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Feminismos
De maestras y transfobia
“Cada una de nosotras tenía sus propias necesidades y sus objetivos y alianzas muy diversas. La supervivencia nos advertía a algunas de nosotras que no nos podíamos permitir definirnos fácilmente ni tampoco encerrarnos en una definición estrecha… Ha hecho falta cierto tiempo para darnos cuenta de que nuestro lugar era precisamente la casa de la diferencia, más que la seguridad de una diferencia particular”.
Audre Lorde, Zami: A New Spelling of My Name, 1982
Me pregunto cómo puedo escribir sobre transfobia, ni siquiera esbozar una sola palabra, desde mi propia ignorancia respecto a las vidas tangibles de las personas trans, queer o con identidades disidentes y no binarias, en general. Cómo hacerlo desde mi realidad de mujer cis, hetero, blanca, en condiciones “plenas” de ciudadanía y de clase media, si es que existe tal cosa. La respuesta, sin duda parcial y en construcción, es que lo voy a hacer conociendo y reconociendo mis privilegios y descalzándome ―figurada y literalmente―, como quien pisa terreno sagrado, y admito de antemano que nada de lo que diga estará a la altura de sus luchas y sus heridas.
Abordo este texto, también, con mucho pesar, como el inicio de un duelo, porque implica una pérdida y porque parte de mí aún se niega a dilapidar la esperanza en el encuentro, en el diálogo, en la escucha… aunque cada vez me cueste más vislumbrar esa posibilidad. Pero escribo este artículo impelida por los acontecimientos de las últimas semanas, que solamente reflejan un capítulo más del conflicto contemporáneo dentro del movimiento feminista.
Por un lado, lo hago aún removida por la campaña emprendida por Juana Gallego contra las alumnas del Máster de Comunicación y Género de la Universitat Autònoma de Barcelona, contra la coordinación del mismo y, por extensión, contra gran parte del equipo docente del que formo parte desde su primera edición, después de que las alumnas tomaran la decisión colectiva de no asistir a sus clases como forma de protesta frente a sus posicionamientos transexcluyentes.
Abordo este texto con mucho pesar, como el inicio de un duelo, porque implica una pérdida y porque parte de mí aún se niega a dilapidar la esperanza en el encuentro, en el diálogo, en la escucha
Por otro, y aunque ya no me sorprendan, lo hago indignada una vez más por las palabras profundamente discriminatorias que la filósofa Amelia Valcárcel ha sumado a su cruzada contra lo trans, lo queer y todo aquello que ella no considera feminismo, en un conversatorio virtual auspiciado hace algunas semanas por la Universidad Nacional Autónoma de México donde, entre otras cosas, afirmó rotundamente que las personas intersex no existen y que son “una anomalía” o que para la tranquilidad de su agenda, la de su feminismo, habría que dejar “que el género duerma en paz un rato” y abandonar el término. Unas opiniones que comparte una parte del movimiento feminista que se autodenomina “radical”, incluidas algunas profesoras de las que mucho aprendí y con las que me une un vínculo personal.
Opiniones y discursos muy vinculados, por otra parte, al esencialismo biológico del que tanto renegaron muchas de ellas en los 70 y lanzados ahora por quien se toma la libertad de definir quién es y quién no es una “mujer auténtica”, o qué caminos y reflexiones debe o no emprender todo un movimiento social, convirtiéndolo así en algo estático y monolítico, en un dogma. Y quien ni duda ni pone nunca en cuarentena sus certezas desde la empatía, el acuerpamiento de la experiencia y el dolor ajeno, abona el autoritarismo y los fundamentalismos que dice combatir.
Feminismos
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Volviendo sobre el tema del feminismo radical, me resulta paradójico que hablen en nombre de esta corriente con argumentos que tan poco tienen que ver con la base o con la raíz, y sí con la atalaya, el privilegio, la desigualdad de poder y la jerarquización patriarcal de experiencias y saberes que construyen un otras cada vez más amplio y heterodoxo.
Hemos visto cómo paulatinamente ese relato de negación de la diversidad sexual y de género se ha ido inflamando a base de infantilización, insultos, deslegitimación, ninguneo y desacreditación, además de tornarse cada vez más personal y virulento en todos los foros y medios en los que estos discursos carentes de hondura y matices encuentran altavoz. Un relato torticero que obvia toda evidencia científica (y también lo dinámico y lo subjetivo de esta) para afirmar que el sexo biológico es “binario e inmutable”, que las mujeres trans “son seres extraños que pretenden ser las protagonistas del feminismo”, que la interseccionalidad es una trampa o que “las mujeres trans remarcan a una mujer estereotipada y sexista”, sin tener en cuenta todos los despropósitos criminalizadores y patologizantes que se han vertido por activa y por pasiva sobre “los peligros de la autodeterminación de género” y de los “actores del género”, como sucedió en la edición de 2019 de la Escuela Rosario de Acuña de Gijón.
