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LGTBIAQ+
El conjuro de Alana. La mala costumbre de hacer nuestras ‘otras’ vidas posibles
Ay, Margarita, qué bonito que lo hemos hecho todo pero qué tarde. Se me han quedado muchas cosas por decirte, que tú ya las sabes, creo que desde antes de que las supiera yo.
Alana S. Portero, La mala costumbre.
Somos la definitiva y maldita prueba carnal de que las cosas podrían hacerse de otra manera.
Bruno Cimiano, Por si se te olvida.
La mala costumbre, la maravillosa ópera prima de Alana S. Portero, es una suerte de caldero en torno al cual se celebra una olla común de brujas (de todos los géneros). Sin embargo, la receta secreta que hierve en estas páginas va más allá del avituallamiento para todo el barrio. En este caldero se conjuran colectivamente otros mundos posibles. Se invoca a las ancestras de las deshonra y se reza a los fantasmas de aquellos deseos que no pudieron ser. Se comparten los saberes indignos —que por arcanos no son menos materialistas— que han trenzado, de forma clandestina, las hermosas irredentas de la moral cis-onalcatólica. En esta olla común se está gestando la más imaginativa de las venganzas, alentada a partes iguales por la rabia y la belleza. Esas brujas de tu barrio se están juntando ¡Peligro, peligro! ♡
Ingredientes. Conjuro de solidaridad contra el capitalismo racisheteropatriarcal
Hay un viejo himno sindical, compuesto en 1915 por Ralph Chaplin, que acompañó durante décadas cada conflicto de la clase trabajadora. Sus combativos versos concluían: “Nosotros somos los que aramos las praderas; construimos las ciudades donde ellos comercian; cavamos las minas y construimos los talleres, tendemos millas sin fin de vías férreas; ahora permanecemos marginados y hambrientos en medio de las maravillas que nosotros mismos hemos construido; pero la unión nos hace fuertes”. Y es que solo juntes podemos acabar con la miseria del mundo capitalista racisheteropatriarcal. Esto significa, entre otras cosas, que tu herida es también mi herida, que tu diferencia es también mi diferencia, que tu belleza es (o podría ser) también mi belleza, y viceversa. Ese es el único significado posible de la solidaridad entre oprimidas. No es fácil portar como propio el dolor de aquellas vidas de las que, nos dijeron, debíamos alejarnos. Tampoco lo es el dejarse abrazar por la hermosura de aquellos mundos que, quienes decían cuidarnos, nos prohibieron explorar. Pero es radicalmente posible y Alana ha dejado por escrito uno de los tantos recetarios mágicos que pueden conducirnos a ese horizonte. Solo hace falta, compañeras, mezclar con revolucionario donaire todos sus ingredientes…
Una taza de conciencia de clase (sin trampas)
La clase es la modalidad en que se vive la historia de La mala costumbre, cuyo escenario es un barrio anestesiado por el tardofranquismo pero que se niega a perder la esperanza. Alana nos presenta, en toda su crudeza y dulzura, la diversidad de una clase trabajadora sin trampas, ni nostalgia ni criminalización. En esta novela toman la palabra las vidas torcidas del proletariado, su particular dignidad y su estructural desgracia, aquellas vecinas que durante demasiado tiempo no tuvieron acceso a la escritura o, mejor dicho, cuyas formas de escritura no habían sido consideradas dignas de tal verbo. “Esas obreras que son dejadas de lado merecen estar en un libro”, apostilla la autora. Dicha toma de palabra desde las experiencias más subalternas del barrio no vacila en señalar, con dedo acusador (probablemente adornado con una larga uña de gel), las distintas violencias que atraviesan sus cuerpos y calles. No todas las personas de la clase trabajadora comparten una misma experiencia cotidiana. La obligación de vender nuestra fuerza de trabajo puede convivir con otras tantas formas de opresión. En ese Macondo Cañí que es San Blas cobra vida el concepto, a menudo vaciado, de la interseccionalidad, y es en torno a estas historias entrelazadas de desposesión que surgen alianzas insólitas, así como afectos cómplices que desafían todas las categorías. A su vez, Alana articula un punto de vista simultáneamente obrero (que no obrerista) y femenino, el cual nos permite observar con atención las injusticias sobre las que se levanta la propia épica de los hombres de la clase explotada: “Para que ellos estén a las cinco en el polígono dando caña, les ha hecho el desayuno su señora, les ha puesto el cafelito caliente a las cuatro de la mañana, alguien se va a quedar con los niños en ese ratito, etc”. Y es que, como expresa la voz narrativa de la novela, el esquirolaje nunca se ha aplicado al ámbito doméstico.
