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Desempleo juvenil
No es País para Jóvenes
En los últimos años, cada vez que entramos de pleno en época estival, no puedo evitar las fantasías que me rondaban sobre cómo serían mis veranos cuando fuese por fin adulta. Fantasías que entonces no me parecían ni mucho menos inalcanzables, pues bebían de las historias de las personas de la generación de mis padres. Un mes de vacaciones, escapadas con los amigos aprovechando lo ahorrado del sueldo de los meses anteriores, incluso quizá una paga extraordinaria que llegaba justo a tiempo. Sin muchos lujos, pero lo suficiente para desconectar del día a día y aprovechar el tiempo con las personas con las que quizá no alcanzabas a disfrutarlo el resto del año.
Sin embargo, a día de hoy esa idea se presenta como una realidad tan lejana como tener un Porsche o un rascacielos en Dubái. Las vacaciones, un derecho ganado tras años de lucha por los trabajadores, es una realidad, como tantas otras, en peligro de extinción. Entre mis iguales, no existe en la mayoría de los casos posibilidad de planear algo en estas fechas: están los que no tienen vacaciones gracias a los aclamados ERTE, los que no las cobran porque su trabajo en negro no las contempla, los que las pasan pegados al móvil porque total, es una llamada o un mail, los que no pueden permitírselas porque lleva meses en paro, o los que aprovecha estos meses para encontrar un respiro económico ante la falta de ingresos lanzándose al monocultivo del turismo que impera en nuestra tierra.
Podrían parecer impresiones sin fundamentos, extraídas de una muestra adulterada de la sociedad, pero los datos dicen lo contrario. Los estudios arrojan, aproximadamente, un 51% de paro entre los jóvenes menores de 25 años. Con estos números, la idea de unas vacaciones pagadas, como tantos otros derechos laborales, se presentan en el ideario juvenil casi como un delirio.
Si enuncia el dicho que “Todos los caminos llevan a Roma”, en Andalucía todos los caminos llevan a la población más joven a la precariedad (la nueva palabra de moda para evitar decir pobreza). Aquellos que no completaron estudios secundarios se ven abocados de por vida a un régimen de semiesclavitud marcado por subcontratas de limpieza, logística u hostelería con condiciones que rivalizan seriamente con las del campo andaluz del siglo pasado. Los que tras completar estudios universitarios deciden continuar en el mundo académico o de investigación, y se topan con una cadena interminable de contratos temporales que dependen de esta u otra financiación, o de becas ínfimas que suplicarle al Banco Santander. Los que intentan hacerse un hueco en el sector privado, que en la mayoría de casos se pagan, en vez de cobrar, por un puesto de trabajo. Porque son empresas a los que sólo se accede con un Máster™ de 15.000€, o a través de prácticas no remuneradas en las que el billete del autobús y el almuerzo diario son el precio a pagar por la promesa futura de un contrato que, en la mayoría de ocasiones, nunca llega. Por último, los que en un intento desesperado de escapar de la inestabilidad aspiran a un puesto en la Administración, compiten con otros miles de aspirantes desesperados para ocupar una plaza que probablemente esté muy lejos de cualquier motivación profesional que nunca hubiesen tenido. Y todos los anteriores, claro está, se verán en su mayoría obligados a emigrar, ya sea a un cuarto de un metro cuadrado en la metrópolis de turno, o a una residencia en alguna ciudad fría de Centroeuropa.
Se suele decir que nosotros, y lo que nos siguen, somos la generación consentida, la generación “de cristal”. Que no queremos trabajar, que valoramos demasiado el tiempo libre. Sin embargo, la realidad constata lo contrario. Sin duda lo que sí somos es la generación engañada. Engañada porque hemos crecido escuchando que la voluntad lo puede todo. Nos han convencido de que los horarios, los días libres, o un sueldo mínimamente digno son cosas de peón industrial del siglo XX, que estábamos por encima de eso, que podíamos negociar de tú a tú nuestras condiciones laborales con cualquier multinacional. Que la vocación por una profesión lo perdona todo. Hemos tenido asignaturas, cursos y conferencias sobre emprendimiento, pero no sabemos qué es un Convenio Colectivo.
Pero la realidad es que lejos de ser exitosos emprendedores que se hacen ricos desde un garaje, la mayoría nos vemos envueltos en una dinámica de coworking, coliving, coaching, work-away y salario emocional que no son más que palabras que maquillan la falta de oportunidades laborales y económicas que engullen, cada vez durante más años, a la juventud andaluza. Una situación de la que, conforme pasa el tiempo, más difícil es escapar. Por muchos motivos, pero principalmente porque nos avergüenza no haber estado a la altura de lo que nos convencieron que debíamos ser, y terminamos por enfrentar como fracaso individual lo que realmente es una injusticia colectiva. No nos queda otra que desprendernos de la fantasía de lo que pudo haber sido y no fue, y trazar la hoja de ruta para enfrentar el horizonte de incertidumbre que nos aguarda, y recuperar los derechos que parecían consolidados y nos siguen siendo negados. Y en eso, quizá los peones del siglo XX, tan denostados por los gurús del entrepeneurship, tiene algo que enseñarnos.