Mientras escribo todo esto, me vienen a la cabeza algunas secuencias de la estupenda miniserie Mrs. America (HBO), creada por la canadiense Dahvi Waller, como aquella situada en la Conferencia Nacional de Mujeres celebrada en Houston en noviembre de 1977 en la que se narra el cambio de posicionamiento de Betty Friedan, quien se había referido a las mujeres lesbianas dentro del movimiento feminista de la época como la “amenaza lavanda” cuyas reivindicaciones diluían tanto el sujeto como la lucha política del feminismo. Pero hay otra escena que vuelve a mi cabeza a menudo, particularmente una frase que el personaje de Bella Abzug le dice a Shirley Chisholm durante una llamada teléfonica tras la victoria de Reagan: “Hold the door for the next bunch” (“Sujétale la puerta a la siguiente generación”). Y es que, más que sujetarla, hace tiempo que siento que nos la están cerrando en las narices.
La ampliación de derechos para todas las mujeres y para diferentes sujetos disidentes y subalternizados, atendiendo a las diferencias y al cruce de opresiones sobre nuestros cuerpos y vidas, no resta derechos ni borra a nadie, solo suma
Lo cierto es que no sé si ahora nos encontramos ante un nuevo “salto generacional ideológico”, como escribió Cynthia Martín en un artículo a propósito de la serie. Creo que el cisma actual es mucho más complejo, aunque pueda tener sus semejanzas con las diferencias ideológicas que ha habido dentro del movimiento desde sus orígenes…
Por suerte, no es algo puramente generacional ni algo freudiano en el sentido de “matar al padre” ―o a las madres, en este caso― y puedo igualmente traer a colación las palabras que le leí a Justa Montero a principios de este mismo año en una entrevista a propósito de esta cuestión y que recupero con esperanza: “Si el feminismo es un proyecto emancipador es imposible pensar en un proyecto emancipador estanco y solo para algunas”. Ahí radica el meollo: la ampliación de derechos para todas las mujeres y para diferentes sujetos disidentes y subalternizados, atendiendo a las diferencias y al cruce de opresiones sobre nuestros cuerpos y vidas, no resta derechos ni borra a nadie, solo suma. Y es ahí, en la aprehensión de esa “interseccionalidad de las luchas” a la que nos impulsa constantemente Angela Davis, donde nos jugamos el futuro, no solo del propio movimiento feminista, sino de todo movimiento emancipador.
Vendrán los insultos y las desacreditaciones, porque las que no aplaudimos sus argumentos a pesar de reconocerles trayectoria y enseñanzas e, incluso, agradecerles sinceramente todo lo compartido, seguramente seamos tildadas de ignorantes, de alienadas, de traidoras... Yo, qué queréis que os diga, lo asumiré con dolor, pero convencida de que la libertad de expresión no puede amparar más odio y discriminación. Yo, militante en la duda y en el diálogo, seguiré del lado de esas otras ―las trans, las racializadas, las migradas, las precarias, las putas…― que algunas sitúan en los márgenes, pero que a mí ―y permitidme que parafrasee a Lorca― no hay quien me las arranque de los centros. Porque, como escribía bell hooks, “la política feminista pretende acabar con la dominación para que podamos ser libres para ser quienes somos, para vivir vidas en las que abracemos la justicia, en las que podamos vivir en paz”. Todas, todos, todes…
Que nos descalifiquen cuanto quieran y nos llamen inqueersidoras. Defender derechos humanos y colaborar para que nuestras criaturas vivan en un mundo que sea “la casa de la diferencia”, donde se sientan libres y reconocidas de ser quienes quieran y sientan que son, no me parece un asunto menor ni banal. La dignidad humana no lo es. Mi único y humilde objetivo es, en la medida de mis posibilidades, mantener la puerta del respeto y el reconocimiento abierta para quienes vengan detrás, para todas las personas a quienes el patriarcado, el capitalismo y el colonialismo les/nos daña la vida cada día. Que me quiten el carnet de eso tan mimético y encorsetado que algunas consideran “la buena feminista”. Mejor le tomaré prestada la firma a Sor Juana Inés de la Cruz: “Yo, la peor de todas”.
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“Alabada sea la genética (o los coños) por encima de todooo (y de todes), arrodillémonos ante ella y reconozcámonos impotentes ante ella. Améeen.”
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