La clase es la modalidad en que se vive la historia de 'La mala costumbre', cuyo escenario es un barrio anestesiado por el tardofranquismo pero que se niega a perder la esperanza
Una cucharadita de memoria disidente
¿Cómo cuidamos de estos rastros de vidas pasadas que nos persiguen de forma cariñosa —en la medida en que ofrecen un bálsamo al proporcionar pruebas de que hubo un crecimiento y una alegría trans en el pasado—, y a la vez de forma aterradora, porque dan testimonio de las condiciones de intensa violencia que estos sujetos han padecido, y en las que han vivido? ¿Cómo cuidamos a estos fantasmas que nos cuidan tanto?
Hil Malatino, Cuidados trans.
La protagonista de La mala costumbre es perseguida (o quizás sería mejor decir asistida) por una santa compaña queer, una colectividad espectral de todas aquellas personas que soñaron, gozaron y amaron demasiado lejos de lo que esta sociedad les permitía. “No quiero que nuestra genealogía sea de sepulturas, y evidentemente si nos falta muchísima gente, qué menos que recordar a esos fantasmas, esta es mi canción de amor a personas a las que he visto irse antes de tiempo”, proclama Portero. En la cultura hegemónica, el imaginario de ultratumba se nos ha presentado como inherentemente amenazante, pero Alana, prosiguiendo el legado de Layla Martínez en Carcoma, nos recuerda que esos espíritus que vagan por el cementerio durante nuestro primer beso proscrito, que esos rostros difuntos en blanco y negro que engalanan la pared de un viejo bar de ambiente, también son parte de nuestra memoria colectiva. Son nuestra red comunitaria de fantasmas, y no hay mejor forma de honrarla que, de nuestros momentos de alegría y pertenencia escogida, (re)hacer el sepulcro brilli-brilli que nunca tuvieron.
Queer
Las degeneradas trans acaban con la familia. Prólogo
252 gramos de cuidados queer
La activista trans Nat Raha denominó reproducción social queer al “trabajo específico de crear y reproducir la vida trans y queer frente a las presiones sociales y materiales de la sociedad capitalista”, la labor comunal que nos permite florecer en un cistema que no considera valiosas nuestras vidas. Tal y como expone Hil Malatino en Cuidados trans, las personas trans y disidentes de la cisheteronorma “necesitamos cuidados cuando nuestras vidas quedan atrapadas en los huecos que existen entre las instituciones y las estructuras familiares convencionales. Esos huecos son mundos”, y quienes cuidamos de esos mundos “cultivamos un arte de vivir que nos hace posibles”. Uno de los ejemplos históricos más conocidos de estas redes clandestinas, proletarias y queer de maternadería (término de Sophie Lewis que une maternar y camaradería) es el de la casa S.T.A.R. de Sylvia Rivera y Marsha P. Johnson en Nueva York. Alquilada a la mafia y amortizada mediante actividades criminalizadas, este edificio proveía a las personas queer racializadas y más empobrecidas una alternativa habitacional, comida, ropa, amistad y solidaridad política. También podemos ver muestras de reproducción social queer, del cuidado de aquellas vidas socialmente marcadas como indignas del cariño, en productos televisivos recientes como las series Pose y Veneno. Si yo tuviese que escoger un personaje protagonista de La mala costumbre no sería su voz narrativa sino la propia práctica del cuidado más allá de las familias no elegidas. En esta suerte de La colmena transmaribibollo, Alana articula su propia casa S.T.A.R. en los callejones de Madrid donde, en lugar de con Marsha y Sylvia, nos encontramos con Eugenia la Moraíta, Paula la Chinchilla y Raquel la Cartier; las tres moiras de la noche que van dejando fragmentos de esperanza sobre las mesas de los bares. “Quería rendir un homenaje a una generación de mujeres que es, con diferencia, la más maltratada de la historia reciente de este país”, porque “conocer la historia de estas mujeres es probablemente lo más enriquecedor que le puede pasar a una vida, seas quien seas, vengas de donde vengas. La historia de este país no está completa sin ellas, la historia del feminismo no está completa sin ellas”, afirma la escritora. Una de las mayores bellezas ocultas en esta novela es, sin duda, todo el amor infame que se profesan los corazones travestis, aquellas vidas que solo han conocido la inseguridad y se convierten en lugares seguros para las generaciones venideras de palomos cojos y con alitas rotas. Quienes “no juzgan a nadie, porque han visto lo peor del ser humano, y siguen cantando copla cuando salen a la esquina a trabajar”. Suyas son, por derecho impropio, todas las utopías.
