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“No entiendo las huelgas sin objetivos”, me dice una compañera de trabajo en las vísperas del 8 de marzo al enterarse de que mi voluntad era unirme a la huelga. Al menos, con esta frase demuestra que entiende que las huelgas pueden ser útiles para algo, siempre que tengan objetivos claros.
En realidad, pretendiéndolo o no, esta compañera hizo una afirmación tramposa por varios motivos. Primero, porque la vertió en un espacio compartido con otras personas compañeras de trabajo negacionistas, como ella misma, de las reivindicaciones feministas y los problemas a que hacen frente. Y, segundo, porque me puso a mí en un lugar simbólico de cuestionamiento y ridiculización. En ese momento lo único que pude decirle es que son muy numerosos los objetivos y las razones que tenemos las mujeres, buscando algo de comprensión en ella –sin conseguirlo– e intentando que ésta no se convirtiera en una situación laboral incómoda.
La huelga es la herramienta más poderosa que tenemos las personas trabajadoras para reivindicar nuestros derechos laborales. La reacción de la patronal, de la persona empleadora y de parte de la sociedad conservadora demuestra que las personas trabajadoras somos mucho más útiles al empleador, al capital y al Estado, de lo que éstos podrían llegar a reconocer. Basta un dato para entenderlo: ni el ahorro del pago de un día de trabajo provoca que esos actores adopten una postura, al menos, de tolerancia ante el ejercicio de este derecho laboral básico. Durante las jornadas de huelga no se cobra el salario ni se cotiza a la seguridad social. Económicamente, es costoso para quien secunda la huelga. Además, desde un punto de vista social, no es fácil secundarla. En muy pocos entornos laborales –por no decir ninguno– la decisión de hacer huelga es bien recibida y, mucho menos, favorecida. Por todo ello, la huelga es una experiencia conflictiva por naturaleza. Aunque no sea el caso de la huelga del 8 de marzo, la huelga puede venir acompañada de piquetes encargados de presionar a las compañeras que no secundan el paro.
En el caso de la huelga del 8 de marzo, las mujeres hemos conseguido visibilizar el trabajo reproductivo y de cuidados. Sin éste no habría forma de sostener el trabajo asalariado. Sería imposible. Hacemos trabajos no pagados que sirven para enriquecer al capital. Las mujeres hemos alimentado un sistema que no solamente se ha quedado con la plusvalía de nuestro trabajo, sino con el 100% de los beneficios. No hemos recibido amor a cambio, sino más bien más violencias y otras dolencias derivadas. Queda mucho recorrido por delante, pues todavía hoy –pese a los avances del movimiento feminista– la remuneración del trabajo doméstico y reproductivo carece de un hueco en las agendas políticas.
La importancia de la huelga del 8-M radica en que, durante toda una jornada laborable, nos libera de lugares opresores y abre otros espacios seguros donde encontrarnos con muchas mujeres, apoyarnos en nuestras reivindicaciones, entendernos diversas, estar juntas. La jornada del 8-M no sólo se llena con una manifestación en algunas ciudades. También se hacen acciones teatrales, se leen manifiestos, se comparte el almuerzo en espacios autogestionados, se cantan canciones, se hace uso del espacio público y un largo etcétera. Esto ocurre en la ciudad y también en los pueblos. Nos juntamos las que podemos hacer huelga, las que no pueden porque están desempleadas o en los márgenes, las que no pueden hacer huelga de cuidados porque están maternando y acuden con sus criaturas y, en fin, las asalariadas que no quieren hacer huelga por distintos motivos. Para todas serán los derechos conquistados.