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Filosofía
El hogar es político: feminismo y lucha por la vivienda
La lucha por una vivienda digna y el movimiento feminista ponen en cuestión que el hogar quede fuera de los asuntos políticos, rompiendo, de esta manera, con la diferenciación clásica entre lo público y lo privado.
En la antigua Grecia disponer de una casa era una condición necesaria para ser ciudadano y adentrarse en la vida política. Sin embargo, el espacio privado y el espacio público se distinguían con absoluta nitidez. Se consideraba que la asociación familiar que tenía lugar en el ámbito del hogar era fruto de las necesidades puramente biológicas de la especie humana, mientras que los asuntos públicos trascendían la mera dedicación a las exigencias propias de la subsistencia.
Si la virtud política por excelencia en la antigua Grecia era la valentía era precisamente porque se entendía que la política no tenía como objetivo atender a las necesidades vitales, y aquel que se adentrase en la esfera pública tenía que estar preparado a arriesgar su vida, resultando de este modo una señal de servidumbre el excesivo aprecio por la propia existencia. La «buena vida» del ciudadano, según Aristóteles, no era simplemente mejor, más libre de cuidados o más noble que la ordinaria, sino de una calidad diferente por completo. Era «buena» en el grado en que, habiendo dominado las necesidades de la pura vida, ya no estaba ligada al proceso biológico vital. A su juicio, la buena vida dependía de ser capaz de vencer el innato apremio de todas las criaturas vivas por su propia supervivencia, liberándose del trabajo y de la labor.
Este desprecio por el esfuerzo característico de las actividades laborales que atienden al proceso biológico del cuerpo humano era común en la antigüedad griega. Entendían que, por un lado, esas tareas repetitivas y cíclicas, cuyos resultados son efímeros y que desaparecen rápidamente (producir comida, asearse, limpiar toda clase de cosas, etc.), no dejaban una huella que durara en el tiempo, nada digno de ser recordado. Además, la noción de libertad de la antigüedad griega implicaba el estar liberado de las necesidades puramente biológicas, que es precisamente el foco de atención de este tipo de actividades, que eran realizadas por las mujeres y los esclavos en el ámbito doméstico.
En el ámbito público, por el contrario, los ciudadanos varones se dedicaban a las que consideraban las más excelsas y elevadas actividades humanas: la acción y el discurso. La persuasión y la palabra eran fundamentales en la forma de vida política mientras que la forma de vida en el hogar dependía del uso de la fuerza y la violencia. Esta violencia se traducía en el gobierno de los esclavos y el gobierno despótico del cabeza de familia con su mujer y se justificaba como un medio necesario para dominar las exigencias naturales y garantizarse todo lo necesario para el mantenimiento de la propia existencia.
Esta división tajante entre un ámbito público –visible— y un ámbito privado –condenado a la invisibilidad— fue puesta en cuestión por el movimiento feminista, revindicando el derecho de las mujeres a aparecer en el espacio público sin miedo a la violencia o llamando la atención sobre la forma en que la política está ya presente en el hogar.
En contraste con el funcionamiento de la familia, que era el centro de la más estricta desigualdad y se regía por el mando y la obediencia, la esfera pública se regía por la igualdad. Los cabezas de familia que eran ciudadanos (siempre una minoría en la polis), una vez que atravesaban el umbral de su hogar y se adentraban en la esfera política eran libres en la medida en que no gobernaban ni eran gobernados.
La línea divisoria entre la forma de vida política –propia de la esfera pública— y la relativa a la conservación de la vida –propia del hogar—, que se mostraba entonces clara y evidente, provocaba que una expresión común en nuestros días, la de «economía política», resultara en aquellos tiempos una contradicción de términos. Las cuestiones económicas eran un asunto no político y por definición una cuestión familiar. La palabra griega oikonomía (de la que proviene el término economía), que estaba compuesta por la palabra oikos (casa) y la palabra nomos (ley), se refería a la administración de la casa y, por tanto, a una cuestión privada, no pública.
En la antigua Grecia el valor depositado en la propiedad privada de una casa residía en que posibilitaba a su poseedor ser un ciudadano y disfrutar de una vida política. Pero lo privado mantenía en este contexto un rasgo privativo, indicando que aquel que solo viviera una vida privada estaba desprovisto (privado) de algo, de las más elevadas y humanas capacidades, la capacidad de acción y el discurso. Es más, para los griegos aquel al que no se le permitiera entrar y actuar en la esfera pública (como los esclavos o las mujeres) o no hubiera decidido establecerla (como los denominados «bárbaros») no era plenamente humano. Para los griegos aparecer bajo la luz pública, presentarse ante otros en un espacio de igualdad, era condición indispensable para el reconocimiento, del que carecían aquellos que se mantenían en la oscuridad del ámbito privado.