Una cucharada sopera de ternura monstruosa
Un rasgo distintivo de la literatura de Alana es su capacidad para encontrar la belleza en todo aquello que ha sido marcado socialmente como grotesco. Ella, digna bastarda gótica y glam de Jean Genet, recoge las imaginerías y los lenguajes secretos de los márgenes y, a partir de ellos, urde su propia mitología torcida desde y para las parias de la Villa. Una hagiografía de todas las feminidades indecentes, de todo aquello que sobre un cuerpo es considerado profano. En este bestiario transfeminista de clase la única herejía es no perseguir la belleza de llegar a ser, como diría la Agrado, lo que una soñó de sí misma. Así, conocemos a personajes como la Peluca, que se suponía que debería darnos miedo y, sin embargo, nos enternece, a Margarita, una diva veterana en el arte de la transición cuyas “plegarias de tejido cicatricial” se convierten en tierra sagrada para la protagonista. Ella, en su Odisea desde el barrio hasta los submundos eróticos de Madrid, aprende que “a las mujeres que viven a su manera, que envejecen a su manera y que llevan la vida marcada en la cara, bien visible, se las suele cubrir con el manto del patetismo y la burla porque se las teme”. Y no es para menos, porque ellas demuestran cada día con su quimérica presencia, con su desheredada providencia, que las cosas pueden hacerse de otra manera, que otras vidas son posibles. O peor aún, peligrosamente deseables, deseantes. Llevan de la teoría a la práctica una euforia de género que no podría ser sino colectivamente alcanzable: “Ese sacrificio personal por alcanzar la libertad propia, la libertad común, por enseñarse unas a otras un camino de esperanza es un acto de belleza increíble”, expresa Alana. Si estas vidas dejasen de ser temidas y ridiculizadas se abrirían ante nuestros ojos más puertos de libertad de los que este sistema se puede permitir para con sus orgullosamente normales esbirros. Ellos todavía no conocen la radicalidad política que entraña el acto de maquillar y vestir como a una estrella de Hollywood al cadáver de una trabajadora sexual, mientras en el tocadiscos suena, por última vez, su canción. Ya lo ves, la vida es así, tú te vas y yo me quedo aquí…
En este bestiario transfeminista de clase la única herejía es no perseguir la belleza de llegar a ser lo que una soñó de sí misma
Unos polvitos de creatividad trans*
La voz narrativa de La mala costumbre carece de palabras para nombrar su disidencia de género. Esta condición iletrada de sus propios anhelos y penas se vive, en soledad, desde un profundo desamparo. Sin embargo, lo que comienza siendo una carencia terminará por convertirse en la condición de posibilidad de nuevas lenguas menores, regiones corporales de fantasía que se rebelan contra las herramientas (termino-lógicas) del amo. Los significados de nuestra carne son siempre una construcción colectiva: “Nadie nos sitúa mejor que quien nos toca bien”, esgrime Portero. Este es el caso de Margarita, quien ya miraba con dulzura a un jovencísimo transformista, como si en su expresión estuviese leyendo definiciones que aquella criatura todavía no era capaz de darse. Así, Alana devuelve la agencia históricamente arrebatada a los personajes trans en la cultura dominante, pues son ellas mismas quienes (de)construyen las definiciones con las que darán sentido a sus vidas. Definiciones que se generan en común, pero de forma horizontal y amorosa. Esto supone una ruptura con las narrativas patologizantes y cisexistas de las vidas trans, donde el aparato biomédico y psiquiátrico ostenta la única verdad sobre los cuerpos desobedientes, que devienen meros confesos. Haciéndome eco de le escritore Marquis Bey, en La mala costumbre los géneros no se confiesan a un poder pastoral de bata blanca sino que se confeccionan, dando rienda suelta a una creatividad compartida, que toma partido, capaz de elevar la piel trans al lienzo de una obra de arte. La transición de la protagonista es un ejercicio de cultura pop, un collage. Portadas de vinilos, recortes de folclóricas, momentos íntimos con hombres dispuestos a amar el error y la errancia, atesorados contubernios entre mujeres que no cierran sus postigos basándose en la anatomía, placeres sadomaso, parentescos elegidos, purpurina y literatura legendaria reordenan la carne de una heroína sin nombre. Esto no implica, en modo alguno, una estigmatización o rechazo a las intervenciones médicas que una pueda desear para sentirse mejor, sino que va mucho más allá. Alana, cual Prometeo con camafeos y labios oscuros, ha arrancado a la hegemonía literaria los medios de producción de los relatos de nuestros tránsitos y vidas y los ha puesto al servicio de una primera persona del plural. Al escribir esta historia, tan nuestra, sus manos nos han tocado bien. Y quién sabe las flores futuras que de ahí pueden llegar a brotar.
