza pública pero confianza privada: estamos seguros de ser gente decente, igual que la gente que nos rodea de forma más próxima, pero en cambio consideramos que “la gente” está muy mal —porque es lo que creemos ver en las redes sociales y en algunos medios de comunicación que se subieron al carro—.
Y, por alguna razón, fueron los oportunistas, buitres sociales, quienes primero se dieron cuenta de esto. Desde empresas de diversos sectores a políticos y partidos, los grupos de interés más egoístas fueron los primeros en ver la oportunidad de hacer dinero de este nuevo fenómeno social que las instituciones públicas y la gente de bien parecían no ser capaces de distinguir.
Así, hemos vivido casos como el de Cambridge Analytica, que demuestran con todo lujo de detalles que llegó a haber esfuerzos perfectamente estudiados y coordinados para explotar este nuevo fenómeno para beneficiar intereses espurios. Y que estos intereses comprendían mucho mejor la naturaleza y propiedades del fenómeno. ¿Y qué hacían las instituciones públicas mientras tanto?
En España, al menos, tratar de eliminar la necesidad de usar Internet Explorer 6 de las webs de la administración y poco más.
Ningún organismo se interesó por la cuestión, al igual que ningún partido político trató de introducirlo en el debate público. Los buitres nos comían vivos otra vez, pero las instituciones no eran capaces de levantar la vista de su propio ombligo. Ni siquiera son capaces de hacerlo ahora.
Twitter y las redes sociales solo son un ejemplo de cómo el sector tecnológico es altamente experimental y muy capaz de introducir conceptos y problemas nuevos a gran velocidad y, de forma indirecta, de cómo los actuales estados y los partidos políticos son incapaces de seguir el ritmo del cambio social, mucho menos ahora que puede sufrir fenómenos como el que nos ocupa y que lo aceleran considerablemente en un momento determinado. Y son además ejemplo de cómo los buitres son siempre los primeros en oler la carroña, aunque esto no tiene por qué ser malo, sino simplemente natural. Los Estados podrían tomar ejemplo de los lobos, que siempre tienen un ojo puesto en los buitres para saber dónde está el siguiente bocado, en lugar de mostrar la pasividad actual, más propia de los ascetas.
Y Twitter, en concreto, es un ejemplo de otra cosa más: la gente quiere estar conectada, seguimos queriendo encontrarnos, seguimos siendo humanos. Por lo tanto, ¿qué podemos esperar de los Estados? ¿Qué podemos esperar de los partidos? ¿Estamos hablando de un nuevo derecho universal o tan solo va a resultar ser un commodity? Hace falta debate público.