Lo púbico y lo privado a la luz del movimiento feminista
Esta división tajante entre un ámbito público –visible— y un ámbito privado –condenado a la invisibilidad— fue puesta en cuestión por el movimiento feminista, reivindicando el derecho de las mujeres a aparecer en el espacio público sin miedo a la violencia o llamando la atención sobre la forma en que la política está ya presente en el hogar. La reconfiguración del espacio de la política propuesta por los feminismos supuso cuestionar la legitimidad del orden precedente. Puso en cuestión la división sexual del trabajo que se mantuvo desde la antigüedad y problematizó la separación entre una vida pública y una vida privada. Esta división presuponía que nos encontrábamos, por un lado, un cuerpo público masculino que supuestamente se sustrae de todo lo necesario para la subsistencia –prescindiendo de cualquier apoyo material— y, por otro lado, un cuerpo privado, que aparece como feminizado, extranjero, vulnerable y pre-político. Esta concepción de lo político legitimaba la exclusión de aquellos que no encarnaban la idea hegemónica de buena vida e incluso negaba su capacidad de acción y su realidad misma, en la medida en que no podían aparecer en el espacio público.
Al negar de antemano que la decisión sobre quién entra en el espacio público y quién no, sea una cuestión política, se estaba negando la posibilidad de disputar políticamente los límites que configuraban el campo de lo político. No obstante, sabemos que a lo largo de la historia ha habido resistencias a las exclusiones que se producían en el espacio público. Esas resistencias se entendían a sí mismas además como políticas. Las luchas obreras, feministas o de personas migrantes para que se reconozcan sus derechos, dan buena cuenta de ello. Estos movimientos demuestran que no se puede pretender monopolizar las condiciones para tener una buena vida y pretender que ese monopolio no sea puesto en cuestión.
Los movimientos por el derecho a una vivienda digna al centrar su lucha en la necesidad que tenemos todas las personas de contar con un hogar en el que poder vivir, están poniendo en el punto de mira de la política los soportes materiales que sustentan la vida humana.
Por otra parte, partiendo de la distinción rotunda entre la actividad doméstica privada –que reproduce la vida corporal– y el dominio político –en el que se desarrollaba la acción— no tenemos las herramientas necesarias para comprender las luchas políticas que tratan de establecer el derecho a contar con los apoyos e infraestructuras necesarias para que una vida sea vivible. Si pensamos que el único cuerpo que puede acceder a la esfera pública es el que está bien alimentado, no está enfermo y tiene una vivienda disponible, estamos asumiendo que el reparto de alimentos, el acceso a la atención médica o el asunto de quién tiene o no un hogar en el que vivir, es un asunto anterior a adentrarse en el ámbito público y que debe resolverse de otro modo antes de empezar el juego de la política. No obstante, en los tiempos de precariedad en los que vivimos, existen muchas necesidades básicas que no están disponibles y no podemos ni debemos presuponerlas.
Si privatizamos las cuestiones relativas a la supervivencia y comprendemos los apoyos materiales de la acción como una condición pre-política de la política (algo que se resuelve en el ámbito privado) estamos olvidando que toda acción política es apoyada materialmente siempre (no somos en ningún momento seres incorpóreos flotando en el vacío) y que los apoyos o infraestructuras no son sólo parte de la acción, sino que también luchamos por ellos. Por conseguir, en definitiva, su reparto equitativo.
Los movimientos por el derecho a una vivienda digna, al centrar su lucha en la necesidad que tenemos todas las personas de contar con un hogar en el que poder vivir, están poniendo en el punto de mira de la política los soportes materiales que sustentan la vida humana. Además, lejos de presuponer que para actuar políticamente una condición indispensable es disponer de antemano de una casa estable, como sucedía en la polis griega, las luchas por la vivienda hacen del reconocimiento de la propia vulnerabilidad en la que se encuentran las personas que ya han perdido o pueden perder su hogar, una forma de resistencia plenamente política contra aquellos que quieren sumirles en la precariedad.
El modelo de sociabilidad que deja fuera de la política, como un asunto privado, las cuestiones económicas, no se hace cargo de manera suficiente de la vulnerabilidad de los sujetos políticos. Frente a este modelo, las luchas que tienen lugar en nuestros días reivindican que el hogar es político, es decir, que el hogar no es algo que quede fuera de los problemas políticos sino que, más bien, es un problema político de primer orden.