Portadas de vinilos, momentos íntimos con hombres dispuestos a amar el error y la errancia, atesorados contubernios entre mujeres, placeres sadomaso, parentescos elegidos, purpurina y literatura legendaria reordenan la carne de una heroína sin nombre
Una onza de esperanza universalista (les nada de hoy todo han de ser)
Cuando escribo que La mala costumbre es “tan nuestra” no estoy refiriéndome a unos contornos identitarios en concreto, sino que ésta es una novela que pertenece a toda persona dispuesta a explorar, desde el goce, todas las posibilidades que aguardan más allá de lo que nos es familiar (en todas sus acepciones posibles). “Todo el mundo tiene secretos, todo el mundo tiene algún armario del que salir, la conquista de sí misma es algo común a todo el mundo”, reivindica Alana. Y es que, por mucho que esta historia esté narrada desde el punto de vista particular de una mujer trans de clase trabajadora, lo que en ella acontece nos transmite muchas verdades universales. Nada del periplo en el que llegamos a ser aquello que siempre quisimos es ajeno a ningún ser humano. Es por ello que a Portero no le tiembla el pulso al ungir su cuerpo y su escritura con el derecho a la universalidad. Pudiendo conformarse con avivar, desde una ternura rabiosamente singular, el deseo erótico, poético, utópico, de aquellos sujetos tradicionalmente condenados a la indeseabilidad, Alana ha elegido desafiar todos los límites que contienen la literatura de las subalternas en una estantería de nicho. Ella ha osado contar, a quienquiera que se acerque a su vera, la historia colectiva y clandestina de esa inefable capacidad para desear que, de tan nuestra, se extiende sin fin a todas las demás personas. Porque, en el fondo, no hay nada más universal que nuestra disfórica sed de abundancia, que nuestra condición de peregrinas, como cantan Los Chikos del Maíz, hacia todo lo que es bello. La belleza excéntrica (de la periferia de Madrid y de la periferia de los cuerpos) que en esta novela se comparte tuvo que permanecer oculta durante siglos, pero ya es el momento de dejar que prolifere, que contagie toda vida sin nada que perder de esa mala costumbre queer de la esperanza. Y es que la esperanza no es sino una felicidad conscientemente politizada. Las transmaribibolleras de la clase trabajadora ambicionamos algo más que los finales “inocentemente” felices que acallan la opresión estructural que nos conforma, así como las redes de resistencia que, cuidándonos, nos transforman. Larga vida a la pluma partisana de Leslie Feinberg, Pedro Lemebel, Camila Sosa y, por supuesto, de Alana Portero. Gracias por cada página teñida de esperanza. Tan nuestra, tan de todas.
¡Buen provecho!
Podemos construir un mundo nuevo de las cenizas del viejo.
Ralph Chaplin, Solidarity forever.
Por último, y con todos los ingredientes sobre la mesa, solo me queda invitar a todo el mundo a calzarse un par de tacones rojos y aceptar la llamada a la lectura, a la aventura. Quizás siguiendo este camino de baldosas amarillas que comienza en San Blas tú también, seas quien seas, vengas de donde vengas, encuentres algo muy valioso acerca de tu propia vida. Si decides cruzar el umbral de la primera página, y prometo que no te arrepentirás de hacerlo, déjame decirte (en todos los sentidos posibles): Willkommen! And bienvenue! Welcome!